viernes, 2 de marzo de 2018
La última bandera
Despedidas, tránsitos y conexiones. Cuando ondea por última vez la bandera, como toda despedida definitiva. Quizá esa es la idea tras el título original, the last flag flying, de 'La última bandera' (2017), de Richard Linklater. Es el relato de una última despedida, pero hay otras que se sugieren, esas que te hacen sentir que te has quedado fuera de la vida, desajustado. Tres personajes en tránsito, Sal (Bryan Cranston), Richard (Larry Fishburne) y Larry (Steve Carell), para realizar la última despedida, el entierro del hijo de Larry, soldado muerto en Irak. En tránsito están hasta los muertos, apunta Sal. ¿Dónde y cómo encontrar la sensación de hogar? Un día estás en lo más alto, dispones del poder máximo, y otro estás en un sótano escondido y cagado de miedo porque pende la amenaza de la muerte sobre tí. Un día estás feliz junto a la mujer que amas, y otro ya está muerta por el tumor maligno que le detectaron en una mama. Un día tienes un hijo, y otro te notifican que ha muerto a cientos de kilómetros y te preguntas, de entrada, por qué y para qué estaba ahí. Por qué esa muerte. Sal comenta que el hombre crea las guerras y las guerras hacen a los hombres. Y Richard apostilla que algún día dejará de ser así.
Estos tres personajes compartieron otro viaje treinta años atrás, narrado en 'El último deber' (1973), de Hal Ashby, cuando Richard y Sal escoltaron a Larry a la prisión en la que tenía que ingresar por robar cuarenta dolares. Una guerra entonces y otra guerra hora, y para ambas la misma pregunta: para qué y por qué estaban en un lugar a cientos de kilómetros. Varía el lugar, pero no la pregunta. Ahora Richard y Sal vuelven a escoltar a Larry, como apoyo de su pesadumbre. Su destino es otra prisión, la de la muerte, donde Larry va a enterrar un poco más su propia vida, tras la desaparición de sus seres más queridos, su esposa y su hijo. Su intemperie se ve escoltada por dos personajes que parecen transitar en direcciones opuestas. Por un lado, la convicción de quien cree haber encontrado un sentido, un relato consistente, por tanto, una certeza, ahora en vida y después de esa incertidumbre que es la muerte, en el caso de Richard, que optó por dar un giro radical a su vida y convertirse en ministro de la iglesia. Por otro, el escepticismo de quien va a la deriva desde hace ya muchos años, reflejado en el descuido de su propio bar, como si fuera un mero refugio para aturdirse con la embriaguez, en el caso de Sal. Iglesia y embriaguez parecen cumplir misma función reparadora o compensadora. Como el mismo ejercito. Aunque Sal no comparta la convicción de Richard, y cuestione sus fundamentos, empezando por la misma idea de Dios, aunque despotrique sobre los engaños del gobierno, que manipula a sus ciudadanos para que le sirvan de peón en el sinsentido de unas guerras donde miles pierden sus vidas, en su desamparo vital siente que sólo el ejercito le ha reportado la sensación de hogar.
En la espléndida 'Billy Lynn' (2016), de Ang Lee, se remarcaba la carencia de sentido de hogar en el propio país, además de su engaño inherente, como si quienes dominan el escenario social meramente inocularan una falsa idea a través de una pantalla conveniente que nada tiene que ver con lo real, por lo que optar por el ejercito no implica la satisfacción de un sentimiento patriótico o de la epifanía de una misión en la vida, sino de un sentimiento de pertenencia en un grupo (de otros desubicados), porque se carece de esa sensación en el propio país, o en su célula más básica, la propia familia (se prefiere arriesgar la vida en una guerra lejana que padecer esa otra guerra silenciosa de vidas amordazadas y sustraídas). Esa idea de familia disfuncional o segunda patria en un grupo o comunidad sea cual sea su condición es una idea que no está lejos de la que solía reflejar John Ford en sus obras (y posteriormente Clint Eastwood). 'La última bandera' transita esa misma intemperie. Es una película de tristeza encogida, porque en las sonrisas duele la comisura, como su iluminación apagada, o sombría, cual permanente cielo nublado, lejos de los usuales colores vivos de la filmografía del cineasta.
Se desentrañan las versiones convenientes del gobierno, o de su extensión, el ejercito, como falaces, pantallas que distorsionan los hechos reales, como se traza una equiparación entre la ilusión de pertenencia en la vida militar y las revelaciones religiosas como boya artificial de escenario de vida, o espejismo de sentido, cuando se ha tocado fondo en la realidad, porque quizá el único apoyo que resta cuando te sientes desligado de la vida sea una representación escénica, un uniforme que te conecta con la ilusión de refugio que buscabas cuando dabas tus primeros pasos en la juventud, los cuales se fueron desdibujando con el paso del tiempo. Hay quien encontró otro uniforme, un hábito sacerdotal, para mantener la ilusión. Hay quien prefirió aturdirse con la embriaguez. Esas dos opciones reflejan tanto la desesperación como el anhelo de encontrar un apoyo en la intemperie vital cuando te han desprovisto de lo que más amas. ¿Queda engañarse o queda aturdirse?. Linklater traza con precisión cómo por unos días, entre las sensaciones nubladas y apagadas, entre las sombras de la melancolía que pugnan por atrapar tu ánimo, se propulsa el impulso de vida a través de la conexión entre tres amigos que se reencuentran, y se cuestionan y ríen y comparten. Por un instante conectas, y disciernes que el fundamento de la vida está en lograr que esa conexión dure lo más posible para no acabar enterrándote en vida. El excelente plano general, con el que concluye la narración, condensa esa tensión irresuelta, como permanente ejercicio de funambulismo, entre la cálida ilusión de conexión y la intemperie de la realidad.
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