El buen ladrón (The good thief, 2003) es un estimulante remake de Bob el jugador (Bob le Flambeur, 1955) de Jean Pierre Melville, y no desmerece de su predecesora, precursora de la nouvelle vague. La superficie del relato se hila con los mimbres y patrones del subgénero de atracos: centra buena parte de su metraje en su preparación previa, que comporta tanto el alistamiento de los componentes o cómplices que perpetrarán el atraco como la minuciosa elaboración del plan, el seguimiento de los pormenores de las elucubraciones y estratagemas, y el detallado registro de las piezas del puzzle que conforman el proyecto. Y, ya en el tercer acto o desenlace, asistimos a la materialización de la idea, al contraste entre lo proyectado o planificado y la realidad, ese desafío de enfrentarse a los imprevistos o accidentes que puedan surgir. Pero, más allá de su ajuste a un patrón dramatúrgico y narrativo, en su corazón dramático narra un proceso de superación, o recuperación. La cárcel, de la que no ha salido, y que aún tiene recluido a Bob (un extraordinario Nick Nolte), es la adicción a las drogas, que no es sino el paraíso artificial en el que se alivia para contrarrestar la consciencia de su fracaso vital, tras un largo recorrido de apuestas con la vida, emblematizado en el juego y en el robo, que no han conseguido que salga de un círculo vital en el que sólo subsiste.
Pero si de algo aún no carece Bob es de vitalidad, aunque su empuje aún esté resentido. Es todo un cool man de templada sabiduría, ahora desdibujada con la resignación, algo materializado visualmente en esos brillantes colores saturados del trabajo de color y luz, y en la vivacidad con la que conduce la narrativa Jordan. Un casual cruce de destinos con una inmigrante adolescente, de diecisiete años, Anne (Nutsa Kukhianidze), a la que rescata de su proxeneta, será el imprevisto detonante de su despertar o recuperación vital. Se constituirá en reflejo que le determine a tejer un nuevo proyecto, un nuevo plan de robo que desafíe al azar que hasta ahora ha sido contrario a él. Y el emblema es un casino en el sur de Francia donde discurre la acción. Y como correspondencia con su arte, con su singularidad creativa, los objetos robados, a diferencia de la obra de Melville, serán famosas pinturas guardadas en un edificio contiguo al casino. Correspondencia en la que se puede rastrear una alegoría, por un lado, del creador, en combate autoafirmativo, como figura diferente y singular, frente a un mundo impersonal y que sólo valora el interés mercantil, y del mismo Jordan, pues antes de Juego de lágrimas estuvo a punto de dejar el cine por desespero de no encontrar su lugar, o receptividad de financiación, para dar forma a sus proyectos y expresar su mundo, su visión, en un universo de producción que potenciaba, o potencia más, lo clónico, el mecano de costuras predeterminadas para una única finalidad, sacar beneficios. Nada de expresiones o reflexiones personales, la sensibilidad artística secuestrada por el mercantilismo.
De ahí ese vindicativo título de buen ladrón. Y esta apuesta vitalista que corrige la resolución fatalista de la versión de Melville, por interferencia de otras figuras (en concreto, las figuras femeninas). Aquí el golpe, la apuesta, se convierte en representación de que cuando crees en la suerte, la suerte responde, y hasta doblemente, porque como explicita Bob al final, nada se puede controlar, nada es previsible. Sólo tienes tu impulso vital y tu voluntad de superación, para seguir enfrentándote a la banca, al sistema, y quizás, así, en cualquier momento, si perseveras, con tu voluntad, la suerte también te sonría, y las circunstancias te acompañen. Y, como señaliza la última secuencia junto a la orilla del mar, uno deja de sentirse varado, y ya por fin puede zarpar en las inciertas aguas de la vida, y, por fin, con el depósito lleno, y en compañía de tu amor. El buen ladrón es una obra rebosante de vitalidad e ironía, en la que destaca también la relación que mantiene Bob con el policía interpretado por el excelente Tcheky Karyo. Entre sus figuras secundarias, el cineasta Emir Kusturika, como experto en alarmas (que ayudará a desactivar las que él mismo instala) y, sin acreditar, Ralph Fiennes, en uno de sus personajes más turbios, quien, precisamente, había protagonizado la anterior película de Jordan, quizá su obra maestra, El fin del romance (1999), y también variación de una obra precedente, dirigida por Edward Dmytryk en 1955, ambas adaptaciones de la espléndida homónima novela de Graham Greene. En esta, el romance más bien comienza. En esta, el azar no es una maraña.
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