lunes, 13 de febrero de 2017
La chica desconocida
No se sabía su nombre, quién era, de dónde provenía. Sólo su cuerpo representaba algo, un pasajero alivio. Su cuerpo está muerto, pero ella no lo está, sino no seguiría en la mente de quienes no pueden olvidarla, aunque sea sólo por remordimientos. En 'La chica desconocida' (La fille inconnue, 2016), de Luc y Jean Pierre Dardenne, Jenny (Adele Hanael) se esfuerza en averiguar quién era esa mujer negra que murió en las cercanías de su consulta médica porque no quiso abrir la puerta cuando demandó su asistencia. Y no lo hizo por un necio orgullo que la amarga. Instruía a un estudiante y no quiso que este tomara el control cuando quiso atender a quien llamaba a la puerta. Jenny le había instruido sobre cómo debía evitar que las emociones le superaran, porque podía paralizarle en ciertas ocasiones en las que era necesaria una inmediata respuesta de atención médica. Y le instruye sobre cómo no pueden estar disponibles en cualquier momento; cumplen su horario y si atendieran a cualquier hora perderían también los necesarios reflejos médicos. Palabras que no responden a una convicción sino a una vanidad, a una imagen que quiere proyectar. La muerte de esa mujer que no quiso atender, aunque sí lo hubiera hecho si no hubiera estado acompañado, demolerá esos quistes de suficiencia que aún la lastraban en alguien que pretende entregarse con su dedicación a otros.
Por eso, primero, optará por desestimar una mejor posición laboral para seguir atendiendo a pacientes de menor rango. Y, segundo, se empecinará en dotar de nombre, presencia, y pasado, a aquella mujer que solicitó ayuda, y que ya sólo es una imagen que la tortura porque la trató como si fuera nada.
Esa necesidad se acrecienta cuando la policía le informa de que ignoran quién es. Es un mero cuerpo que circulaba en los márgenes, que no parecía tener a nadie que se preocupara por ella. Jenny necesita rectificar su error, necesita enmendar su negación. Aquel cuerpo, al menos, merece un entierro digno. No hay nadie que parezca siquiera preocuparse por su muerte, por lo que ella se preocupa de dotarle de un espacio en la muerte que no sea cualquiera. Para ella no es un vacío, es un cuerpo que merece consideración, aunque ya sea en su muerte. Pero tampoco desiste de dotarla de biografia, de identidad, de nombre. Indaga, interroga a su alrededor si aquel cuerpo era invisible o alguien se había percatado de su presencia, si alguien la podía integrar en el tiempo y en el espacio, si alguien la podía relacionar con algo o alguien.
En su recorrido colisiona con reticencias, miradas elusivas, gestos susceptibles, incluso agresivos. Aquel cuerpo que no era nada parece que abre fisuras de lo que no quiere mostrarse en algunos de los que la rodean. Aquel cuerpo ya ausente incómoda cuando se le intenta dotar de presencia, como si, por extensión, revelara en otros lo que se quiere mantener oculto. Jenny logra averiguar por qué no importaba demasiado cuál era su nombre o de dónde provenía, porque lo fundamental era la relevancia de aquel cuerpo en su entorno. Era un cuerpo que servía para dotar de alivio al deseo, un cuerpo que servía para satisfacer lo que se prefiere mantener entre las sombras. Era simplemente un cuerpo que circulaba para cumplir su función de asistencia. Otro de esos cuerpos que provienen de otros ámbitos, que habitan la precariedad, y que tienen que recurrir para sobrevivir a servir las apetencias de otros. Jenny asiste y cura a sus pacientes, ella también realizaba sus particulares asistencias y curas. Su desaparición al menos no quedará relegada al silencio de los márgenes como muchas otras como ella, porque aunque su llamada de auxilio no fuera atendida sí logró suscitar el remordimiento que puso en movimiento una mirada que sí quiso preguntarse quién era aquel cuerpo que había ignorado por preocuparse más de sí misma, de su vano orgullo.
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