viernes, 15 de noviembre de 2024

Gladiator II

 

Por decir algo positivo de Gladiator II (2024), de Ridley Scott, al menos sus secuencias de acción, de combates o batallas, no resultan confusas como sí era el caso en Gladiator (2000), del mismo Scott, la cual parecía infectada por aquella tendencia o aquel virus narrativo y visual, bajo el influjo de la MTV, que se caracterizaba por un montaje atropellado, como si esa fuera la mejor manera de dinamizar un ritmo, esto es, meramente acelerar el montaje con planos más breves, como un montaje percutante. La cuestión era fragmentar lo más posible la narración de las acciones, como adolescentes en estado orgásmico ante una mesa de edición de video. Corroboraba la impresión, una vez más, en aquella infausta última década de Ridley Scott, de que, desde Blade runner (1982), se había convertido en un emulo de su propio hermano, Tony, y volvía a suscitar la interrogante de qué había sido del cineasta que había hecho tanto Blade runner como Alien (1979). Desde Gladiator, su carrera no ha deparado ninguna gran obra, pero, al menos sí algunas apreciables, como Los impostores (2003), El reino de los cielos (2005), American gangster (2007), e incluso, revisadas, las dos continuaciones de Alien, aunque, aún así, lejos del magisterio de la primera. Sus ultimas producciones, en los últimos diez años, no superan la discreción. Y, por desgracia, Gladiator II no es una excepción. Recurre a componentes dramáticos de la plantilla de Gladiator: El protagonista, Lucius (Paul Mescal), hijo de Maximus (Russell Crowe) y Lucilla (Connie Nielsen), pierde, como su padre, también a la mujer que ama, y la venganza se convierte en motor y propósito de su vida. Su objetivo, el general Marcus Acacius (Pedro Pascal), responsable de la invasión de Numidia, en el Norte de África, y más en concreto, el ataque a la fortaleza en la que combaten Lucius y su esposa, contienda en la que ella perderá la vida. Un acontecimiento que propicia una penosa secuencia onírica, en blanco y negro, en la que Lucius ve cómo su esposa se aleja, y que parece un anuncio de perfume.

Lucius se convertirá en esclavo, y después, tras admirar Macrinus (Denzel Washington), tratante de esclavos, sus aptitudes de combate (contra unos simios), decidirá promocionarle como gladiador. Otro componente que se repite es la caracterización de los dos emperadores, Geta (Joseph Quinn) y Caracalla (Fred Hechinger), como dos desquiciados que pueden competir en trastorno con Comodo (Joaquim Phoenix), en especial, el segundo con su monito de compañía al que no duda en nombrar cónsul. Ambos, desde luego, disfrutan de orgasmos con los combates y la crueldad. Entremedias, una ocurrencia a la que, quizá, podría haberse sacado más jugo, el hecho de que la madre de Lucius, Lucilla (Connie Nielsen), quien, para protegerle, le envío lejos de Roma, tras la muerte de Maximus, cuando tenía doce años, es pareja de Marcus Acacius. Así que Lucius quiere matar a quien ama su madre. Pero aunque no esté mal la secuencia del enfrentamiento entre Lucius y Acacius, carece de potencia emocional, como en general toda la película, porque su trazado dramático no acaba de funcionar, como el tratamiento visual solo se puede calificar de insípido, con esa carencia de color que parece corresponderse con la carencia de color dramático. No deja de ser emblema de esas insuficiencia el mismo protagonista. Mescal es buen actor, pero carece de la presencia o del carisma que poseía Russell Crowe, y que dotaba de fuerza dramática a una película que, en otros apartados no superaba la (atropellada) discreción. Y pasa algo parecido con Pedro Pascal, a cuyo personaje, por otra parte, no se le extrae el potencial de aristas que posee, pues está harto de la guerra, y quiere derrocar a los emperadores. Es una paradoja, interesante, que Lucius quiera matar a quien quiere terminar con la avidez de conquista y violencia de sus emperadores.

El único personaje, y actor, que dota de algo de vida dramática a la narración es el ambicioso Macrinus, ejemplo de quien fue nada, esclavo, y poco a poco ha ido progresando en detentar más posición de poder, y cuya ambición es desatar el caos en Roma para ser emperador (ese caos que exponía con más precisión la excelente La caída del imperio romano, 1964, de Anthony Mann). Conspira de modo artero, y una de sus piezas estratégicas no deja de ser el mismo Lucius, que se puede decir que es su opuesto, como en ocasiones demuestra en la misma Arena del Circo cuando, victorioso, prefiere no matar pese a que los emperadores le han ordenado que lo haga con el consiguiente pulgar para abajo. Las secuencias de acción, como la batalla inicial, o luchas en la Arena, con rinocerontes o tiburones como compañía de los belicosos humanos, están narradas de modo aplicado, pero carecen de la tensión dramática necesaria (y por añadidura, se nota demasiado que los tiburones están generados por ordenador). En otra película reciente, Megalopolis, de Francis Coppola, se usaba al Imperio Romano como metáfora, y no faltaban secuencias que recreaban el Circo Romano, con sus correspondientes combates y carreras de cuádrigas. Megalopolis era también una película fallida, pero al menos suscitaba la simpatía su planteamiento heterodoxo. Aunque descarrilara completamente en su última media hora, tras el atentado que sufría su protagonista, deparaba alguna brillante secuencia entre tanta extravagancia, como el primer beso de la pareja protagonista sobre unas vigas oscilantes en el vacío. Y al menos, su protagonista femenina, Natalie Emmanuel, sí poseía la presencia y el carisma del que carece un esforzado Mescal. De hecho, cuando su personaje casi desaparecía en ese último tramo la narración vagaba a la deriva. Gladiator II, en cambio, se ajusta a unos patrones convencionales pero no hay ninguna secuencia, siquiera, que destaque en su conjunto. Por un momento, ese primer combate de Lucius con los monos parece esbozar lo que pudiera haber sido. Pero no hay rastro de furia, esa que Mucrinus dice detectar como singularidad en Lucius, ni emoción alguna en su posterior desarrollo. No se detecta esa cualidad en Mescal, como si en la magnífica interpretación de Crowe en Gladiator. Mescal aparenta ser más bien un noble bruto que sabe ser el aplicado sostén, cual buen capataz, en momentos de conflicto. Pero su interpretación no empapa de ninguna manera, como si hacía la de Crowe, la narración.

Si se pone el piloto automático se puede uno dejar llevar por la narración de Gladiator II, pero es más bien una narración un tanto desvaída, como suele ser el caso en el cine último de Scott, aunque las batallas fueran la vertiente más apreciable en la anodina Napoleón (2023) y el combate final, en la meramente correcta El último duelo (2021), fuera su pasaje más notable; otra narración con casting erróneo, caso de Matt Damon o Adam Driver, completamente desajustados, como tampoco Driver brillaba en la insulsa Casa de Gucci (2021), en la que chirriaban todos los actores que optaban por usar acento italiano, él mismo, Lady Gaga y sobre todo Jared Leto, mientras los más ajustados eran los que no usaban ese acento, caso de Jeremy Irons y Jack Huston (extraña decisión sin fundamento alguno que unos usen acento y otros no). En suma, Gladiator II carece de la necesaria continuidad, o progresión, dramática, por lo que su conclusión carece de todo poder catártico (a lo que tampoco ayudan ocurrencias ridículas como la manera de resolver que Lucius persiga a caballo a Macrinus, como si todo el mundo alrededor se decidiera a hacerlo propicio). Una poco estimulante conclusión para una narración a la que parece que le hubieran extraído buena parte de su sangre dramática.

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