sábado, 12 de septiembre de 2015
Heimat - La otra tierra
Los sueños se pueden convertir en una reclusión cuando la vida alrededor se configura como el paisaje del que anhelabas huir, cuando las figuras que la conforman no son las que anhelabas que fueran el centro del escenario de tu realidad. Soñabas con otras tierras, con otros rostros, y tu vida se queda enganchada a la maquina de la que no querías ser ser un engranaje más. En las secuencias iniciales de las exquisitas tres horas y cuarenta minutos de 'Heimat – La otra tierra' (Die ander Heimat, 2014), de Edgar Reitz, se asienta la extrañeza a través de los sutiles deslizamientos de la cámara, conjugada con una permanente profundidad de campo, como reflejo de una narración que oscila entre lo que es y lo que podría ser. Movimiento y amplitud de miras en consonancia con la mente soñadora de un cuerpo extraño dentro de ese pueblo (ficticio) de la zona rural de Schabbach en 1843, la mente del joven Jacob, alguien inclinado al conocimiento, a la lectura (lo que provoca el rechazo del padre, forjador, hombre de máquinas), alguien que domina otras lenguas, no sólo el español o el inglés, sino dialectos o lenguas indígenas de Suramerica, en concreto de Brasil donde sueña con viajar y establecerse. Esa otra lengua es su contraseña para acceder a esa otra tierra, esa otra realidad que quiere configurar, y Jettchen (Antonia Bill) es la joven del pueblo con quien quiere configurar la complicidad que edifique de modo conjunto, con los nexos deseados, la realidad propia. El concepto de Heimat hace referencia al lugar de pertenencia. Jakob busca su lugar propio, y lo sueña en la distancia.
Pero la proyección de los sueños es como la irrupción anómala de un cometa que surca el cielo, los sueños se interrumpen aunque queden espasmos, como los intermitentes brotes de color dentro de los planos en blanco y negro, el verde para los que esos indígenas brasileños tienen múltiples nombres y que se asocian con su amor por Jettchen, el azul sea en los campos en flor que admira su enferma madre o en la pared de su hogar en relación a la pantalla del cielo sentimental que no logrará ver, o los dorados de la fragua, de las herraduras en los caballos, o los disparos de los soldados. Herraduras para una vida que no es la que se desea, porque se quiere galopar en otras distancias. Fogonazos de quienes impiden que los sueños, colectivos o individuales, se realicen. En una misma noche se conjugará la decepción individual, cuando es testigo de cómo se tuerce el verde sendero de sus sueños amorosos, y la frustración colectiva, cuando la rebelión frente a la imposición de los poderosos, la aristocracia y sus designios, se anule con la detención de quien incitó a la sublevación. Los que sueñan, los que se oponen, se quedan solos, y quedan abocados a la reclusión. Los colectivos siguen con sus rutinas maquinales de costumbre.
Jacob no deja de colisionarse contra el fondo del paisaje como si aquella profundidad de campo fuera engañosa. Parece que, paradoja, quien tenía alma de máquina, o cuyo horizonte eran los surcos de la propia tierra, sea quien abandone ese pueblo, o incluso quien sea el que disfrute del rostro que se amaba y se anhelaba ver como el horizonte de cada día. Las otras tierras se quedan en sueño, del que se prefiere ya huir como si se deseara esa reclusión que parecía forzada, como cuando la mirada exploradora, la de Humboldt (Werner Herzog), visita el pueblo para mostrar su admiración por la mente inventora y única de Jakob, quien parece preferir, o realizar el desplazamiento inverso de Truman, en 'El show de Truman' (1998), de Peter Weir. No puede escapar, no puede viajar, así que opta por asumir la reclusión, por perfeccionar incluso las máquinas que utiliza su padre, como quien voluntariamente aprieta aún más las cadenas, aunque parezca el escaso resquicio que queda para la expresión de su singular imaginación, ya prisionera en una vida reducida, conforme, resignada. Y el rostro que contemplará será el de aquella que precisamente amaba a quien usurpó y convirtió el rostro de su amada en distancia.
Los movimientos, como los brotes de color, se convierten en pálpito de vida, versos que se sublevan frente a la aridez de las inmensas llanuras o los estragos de la máquina que explota el interior de los sueños. Los movimientos que se elevan sobre los campos, y recorren las altas hierbas, entre las que los cuerpos expresan su anhelo de desnudez y vibración de sentidos expandidos, como un amago de despegue que nunca llega a culminarse, o el que se modula entre las estancias del interior del hogar al son del hilar, movimiento que se detiene cuando se detiene la vida de quien hilaba. Jacob se dedicará a estudiar las lenguas que nunca escuchará en aquellas otras tierras con las que soñaba. Jacob leerá las cartas de quien gozará de la presencia de la mujer con la que soñaba. La cámara se alza sobre él en el último plano, y se dirige hacia el cielo, mientras su mirada permanece anclada al ras de suelo ante la tumba de su madre.
Esta excelente obra se estrena el próximo 18 de septiembre
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