sábado, 16 de julio de 2016
Cena a medianoche
Hay quien teme tanto los naufragios que los genera. Como los que propician los ciegos celos del compulsivo controlador que habita y configura enajenado la realidad como un escenario cuyo guión debe cumplimentarse por los otros, las personas que dicen amar, con las correspondientes réplicas complacientes. El celoso crónico es un agónico director de escena que desespera porque la realidad no se ajustara nunca a su voluntad, pero no deja de forcejear por conseguir su propósito, como un resorte desbocado. Hay quien teme tanto que haya otra persona en la vida de quien dice amar, alguien que centre su mirada, que consigue que esa mirada huya. Hay quien teme tanto que otra persona haya interferido en su relación, como si la realidad fuera una disputa de voluntades que aspiran al mismo objeto (cosificación del sujeto amado), que es capaz de urdir una escenificación en la que contrate a alguien para que actúe como un supuesto amante, y así consiga que la cautiva que había intentado desasirse de su red vuelva a quedar atrapada por las arenas movedizas de las falsas apariencias inculpadoras. Hay quien vive atrapado de tal modo en la ficción obsesiva de que otra persona ha irrumpido o puede irrumpir en la vida de quien dice amar, como si prevelaciera en su mirada la brecha permanente de un recelo, que propiciará, irónicamente, con la ficción que urde, que alguien, de verdad, irrumpa en la vida de quien dice amar, para rescatarla de la trama urdida, y de una relación que se asfixiaba en el enfermizo cautiverio. Por eso, la narración de 'Cena a medianoche' (History made at night, 1937), del gran Frank Borzage, culminará con la amenaza de un naufragio literal, propiciado por el hombre celoso, para impedir la felicidad de quienes sí se aman. Porque el armador Bruce Vail (Colin Clive) no es un hombre que ame a su esposa Irene (Jean Arhur). Para él esta es una 'representación', una posesión, un objeto de lujo que le dota de distinción. Y la asfixia en la estrecha vitrina a la que parece querer reducirla porque piensa en todo momento que hay otro hombre en su vida, alguien que vulnera la vitrina resquebrajándola.
Cuando ella intenta liberarse, y cortar la relación, él paga a su chófer para que se haga pasar por su amante, en una escenificación cuyo guión pretende que sean sorprendidos por el propio marido. Pero la escenificación se frustra cuando irrumpe alguien imprevisto, Paul (Charles Boyer), alguien que observa, desde el balcón, a Irene y al chófer forcejear. Irrumpe y golpea al chófer, dejándolo inconsciente, y con la irrupción prevista del marido se hace pasar por un ladrón que secuestra a Irene. No deja de ser irónico que el actor que encarna al celoso interpretara al doctor Frankenstein en la obra de James Whale de 1931. Como armador de barcos, también pretende modelar su criatura, o la realidad en la que pretende encajonarla, pretende armar su realidad como los barcos que construye. La realidad debe ajustarse a sus diseños y previsiones. Es un armador de realidades. El mismo barco que intentará hundir al final, en el que viajan los enamorados, cómplices en su amor, Irene y Paul, se llama como su esposa 'Irene'. Evidencia, por reflejo, de que es una cosa u objeto, una posesión modelada. Si no está con él, sino con otro, por lo tanto en otro escenario que no controla, tiene que hundirla como sea. Paul, en cambio, es un hombre generoso, y así le definen las acciones. No duda en entrar por la ventana para ayudar a la mujer que necesita apoyo. Le proporciona el tiempo necesario para que piense cómo puede reconfigurar la situación, cuando vuelva, tras el falso secuestro y robo (escenificación como réplica a otra escenificación). Y, entretanto, le invita a cenar en un restaurante en el que es el maitre, en el que bailan al son de los acordes de unos músicos que no dudan en tocar fuera de horario gracias a la inspiración y motivación de las burbujas del champán. Con la embriaguez y el júbilo se pierde la noción del tiempo, o ya es otro que se expande y estira, como el que sienten Irene y Paul que se genera entre ambos.
Pero el amor que se gesta no deja de ser amenazado por la mezquindad de quien quiere aprisionar al objeto que quiere poseer. Vail (veil es velo: los velos de la mente dominan a este personaje, como no deja de dotar de velos a la percepción de la realidad siempre para su conveniencia) urde otra falsa apariencia, mata al chofer para hacer creer a Irene que fue muerto accidentalmente por el golpe de Paul, otra estrategia para que permanezca a su lado como cautiva. Pero Paul sabe lo que ella siente, por lo que no duda en actuar, y cruza al océano, acompañado de su amigo, el cocinero Cesar (Leo Carrillo), para encontrarla en Nueva York. Y utiliza sus recursos para desafiar al azar. Con decisión convence al dueño de su restaurante para que contrate su talento para mejorar la incompetencia de quienes llevan el servicio en el restaurante. Paul es servicial, atento y determinado, en un restaurante y en el amor. Una mesa, con número de pares, 22, siempre queda libre a la espera de que cualquier día aparezca ella para ocuparla. También las sombras, dada su frontalidad, amenazan con hacer naufragar su confianza, cuando ella aparezca con su marido. En principio, interpreta la risa de ella como irrisión hacia él cuando ella ríe de felicidad porque temía que el supuesto asesino que habían detenido en Francia era Paul. Pero no se gesta una relación si no son los dos determinados, y ella logra pronto esclarecer el equívoco tomando una iniciativa que implica de nuevo desasirse de quien pretende mantenerla cautiva con amenazas y chantajes emocionales.
Las secuencias finales en el barco, que ocupan el último cuarto de hora de la narración, cuando está a punto de naufragar, tras colisionar con un iceberg, por la presión que ejerce Vail al capitán para que incremente la velocidad pese a la bruma y la amenaza de icebergs, son un bello condensado de intensidad que alcanza la condición de exultante catarsis. El hombre ciego de celos, que vivía entre los humos de sus temores y proyecciones, se suicidará con un disparo, por la posible catástrofe que ha propiciado. Su muerte se da en fuera de campo, coherente con quien vivía apresado en la cadena perpetua de sentir el fuera de campo de los otros como una constante amenaza para su relación (escenario). No se ve la acción terminal de quien vivía entre ficciones que le dominaban y que urdía, sino su pantalla (y su reflejo), el retrato de Irene, bajo el cual hay una maqueta del barco. El humo se expande en el encuadre, como la cortina o velo de humo que dominaba la mente de Vail Mientras, los amantes continuarán navegando con su amor cómplice.
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