lunes, 13 de febrero de 2017
Después del amor
Un día, aquel que amaste te exaspera y pone de los nervios. Un día, la presencia de aquel con quien soñaste compartir una vida, es una presencia molesta, incordiante. Un día, la convivencia es turbulencias, sofoco, crispación. Un día, aquel a quien considerabas todo, es nada que quieres expulsar de tu vida como si fuera ya una excrecencia. Un día, la armonía del afecto es lucha económica encarnizada. Los residuos de la relación, las cenizas del afecto lesionado, los estertores de lo que ya nunca será, son despojos transmutados en piezas de un botín por cuya provisión de repartición se batalla. Desvanecido el amor, queda sólo la economía, como los huesos de un cadáver ya desprovisto de carne. Se dirige la mirada atrás, al cuerpo descompuesto, y se gradúa la participación e inversión de cada uno en los gastos del armazón que se desmonta. No importa ya tanto quien quiso más, sino quien aportó más o menos a la economía de la pareja. Eso también era la relación, suministro financiero, aparte del afectivo. En la excelente 'Después del amor' (La economie du couple, 2016), por ahora, la mejor obra de Joachim Lafosse, Marie (Berenice Bejo) y Boris (Cedric Kahn) aún conviven juntos, pero están en trámite de separación. Su relación se encuentra en un estado suspenso de tránsito que determina una enrarecida convivencia. Es teatro, y es contienda, es silencio tenso de cuerpos que se cruzan y gritos de voluntades que ya dejaron de ser cómplices y descargan su bilis en la discusión de los términos, los de una organización de tiempo, el racionamiento de presencia en el escenario, y los de la repartición de los residuos materiales de un cadáver afectivo. Los primeros los plantea quien quiere ya disolver la relación, como una mancha que eliminar, los segundos aquel que aún no se resigna a desaparecer, y menos como si no sólo fuera ya un cuerpo extraño sino incluso un virus nocivo.
Boris aún permanece en el hogar porque no dispone del dinero suficiente para poder independizarse, para reformar su vida, pero sobre todo porque no comparte los términos de la repartición. Su permanencia, o encostramiento, en el hogar desintegrado no deja de ser un asedio desde dentro para abandonarlo en las condiciones más ventajosas para él. Aunque no deja de palpitar en ese pulso turbio, de contenida violencia, el despecho y la frustración que, en ocasiones, asoma en miradas esquinadas o furtivas: La rabia de que esa relación concluyera, la rabia de verse despreciado como una presencia que se siente como una adherencia contaminante que se resiste a desaparecer. Una reunión con amigos comunes se convierte en escenario para liberar las lágrimas de desconcierto y desazón o las invectivas purulentas de la amargura. Las hijas gemelas son el apoyo para mantenerse firme en el escenario de la contienda, también fugaz espita de liberación, y trampolín para quizá reanimar el cadáver de lo que ya no será. El hogar es un campo de batalla que se carga con energías retenidas, y puntuales explosiones, que salpican a las hijas, espectadoras de un conflicto que piensan que sólo sea provisional y sea rectificado por la oportuna coreografía que recomponga el escenario tras unos espasmos de disensión. No imaginan que las botas deportivas que necesitan se conviertan en objeto simbólico de un forcejeo más, en otra competición que es pulso desquiciado: quien compra antes que el que había prometido que lo haría a la hija, para escupir otro reproche de resentimiento, quien las pierde como quien devuelve un golpe.
Compiten y batallan por las posesiones materiales, por los objetos y las pertenencias que componían el escenario que se desmorona. Discuten hasta por el valor de las reformas que realizó él en el hogar, como si ella no le diera valor alguno, como al fin y al cabo no desea que esa relación se reavive, a diferencia de él que sí desea en el fondo que se reforme lo que está deteriorado. Por eso, ella se niega a que él reforme la casa que ha heredado de su padre, pese a la insistencia de su madre. Más allá de cuestiones prácticas, el dinero que le reportaría a él para conseguir abandonar el hogar aún compartido, no deja de ser un gesto simbólico de negación: No quiere que él reforme nada que tenga que ver con su vida. Ella se queda con el hogar, y él tiene que quedarse fuera. Él ya no es parte de su vida, es más bien un parásito, un lastre, una turbulencia que la atormenta. Él combate por los más ventajosos términos económicos del cadáver afectivo, pero su consecución no será sino un sombrío premio de consolación para quien es irremisiblemente derrotado y extirpado.
Una de las mejores películas estrenadas el año pasado.
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