lunes, 2 de septiembre de 2024

La delgada línea roja

 

En 1998, coincidieron en las pantallas dos obras, cuya acción transcurría en un lance bélico, que no podían ser más opuestas en su mirada y planteamiento. Salvar al soldado Ryan, de Steven Spielberg, más allá de sus puntuales virtudes narrativas (la excelente secuencia inicial del desembarco), se constituía en un maniqueo vía crucis donde los sacrificados soldados norteamericanos se enfrentaban al inclemente monstruo alemán. El horror provenía de la crueldad de aquellos ogros, a los que no sensibilizaba ni siquiera el hecho de que les perdonaran la vida, mientras ellos se entregaban a una misión en la que se ponía en riesgo varias vidas para salvar la del citado soldado (y no se incide en el absurdo de tal decisión). El horror no proviene, siquiera de la guerra, sino, fundamentalmente, de los otros (los enemigos). En cambio, Terrence Malick, en La delgada línea roja, no sólo no hacía distingos de banderas ni de uniformes, equiparando a unos y otros, norteamericanos y japoneses, sino que nos sumerge no ya sólo en el horror que es la guerra en sí, y su absurdo consustancial, que tiene mucho de grotesco teatro, sino en una conmocionante experiencia en la que va más allá y se plantea por qué el ser humano no sabe vivir en armonía consigo mismo, los demás y su entorno, en vez de tender a destruir con tal virulencia. ¿De dónde brota esa violencia humana, ese impulso de hacer daño? De modo significativo, la primera imagen de la narración corresponde a un cocodrilo, en asociación con la vertiente reptiliana del cerebro humana, nuestra vertiente más básica, en relación con los instintos. Elocuentemente, tras el ataque a la base japonesa en la selva, el segundo enfrentamiento de la narración, los soldados estadounidenses contemplan a un cocodrilo que han atrapado.

Los primeros compases del film ( y nunca mejor dicho lo de compases dada su prodigiosa encarnadura musical, que nos envuelve cual trance) nos sitúan en una paradisiaca isla del Pacífico ( adecuado nombre para un lugar donde uno se concilia con el pacífico sentido de las cosas). Más que narrar, se describen, o se captan, sensorialmente, momentos, instantes fugaces que tienen el aroma de lo eterno, o donde ambos conceptos, lo efímero y lo permanente parecen conciliarse. Uno permanece porque está en armonía con lo que le rodea, no hay ansía, simplemente se fluye, el tiempo ya no es una dimensión estratificada, es puro fluir. el soldado Witt (James Caviezel) ha desertado, junto a un compañero, y disfruta de estas sencillas sensaciones, en un poblado indígena, que le hacen sentir que ha hallado la encarnación física del hogar, en el pálpito de las aguas en las que se sumergen, en la desapegada y afable forma de ser de los nativos, en el roce del viento y la arena, de los árboles y de las risas, esa naturaleza con la que uno conversa fundiéndose en ella. Pero en el horizonte asoma la amenazante figura de un navío de guerra. La elipsis es como un afilado corte. Ahora, Witt está en uno de los compartimentos del navío, conversando, más que siendo interrogado, con su comprensivo sargento (Sean Penn). Su conversación ya delinea los puntos sobre los que se gestará la narración. Así como el espacio, oscuro, opresivo, como el sonido de la maquinaria del barco, transmitiendo la sensación de encierro y de falta de respiración, un espacio carente y desvitalizado...

El sargento es la voz lúcida de quien ha pactado con el estado de las cosas, y del que opina que no sirve huir, porque es el único mundo que hay, y en el cuál hay que integrarse, pese a sus deficiencias, grisura y vacío. Witt disiente, sí hay otro mundo posible, y él lo ha visto, y palpado, en aquella pacífica isla. En este mundo, del que el navío es un emblema, no somos nada, figuras perdidas en la oscuridad, en un grotesco teatro de marionetas uniformadas, y atrofiados por nuestras mezquinas ambiciones, y nuestra crueldad. El hombre (en cuanto ser humano) ha desaparecido, ya no existe el verdadero hombre, perdido su contacto con la auténtica naturaleza de las cosas, o aquella que nos concilia con nosotros, los demás y el entorno, en una conversación empática y próxima. Hemos negado esa otra posibilidad. Conclusión a la que se enfrentará dolorosamente el mismo sargento en las últimas imágenes del film, desbordado por la sinrazón que ha seguido contemplando, y ante la que ya no sirve su voluntarioso pragmatismo de superviviente lúcido. La narración nos hace palpar esa naturaleza que el ser humano niega con su uniformado teatro de operaciones militares, con sus ridículas dramatizaciones donde unos y otros adoptan un papel en un escenario en el que las tramas son abstracciones sustentadas en la violencia, en pos del poder, del dominio, en donde el otro no es un igual sino un contrincante al que aplastar, es un mero signo, no otro ser humano igual que uno mismo, que sangra cuando le hieren, y que posee también su familia, y pasiones, como las que uno tiene. En ese absurdo horror, o inconsecuencia, al menos, hay algunos que quieren materializar, o realizar, con sus actos, ese impulso de armonía, de empatía por el otro, de sentirse conciliado generosamente, pero nadie logrará su propósito. Witt dedicado a salvar las vidas de los demás, asistiendo como sanitario, verá su vida quebrada. Bell (Ben Chaplin) que revive, a través de las cartas con su esposa, los momentos compartidos hechos de sensaciones e instantes, como un bálsamo que le hace sentir que el amor, pese a todo, puede realizarse pese a la tortuosidad de lo vivido en combate, se encontrará con que su esposa no ha sabido, o podido, o querido, esperarle, y ha encontrado a otro hombre. O el capitán Staros (Elias Koteas) enfrentándose a su superior, el coronel Tall (Nick Nolte), negándose a secundar una orden que llevaría a los hombres a sus ordenes ( o en su regazo, porque Staros se preocupa de verdad por sus subordinados) a una muerte segura. Y aunque fuera razonable, y su negativa salve por una vez a sus hombres de una irracional orden que sólo ve a los soldados como peones, y por tanto sacrificables, esa preocupación, o empatía, no tiene lugar en este inclemente teatro, y será trasladado a otro destino.

El coronel Tall es el personaje más complejo de La delgada línea roja, un rostro agazapado en el corazón de las tinieblas y que representa la escisión que late en las entrañas del film. Es un personaje a la vez consciente pero plegado a ese teatro que es el campo de batalla, en el que sabe que todos son actores que representan cada uno su papel dentro de una obra, pero no por ello, deja de cumplir con el suyo, ordenando misiones casi suicidas para conquistar una colina sabedor de las muertes que supondrán (pero es lo que son los soldados a su orden, peones en ese tablero de ajedrez), y además se siente frustrado porque no ha conseguido aún el reconocimiento para ascender al trono de los emperadores (como expresa en su monólogo inicial cuando habla con el general, que encarna John Travolta). Si otros personajes intentan encontrar una luz en esta barbarie, preocupándose de ayudar a los demás, o de buscar una rendija por la que sentir la armonía del amor, el coronel Tall acata la inevitabilidad de la barbarie, y la propulsa. Hay una secuencia especialmente portentosa, tras la larga primera batalla, en la que se produce como pocas veces esa alquimia entre un movimiento de cámara y lo que se agita en la expresión de un rostro. Tall Contempla a los hombres felices por haber sobrevivido a una nueva batalla. En su rostro se debaten todas esas emociones, en el fondo quisiera ser como Staros, la desolación late en su expresión porque no cejará en seguir representando su papel y enviando a los hombres a la muerte. Es un hombre desgarrado, y rendido a su máscara. Este plano es casi como el corazón de la película, el gozne que da paso irreversiblemente a que el corazón de las tinieblas se adueñe de la película y de la vida de estos hombres atrapados en la tela de araña de este bárbaro teatro. ¿Se ha visto más dolorosa y desgarrada secuencia de una batalla como la que tiene lugar después, y que significativamente, comienza con los soldados caminando entre la niebla, cuando atacan el poblado donde están los soldados japoneses, y donde la atrocidad y la desesperación no han alcanzado cotas semejantes de intensidad, de un lirismo tan sangrante, como si ya se clamara al cielo un impotente por qué, por qué esta loca ansía de destrucción, donde se ultraja ya sin limites a otro ser humano, llegando a arrancar sus dientes de oro ? Ya no hay salida. Todos aquellos que han querido buscar la armonía, el amor o preocuparse por la vida de los otros, morirán, perderán la luz de un amor, ya no correspondido, o serán retirados del tablero. El resto es silencio. El silencio de la naturaleza que vibra en las aguas, testigo de la ciega y arrogante inconsecuencia del ser humano.

Pocos cineastas han logrado transmitir tal fisicidad con sus planos, haciéndonos sentir la respiración de la naturaleza, de las sensaciones, del tiempo, o de las cosas, como el roce de unas cortinas mecidas por el viento, o la hierba mecida por el viento, el pequeño pájaro maltrecho durante la batalla, el rostro semienterrado de un soldado japonés o las hojas acribilladas. Quizás sólo Tarkovski, y un ejemplo emblemático sería aquel inicio de Solaris (1972), con aquellas algas cimbreándose en el agua, mientras el tiempo de la narración se escancia lentamente. En Malick se conjugan Tarkovski y John Ford. Si uno evoca Qué verde era mi valle (1941), apreciará una similar construcción narrativa (Un mundo armónico reflejado en sus primeros lances narrativos, y cómo se va degradando y quebrando por la sinrazón del ser humano y sus instituciones o escenarios codificados), y una pareja desbordante emoción, que conmociona hasta el tuétano, gracias a una mirada que busca plasmar, en un paisaje desolado por el propio ser humano, la genuina emoción del anhelo de materializar el sentido pacífico de las cosas, el jubiloso y celebrativo amor a la vida, hecho de entrega y cercanía. Bell se pregunta en un momento dado, ¿De dónde viene el amor? Envolviéndonos en la mirada de estos grandes cineastas palpamos de qué está constituido el contraste entre nuestra capacidad de amar y nuestra capacidad de dañar y destruir.

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