sábado, 3 de marzo de 2018
Le roman d'un tricheur
A Sacha Guitry le gustaba revelar lo que el cine tiene de truco, de juego. Incluso, de trampa, por pretender hacer pasar por real lo que es una escenificación. Como un tahúr al que le gustaba mostrar sus artimañas. O cómo la dramatización que tiene que envolver, cautivar, al espectador se erige sobre una tramoya. En ‘Le roman d ‘un tricheur (1936), o ‘El relato de un tramposo’, su cuarta película, en la que adapta su propia, y única, novela, publicada un año antes, ‘Les memoirs de’ un tricheur’ (Los recuerdos de un tramposo/tahúr), se inicia presentando en los decorados de estudio al equipo artístico y técnico (algo que emulará, más modestamente, Orson Welles, alguien también muy aficionado a los trucos, en su caso, de magia), práctica que Guitry repetirá en posteriores obras. Guitry nos presenta las tripas de la representación, quiénes realizan la ‘trampa’. Una irónica forma de no hacer trampa, por otro lado.
Estamos en el territorio del artificio, de la fábula. En concreto, pareciera que nos encontramos casi en una película muda pero comentada por la voz de quien evoca su vida, que no tiene ni nombre, pero sí edad (54), el tramposo (el propio Sacha Guitry). Digo casi, porque el relato de los recuerdos se interrumpe, de vez en cuando, con las intervenciones del propio narrador, sentado en la mesa de un café, realizando algún comentario al camarero, o entablando diálogo con uno de los personajes que evoca, La condesa (Marquerita Moreno), aquella que fue su primer amor ( o primer fetiche pasional), cuando era adolescente, del que guarda como recuerdo sentimental el reloj de bolsillo que le regaló (aunque ahora, pasados los años, ella reconoce que regaló más de doscientos). Los recuerdos son únicos, pero a veces mejor no contrastarlos con lo que supone para quienes compartieron la vivencia. El tiempo resitúa los hechos, aunque más bien porque se conocen otras perspectivas. Y la ironía: pocas vivencias más recargadas de intensa ‘dramatización’ que los amores juveniles: el sufrimiento más desaforado tiene mucho de inconsciente teatro.Pero más allá de este episodio en el tiempo presente, desde donde se evoca, el relato es la narración de los principales avatares de la vida de ‘El tramposo’ comentados tanto por su voz como por la música compuesta por Adolphe Borchard. Las únicas ocasiones en que escuchamos algún sonido del pasado evocado son musicales: la canción que canta una mujer en el bar al que acudía cuando era un joven soldado, y el de la trompeta de un músico. Porque, incluso, los diálogos de los personajes son recreados por la voz de ‘El tramposo’.
El relato parte de una situación insólita: por haber robado un dinero para comprar unas canicas su padre le castiga sin comer las setas, lo que determina que sea el único de la familia, compuesta por doce componentes, que no fallezca envenenado esa noche. Ironía premonitoria: no ser honesto le salva la vida. Engaños, representaciones. ¿La vida es azar o hay un destino marcado? ¿Se premia la honestidad o ser un tramposo? ‘El tramposo’ trabaja en su juventud como croupier en Mónaco, la dedicación a la que parecían destinados, desde que nacen, los monegascos, en una ciudad que parecía convertirse en una pasarela de gente proveniente de todas partes del mundo. Una mujer (Rosine Derean) le inicia en el arte del robo (en una secuencia que parece emular ciertos slapticks protagonizados por Chaplin u otros cómicos de la era silente, por la planificación y el tipo de encuadre, con mucho aire en lo alto). Y con otra, que se convierte en su esposa (Jacqueline Delubac), intentará aplicar un sistema para controlar los resultados de la ruleta, aunque resulte tan complicado como pretender controlar los sentimientos. El azar parece que siempre prevalezca sobre cualquier afán de dominar el curso de los acontecimientos.
Reencontrarse con quien le salvó durante la guerra conseguirá que deje de ser un tahúr con las cartas, a lo que se ha dedicado durante veinte años, pero le inocula la adicción al juego, lo que determina que pierda todo el dinero que había amasado con sus trampas. Parece que no hay muchas recompensas por ser honesto. La vida está llena de ironías. Una mujer que te ama te escribe cartas que te entrega, sin saber que son de su esposa, su marido, que es el cartero. La vida es una extraña pasarela, un baile de disfraces (‘el tramposo’ mostrando las diversas caracterizaciones que utilizaba en su etapa de tahúr entrando y saliendo por una puerta batiente). Y así es el juego de la vida, como una puerta batiente, a veces ganas, a veces pierdes, no sabes si hay un sistema, o si depende de la suerte, si ganas porque haces trampas o porque la bola de la ruleta te favorece.
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