sábado, 12 de mayo de 2018
Río negro
En Río negro (Kuroi kawa, 1957), de Makasi Kobayashi, el desalojo y derribo de una pensión se equipara al desalojo de la dignidad y derribo de su voluntad a la que es sometida Shizuko (Ineko Arima), forzada sexualmente y a subordinarse a la voluntad de quien la ha violado, aceptando ser su chica porque cree que ha sido su salvador. En ambos casos, el responsable es un gangster de baja estofa acorde a la miseria y precariedad de la zona, Jo (Tatsuya Nakadai). Es quien ha realizado la función de intermediario entre la dueña de la pensión (que rezuma miseria; asemeja a una chabola de grandes proporciones que pareciera amenazar con desplomarse en cualquier momento) y el comprador, que quiere edificar un hotel. Y es quien urde una representación, para que Shizuko crea que ha sido secuestrada por varios hombres, y que él es quien aparece para salvarla ahuyentándolos tras simular una pelea. De este modo, espera conseguir que ella se sienta en deuda, y acepte, con desesperada resignación, que él la fuerce sexualmente y que no quiera dignificarla casándose (sometiéndola, en cambio, a más humillaciones).
Esa sustracción o enajenación de voluntad está magníficamente expresada, insinuada, en la secuencia introductoria: unas mujeres durmiendo en un night club, las prendas de sus vestidos en el colgadero zarandeadas por el viento. Aún más allá, expresa la condición durmiente del país, o narcotizada más bien, por la enajenadora influencia estadounidense : hay una base del ejército norteamericano en las cercanías; abunda el tráfico negro: en esa secuencia un estadounidense es perseguido por soldados japoneses; uno de los inquilinos de la pensión vive del proxenetismo para los soldados de la base; otro trabaja en ella; y la esposa de otro decide abandonar a su marido, por su pobreza, para trabajar de prostituta para los soldados de la base. Esa realidad periférica (recreativa), de juego, prostitución y de gangsters o delincuentes como gestores, alrededor de la base, estuvo no oficialmente permitida. Y a esa permisividad, a esa corrupción, es a la que Kobayashi lanza sus dardos con áspera vehemencia.
Esa corrupción, está representada, especialmente, en Jo, el cual adopta las maneras o estética de aquellos delincuentes juveniles predominantes en las producciones estadounidenses de aquellos años (añádase la música occidentalizada, de raíz jazzística que domina la banda sonora). Hay quienes se dejan dominar, incapaces de revolverse, y quienes se adaptan aprovechándose de las circunstancias como parásitos depredadores.La sordidez ambiental, moral, resulta opresiva, de una turbiedad que rezuma unas miasmas que ni las criaturas lovecraftianas: la secuencia en la pensión en la que uno de los inquilinos necesita un tipo de sangre para poder sobrevivir y nadie es capaz de donársela: todos alegan que tienen otro tipo de sangre (hay quien dice que tiene sangre tipo C), incluida su esposa.
Hay otra figura masculina, Nishida (Fumio Watanabe), implicado en ambas circunstancias, pero en la otra posición, como reverso de Jo. Es un nuevo inquilino en la pensión, un estudiante que llega acompañado de docenas de libros, y que se sentirá atraído por Shikuzo. Uno, Jo, la fuerza, usando además los engaños y la imposición, el otro, Nishida, busca el acercamiento cual caballero (ella se dirige con su sombrilla a la estación, él con su carrito; la sombrilla precisamente será el objeto que revele que Jo organizó aquella representación del secuestro: el reflejo de una sordidez moral: la sustracción de la ilusión, de la ingenuidad). Nishida recurre a los libros como forma de cortejo (la noche en la que ella le dice que se acercará a su casa a recoger los libros que le prestará será cuando es violada), aunque tampoco está exento en cierto momento, por los celos, de ofuscarse y no comprender el dolor y el mismo desconcierto de Shikuzo (ya que no entiende porque llega a sentirse fascinada por Jo aunque le repela), en una hermosa secuencia, en un hotel, en donde la luz parece asomarse, empapar el entorno por un instante.
Nishida es testigo de la incapacidad de los inquilinos de saber unirse para evitar un desalojo que no tiene siquiera base legal, como, sin éxito, se esforzará en que la desesperación que consume a Shikuzo no la suma en un punto de retorno. Justicia poética de las sombras que supuran, aquellas que reflejan la corrupción de un país, Jo morirá arrollado por algo que representa esa influencia conveniente para ejercer una imposición con un inclemente y cruel sentido mercantil, ajeno a las vidas de las otros, que puede desalojar o forzar sin escrúpulo alguno. Una realidad en demolición. Kobayashi fue extremadamente implacable con su cultura y sociedad, fuese el tiempo que fuese, como reflejaron las posteriores, y magistrales, La condición humana (1959-61), Harakiri (1964) o Rebelión (1967)
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