martes, 11 de noviembre de 2014
El delito de Giovanni Episcopo
El delito de Giovanni Episcopo (Aldo Fabrizi) que la ley no contempla es el de dejarse humillar, por no saber vivir la vida. El delito de Giovanni Episcopo que la ley sí contempla es el resultado de una tardía reacción, desesperada, atropellada, por no haber sabido reaccionar cuando debía, que implica también la propia destrucción. En la extraordinaria secuencia de apertura de 'El delito de Giovanni Episcopo' (Il delitto di Giovanni Episcopo, 1947), de Alberto Lattuada, se condensan veintidos años de vida de días repetidos, de vida archivada, de vida no presente, de acciones ritualizadas. La vida de Giovanni se ha centrado, enquistado, recluido, en su labor de archivero, complementada con las mismas acciones a la misma hora cada día, como el café que toma en el mismo lugar cada vez que vuelve al trabajo. Los espacios por los que transita, las figuras que saluda, no varían. El enfoque expresivo de este montaje secuencial anticipa el de esas secuencias recurrentes en el cine de Federico Fellini, adaptador de la novela de Gabriele D'Annuncio, junto a Fabrizi, Lattuada, Susso Cecchi D'Amico y Piero Tellini, en donde la cámara se desplaza presentando espacios y personajes que miran e incluso saludan a cámara. La cámara, en esta secuencia inicial, adopta la perspectiva de Giovanni, la perspectiva de toda una vida, lo que sus ojos han visto día tras día como si transitara una cinta corredera. Su voz en off nos relatará, con fúnebre gravedad (que sugiere una trágica conclusión), los sucesos que condujeron a que cometiera un delito.
Dos figuras dominarán la narración. Dos figuras dominarán a Giovanni. En la primera parte, Wanzer (Roldano Lupi), un canalla que, conocedor de los ingentes ahorros que tiene Giovanni, le seducirá con los cantos de sirena de su conocimiento de lo que es saber vivir (ese mezquino mundo disoluto de bon vivants o vitellonis de partidas de cartas, lupanares, alcohol y superficial hedonismo; ese que, por aburrimiento y vacío, propicia bromas miserables como la que efectúan otros arrogantes provincianos, los protagonistas de 'Calle Mayor', 1956,de Juan Antonio Bardem). Sabedor de las carencias de experiencia vital de Giovanni, y de su hambre de vivir (y de ansia de sentirse relevante: el ofuscador espejo de la vanidad), extraerá de él todo el dinero que puede. Un golpe en su cabeza, por un vaso que lanzaba Wanzer a otro (aspirante a canalla, Doberti, Alberto Sordi) dejará una cicatriz en su frente, como si fuera la marca de apropiación y posesión de un manipulador sin ningún escrúpulo.
En la segunda parte, será dominado por Ginevra (Yvonne Saxon), su sueño romántico, desconocedor de que era amante, y cómplice en engaño, de Wanzer (el reverso siniestro de Lancelot; como Giovanni es un rey Arturo sin reino que incluso tiene que trabajar de barrendero para mantener a su familia), a la que incluso pedirá en matrimonio, y con la que tendrá un hijo. La revelación de tal hecho, en una demoledora secuencia, impedirá que su arrebato desesperado, al sentirse estafado y burlado por Ginevra, derive en una reacción extrema irreparable; su paseo por la casi vacía ciudad es el via crucis que anuncia que esa reacción irreparable sólo se suspende por un tiempo. Cuando por fin se realiza, se resalta el filo, no el rostro de quien se mata, porque el filo no tiene rostro, ni la desesperación ni la furia. En la última secuencia, la cámara recupera la perspectiva de Giovanni cuando confronta sus actos ante la ley. Pero en este caso, constata su desaparición.
Se ve una película muy amarga. Con esa desesperanzada poesía del gran cine. El hombre humillado, invisible cuando obedece, criminal cuando se alza, es un tema no solo estético. Es un reflejo de una dominación -por usar tus palabras- y una alienación que vacían a la persona convirtiéndole en un mecanismo social
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