viernes, 15 de julio de 2016
La vida de Pi
Pongamos que su nombre sea Pi, el de una constante matemática, o la contracción de la palabra piscina. Lo primero no le exime de verse expuesto al caos. De todos modos, la constante está constituida de una sucesión aleatoria de números. Lo constante y lo aleatorio se conjugan, o se confunden. Aunque el ser humano ha insistido en separarlos como un duelo permanente. Pi es un número irracional y trascendente. La criatura humana no deja de forcejear entre lo racional y lo irracional. Los impulsos, los instintos, no carecen de garras ni de colmillos. La furia puede desplegarse como la voracidad de un tigre. La criatura humana, también, no deja de buscar la trascendencia. Su necesidad de divinidades no deja de reflejar el conjuro de su sentimiento de nimiedad, de su impotencia, de su desamparo ante el oleaje y mareas de acontecimientos y la constitución de la misma estructura de la vida: tiene un fin inapelable, y se ignora cuál será su continuación. La serie de decimales de pi conecta con el infinito en lo infinitesimal, pero la conclusión de la vida suscita la sensación de interrupción y termino, de limitación. El ser humano no deja de forcejear con los límites, a la vez que los implanta y crea para instituir un sentimiento de seguridad y certeza. También refleja sus ansias de dominio sobre las circunstancias y voluntades de los otros. Ser un número trascendente también implica sentirse singularidad, y alimenta la ilusión de inmunidad. Lo segundo no deja de indicar que su suficiencia no le exime de sentirse expuesto y naufragar en sus propósitos. La realidad no es una piscina que delimita y controla, una periferia que traza y rige. La misma palabra Pi proviene de la inicial de las palabras de origen griego periferia y perímetro. No hay manera de mantener el perímetro inalterable, en un momento u otro será vulnerado. No se puede encerrar la realidad en los propios designios, en el diseño que queremos implantar e instituir. Pi es la razón entre la longitud y el diámetro de un círculo. Y al mismo tiempo evidencia lo irresoluble de la cuadratura del círculo: las fisuras son inevitables, e imprevisibles.
En 'La vida de Pi' (Life of Pi, 2012), de Ang Lee, el narrador, Pi, ya adulto (Irrfan Khan), señala al oyente de su relato, un escritor (Rafe Spall), que los avatares que narrará le harán apuntalar su creencia en Dios, pero lo que evidencia es su condición de invención, o la necesidad de la ficción de toda figura divina creada por el hombre (no hay divinidades que crean al ser humano sino a la inversa). La figura divina responde a la necesidad de dotar de estructura a la vida, a su condición y trayecto, para no sentir que se está meramente expuesto a la intemperie de los elementos, a la aleatoriedad. O la constante es la aleatoriedad. La estructura está constituida de cimientos móviles, escurridizos, inciertos, una naturaleza líquida como el fondo no discernible del oceano. El personaje, Pi, en su juventud (Suraj Sharma), no deja de buscar en todas las diversas religiosas instituidas esa figura divina que amar, que no deja de ser la necesidad de buscar el firme cimiento. Varían las versiones pero no deja de ser parecido relato, o parecida funcionalidad. Pero este, la película, la vida, es un relato sobre pérdidas, renuncias, y despedidas que no se logran realizar. Siempre quedará un fleco suelto, algo pendiente, inconcluso. La vida se interrumpe, como los sueños pueden no realizarse. Estamos expuestos a los naufragios, a la pérdida de los que amamos, a las relaciones soñadas que no se materializan, y a las relaciones que se deterioran o terminan, a los accidentes de la vida que la pueden incluso arrancar de cuajo, a la misma tormenta de nuestros impulsos e instintos. Nuestra voluntad forcejea para sobrevivir, para adaptarse a la circunstancia, aunque sea la más adversa, brega consigo mismo, con sus propias garras y colmillos. Y configura relatos, que pueden ser discernimiento o amortiguación. La misma idea o versión de la divinidad que configuras corresponde al relato que prefieras establecer sobre la propia constitución de la realidad, de la vida.
En este sentido la conclusión de la película no se desliza en la sugerencia de la ambigüedad como Yann Mantell en la novela adaptada. Cuando el narrador aporta la otra versión, queda manifiesto cuál versión es la real: Como lúcida paradoja, la versión no visualizada, la segunda, es la real. Claro que la versión visualizada, la que centra el relato, no sólo es la versión que busca atemperar la desolación de la vivencia, sino que además intenta extraer aprendizaje. La fábula es el relato simbólico que transforma el caos y la manifestación del horror (de la capacidad ilimitada del ser humano de generar horror e infligir daño) en un proceso y trayecto de conocimiento. La vivencia se conjuga con la reflexión en su misma constitución simbólica. Libera el veneno que se empoza en las entrañas, se confronta con sus propias garras y colmillos, las que pueden brotar de la desesperación, la impotencia y la frustración, aunque nunca podrá liberar de una abrasión que será permanente: el dolor de no lograr despedirse de aquellos que se ama, aquellos con los que se compartió intimimamente el viaje de la vida, porque a veces los viajes de que se constituye la vida, las diferentes relaciones, se interrumpen cuando menos lo esperas. La desaparición del tigre, la criatura con la que ha compartido 227 días en un bote en el mar, cuando entra en la selva sin echar una mirada atrás al joven Pi, no deja de reflejar la pesadumbre que nunca desaparecerá en las entrañas de Pi: no haberse despedido de sus padres o hermano, muertos durante el naufragio o después, en el caso de la madre, asesinada por uno de los supervivientes con quien compartió bote.
Pi no quiere relatar lo que sería describir un hecho, cómo el cocinero del barco mató a los otros dos supervivientes, un marinero y su madre, para poder alimentarse de sus cuerpos. Prefiere transfigurar el hecho para convertirse en reflexión sobre la naturaleza humana, la naturaleza accidentada de la realidad, y sobre sí mismo, sobre cómo supero aquel acontecimiento, aquel naufragio interior vital. Cómo forcejeó con el tigre en su interior, cómo de él extrajo fuerza, y cómo no dejó que le dominara. Crear un relato nos acerca a la constitución de divinidad, se enuncia y configura una realidad, pero lo indeterminado puede constituirse en determinado, la realidad, según la tendencia al autoengaño o a la necesidad de convertir la realidad en espejo de la propia voluntad. Y la ficción queda impresa como realidad. Pero si en la mirada vibran las lágrimas, como en la mirada de Pi ya adulto, implica que la mirada sabe que la realidad está inapelablemente constituida de fisuras, de pérdidas, renuncias y despedidas que no podrá realizarse. En cualquier instante, un naufragio nos puede indicar cómo no somos nadie. Y superarlo no nos convierte en dioses, como no depende de intervenciones divinas. Frente a la constante de la aleatoriedad es la determinación la que mantiene el pulso para que la derrota no se convierta en deriva sino en singladura que conduce a los diferentes puertos, y otras relaciones, que configuren el trayecto de cada vida.
Mychael Danna compuso una bellísima banda sonora para esta notable obra.
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