miércoles, 29 de febrero de 2012

Capricho imperial

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‎'Capricho imperial' (1934), de Josef Von Sternberg, quizá sea (con permiso de David Lynch) el delirio, o la alucinación hecha celuloide, más coherente que recuerdo haber visto en una pantalla. En ocasiones me preguntaba si estaba viendo una comedia, tan absurda como grotesca, pero como quien lo hace con el gesto imperturbable y sin despeinarse, pero suscita una carcajada frenética, o si presencia una siniestra película de terror, esas que te congelan la sonrisa cuando más confiado estabas. Quizá por eso el dilema inicial tiene que ver con las sonrisas, ya que la dentadura de la jovencita Sofia Frederica, hija de un príncipe alemán, debe portar un aparato dental. Claro que no hay muchos motivos, en aquellos tiempos (estamos en 1744) para reirse. La elipsis del paso, en la que se convertirá en una adolescente, ya encarnada por Marlene Dietrich, vendrá dada por una sucesión imágenes violentas, de masacres, torturas, ajusticiamientos ( incluidas mujeres crucificadas, con el pecho desnudo; fue la última obra de uno de los grandes Estudios, Paramount, antes de entrar en acción el Código Hays),alternado con planos de la niña en su patio, deluz resplandenciente, columpiándose, de niña a adolescente, siendo el último plano alternao el sobrecogedor de un cuerpo utilizado como badajo en una gran campana. Los contrastes ya están establecidos. Esa exagerada luz esplendorosa con las tenebrosas sombras quehan dominao ese febril montaje secuencial. Esa exageración está también cincelada en la expresión de Sofía en estos pasajes adolscentes,unos ojos abiertos como platos, y el gesto de la boca siempre de forma de ohhhhh de asombro. De entrada porque ha sido elegida como la futura esposa del heredero del trono ruso, el hijo de la emperadora Elizabeth, el gran duque Peter (Sam Jaffe), con el que sin conocer sueña como la encarnación del príncipe azul,aunque durante el viaje de siete semanas quedará prendada del conde Alexei (John Lodge).
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En la corte rusa, la emperatriz le cambiará el nombre, ahora será Catherine. Los contrastes se suceden: el doctor, con una gran peluca,hunde su rostro en su pecho, para auscultarla, y cuando se incorpora su cabeza está coronada con una gran calva; Catherine le devuelve la gran peluca sacánola de su pecho ( todo sin ningún enfasis de planificación ni gestualidad). El espacio no puede ser más tétrico, como la mansión de un no muerto de un castillo gótico: las estancias están dominadas por estatuas que asemejan a gárgolas de contorsionados gestos; las enormes puertas son tan pesadas que deben ser abiertas con sumo esfuerzo por varias personas, y el corolario es la transtornada expresión del gran Duque Peter, que no sólo es que no sea precisamente bello es que posee la expresión más febrilmente contorsionada de todos, con unos cabellos blanquecinos erizados como si fueran los de la medusa que paraliza con su mirada. La cándida inocencia del ohhh de asombro se enfrenta al desquiciamento de lo abyecto desatado, el de quien es capaz, por divertirse,de disparar desde su terraza a sus propios hombres ( y admirable la secuencia en la que un sacerdote recorre, pidiendo limosna, la mesa en la que están Catherine, los oficiales y cortesanos, que le dan joyas para los pobres, y llega al zar Peter,que le abofetea diciendo que no hay pobres en su país).
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Cuando Catherine además ve que el hombre del que se había quedado prendada, Alexei, también es amante de la emperatriz, decide tomar las rienas de su vida, convertir su mirada en procaz y mordaz determinación, y enfrentarse a los que le rodean, coleccionando amantes entre los oficiales de su ejercito que se convertirán en fieles seguidores,que ella misma encabezará,antes de que el ya zar, Peter III, acabe con su vida, cuando realice el golpe que supondrá su derrocamiento. La cruz también aparecerá en la muerte de quien ha encarnado el grado extremo de la vesanía, cuando sea ajusticiado por uno de los oficiales, ocultado el acto tras una gran cruz en primer término, mientras los brazos del zar se extienden a los lados en el momento de morir como si formaran una segunda cruz. La expresión ahora exultante de Catherine clausura esta singular obra que, por otro lado, pone en cuestión aquel lugar común de que a principios del sonoro prmimó cierto acartonamiento en las películas, aunque obras de Mamoulian, Lang, Borzage o Dreyer lo desmientan, pero probablemente no puede haber obra que lo contradiga con más intensidad. 'Capricho imperial'parece trazada con aquel impulso exuberante de las grandes obras del cine mudo, ya no sólo por los recurrentes textos como intertítulos, sino su fébril narrativa, los citados montajes secuenciales, el asombroso trabajo con las luces y la sombras cortesía de Bert Glennon, sus estilizadas composiciones (ese primer plano del rostro de Alexei, y tras él uno de los rostros de esas gárgolas, con cuernos, que queda en el encuadre elocuentemente, cuando el rostro de Alexei sale de cuadro), sin olvidar ese fantástico (en toda su amplitud) despliegue de singular vestuario. 'Capricho imperial' es pura embriaguez, celebración del artificio, aparente desbocamiento guiado por las firmes riendas de la inventiva del gran Von Sternberg.

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