viernes, 11 de septiembre de 2015
La visita
Quizá que nos restrieguen el rostro con un pañal rebosante de excrementos de un anciano sea lo necesario para despertar esta sociedad apoltronada en las apariencias y la imagen, el fingimiento y los resentimientos ocultos, en la que la vejez, el cuerpo deteriorado por el paso del tiempo, sigue siendo una realidad que se prefiere mantener en los márgenes o en los sótanos. M Night Shyalaman nos visita de nuevo para rociarnos con una oportuna dosis de corrosivo con 'La visita' (The visit, 2015). Dado que a él le han lanzado tanto excrementos en forma de crítica con ensañamiento contra sus últimas películas no deja de ser una merecida respuesta. Shyalaman traza otro relato sobre la proyección de los fantasmas interiores, sobre las emociones irresueltas, como en sus espléndidas seis primeras obras. Sobre otra infección emocional de nuestra sociedad: el relato es la inversión siniestra de lo que negamos en nuestras proyecciones en la pantalla de las apariencias: en los sótanos hiede la enajenación. La sociedad, y las familias son su célula básica y representativa, se edifica sobre rivalidades, rencores, violencias contenidas, muchas veces bajo sonrisas, en otros casos con distancias interpuestas. Una hija, Paula (Kathryn Hahn), no se habla desde hace quince años con sus padres. No explicita a sus hijos, Rebeca (Olivia DeJonge) y Tyler (Ed Oxenbould) el grave suceso de confrontación que determinó ese distanciamiento, pero lo cierto es que el rencor anida en ella. Pero lo mismo pasa con sus dos hijos con respecto al padre que les abandonó. Rebeca y Ed visitan durante una semana a su abuelos maternos, Doris (Deanna Dunagan, admirable reina de la función) y John (Peter McRobbie), y Rebeca tiene la pretensión de conseguir la conciliación entre una y otros. Pero no será una visita que transcurra dentro de los parametros previstos.
No prevén que la primera noche vean a su abuela proyectando chorretones de vómito, que la segunda les persiga con carcajada de lunática por los bajos de la casa con su cabellera cubriéndole el rostro como un espectro de una película japonesa, que la segunda noche la encuentren desnuda arañando las puertas del piso o la tercera arrastrándose o moviéndose por una posesa por el pasillo, o que, sentada en su mecedora, la encuentren riendo sola, mirando a la pared, como si fuera la encarnación del cadáver de la madre de Norman Bates en el sótano de 'Psicosis' (1960), de Alfred Hitchcock. Ni que su abuelo acumule pañales repletos de excrementos o que se abalance sobre un transeúnte porque no le guste su actitud. Los cuerpos se evidencian en su degradación y deterioro, se evidencian como materia orgánica que se hace desecho, como transgresión de la cultura del simulacro en la que nos hemos convertidos, como seres escénicos pendientes de una cámara (en móviles, portatiles). Shyalaman combina al respecto los eficaces momentos de terror con un humor irreverente que evidencia nuestro absurdo social por contraste. En detalles como el par de personajes que remarcan que han sido actores cuando advierten la cámara que porta Rebeca.
Y sobre todo en el uso narrativo de la cámara en mano, un recurso que ya parecía agotado, sobre todo en el cine de terror, por recurrente hasta la exasperación, y al que Shyalaman dota de renovada pertinencia por su utilización irónica en esta aguda comedia siniestra. En primera instancia con respecto al mismo género anquilosado en convenciones, como ese mismo recurso formal, y sobre todo con respecto a esta sociedad que parece ya enganchada al ojo de una cámara, que todo lo graba o lo fotografía, y siempre para afianzar las apariencias convenientes o favorecedoras, para dotar a cualquier momento, a lo ordinario, de la condición o sensación de acontecimiento (la realidad una película), y cada uno un actor protagonista escénico de la realidad (mordaces comentarios sobre la relación mediatizada con la realidad en los que también incide 'Mientras seamos jóvenes', de Noah Baumbach). Y la vejez es lo que menos se desea visibilizar, la corrupción de los cuerpos, su deterioro, como el de las mismas mentes cuando la senilidad mina nuestras capacidades. Es un 'germen' (reflejado en el exacerbado rechazo hipocondríaco de Tyler a los gérmenes). Y esa compuerta se abre, como si la realidad se sorprendiera tras los focos con los que se la disimula.
Shyalaman invierte las convenciones, las de un género enquistado en la rutina (ejemplo reciente: 'Extinction', de Miguel Ángel Vivas; excepciones: 'It follows', de David Robert Mitchell o los cortometrajes de David Raboy, 'The giant' o 'Beach week')); las de las reuniones familiares, y sus atrofias en lo que no se comparte o no se expresa, en las violencias, explicitas o contenidas, y arremete contra la ya malsana dependencia de las pantallas que constituye toda vivencia en escenificación. Las miradas están mediatizadas, y las emociones atascadas. Hace unos años se realizó otra demostración de esa mezquina tendencia de quienes entierran con saña entre excrementos a un cineasta antes admirado. Por mucho que se considerara que sus dos, o para otros, cuatro últimas obras carecieran del interés de las primeras resultó miserablemente desorbitado su fusilamiento (ya se sabe que esta sociedad te define por lo último que has hecho, y esa mancha se superpone sobre cualquier previo logro). 'La visita' quizá no esté a la altura de sus grandes obras, sus cuatro primeras películas, pero resulta no sólo una estimulante obra sino un revulsivo para un género en horas muy bajas, y para una sociedad que necesita que le restrieguen un pañal rebosante de excrementos de anciano por la cara. A ver si así deja de mirar tanto las pantallas o de mirarse tanto a través de las cámaras con las que se graba.
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