viernes, 30 de agosto de 2024

The wild blue yonder

 

The wild blue yonder (2005), de Werner Herzog, es una historia de ciencia ficción y es un poema. Es un documento sobre los exploradores de la azul lejanía que no sabe de límites, y es el incendio de lo posible, la quemadura de una negación, el réquiem por un planeta que degradamos, y la llama que gesta. Es metáfora que se eleva hacia las inmensidades del infinito, y se sumerge donde las perspectivas se transfiguran. Es una historia de ciencia ficción que invoca lo insólito. Es una metáfora que danza entre los extremos para dotar de cuerpo a la experiencia de la inmensidad. Hemos encorvado los ojos, hemos succionado la vida para nutrir nuestra ceguera, hemos edificado ruinas y límites. Hemos dejado de mirar a las alturas, y de explorar las profundidades. Hemos dejado de escuchar la música que nos saja y abre para que nuestras entrañas naden con el infinito. Hemos dejado de buscar y explorar el indómito y azul allá (wild blue yonder), lo que no sabe de límites en el azul del cielo, en el azul del agua. Atravesar ese azul, hacer travesía del azul, el momento de la sensación verdadera, verbo que se humedece. Para dejar de habitar este exilio en el que no somos. The wild blue yonder está hilvanada a través de un narrador que es un extraterrestre que se parece a Brad Dourif, aunque realmente es Werner Herzog, y al mismo tiempo los tres. Un extraterrestre que nos narra cómo su civilización, proveniente de ese metafórico Más allá del sol con el que se podría también traducir Wild blue yonder, intentó asentarse en nuestro planeta tras que el suyo sufriera las consecuencias de una glaciación (nuestro reflejo en el espejo, nuestra distorsión). Pero fracasó en el intento. Nos narra el viaje de una expedición humana en busca de otros confines donde poder asentarse, otros remotos lugares que poder habitar, y los encontraron en ese Más allá del sol (lo posible), hasta que retornó 800 años después para encontrarse con que ya no había asentamiento humano en la Tierra.

La odisea narrada está hilvanada, por un lado, con imágenes de archivo de la expedición STS-34 de la Nasa, con la nave Atlantis, que puso en órbita a Galileo, la primera nave en orbitar alrededor de otro planeta, Júpiter. Y por otro, con la inmersiones bajo el hielo del músico Henry Kaiser en la Antártida (las que motivaron que Herzog quisiera realizar la posterior Encuentros en el fin del mundo, 2006), como si fueran ambos encuadres, cuerpos, del mismo viaje, de la misma exploración, ese Más allá del Sol, ese territorio desconocido, que dejamos de explorar, para en cambio convertir cada vez más en inhabitable este aquí. Herzog se siente como un extraterrestre, se siente fuera de una predominante forma de habitar el planeta, la vida, que considera como una contaminación invisible, como una corrompida actitud, que se refleja, por extensión, en la contaminación material. Una civilización en ruinas aunque no lo aparente. Pero Herzog no deja de explorar lo que se considera el fin del mundo, las lejanías no holladas, o desconocidas, porque sabe que en lo infinito reside lo que no deja de perseguir, aunque sólo se capte y vibre por un instante de modo efímero, pero sabe posible: abrir los ojos hasta transformarlos en agua y viento y, sobre todo, música. La sequedad de nuestra civilización es muda, como el ruido del brazo de un tocadiscos que no avanza sobre el vinilo. El aliento de Herzog danza con la humedad del asombro, con la infatigable mirada del argonauta que surca con la proa de su mirada los vientos y las aguas, tanto visibles como invisibles.

Herzog hace de la narración trance, despliegue sensorial, experiencia. Materializa en su narración la fusión que es transformación, los cuerpos en otros elementos, en el agua, o flotando en otro tipo de gravedad, dentro de la nave espacial. El afuera es dentro en la conjugación de su narración, como las manos que se entrelazan. Las instrucciones de Herzog al cellista Ernest Reijseger, y el cantante senegalés Mola Sylla, acompañados de las voces de Sardinia, fueron escuetas: Haced espacio. Su sublime música (una de las más excepcionales experiencias musicales) logra elevar a alturas y sumergir en corrientes pocas veces franqueadas en el cine, como umbrales que nos invitan a desnudar y abrir los poros de nuestra piel interior. Allá donde las palabras no llegan, o sólo la tocan con la punta de los dedos los ángeles del asombro, como los que observan y hablan con el verbo de Peter Handke en Cielo sobre Berlín (1987), de Wim Wenders. Por unos instantes nos transcendemos, somos música que nada bajo el hielo o flota en una nave, o nada en el espacio exterior y flota dentro el agua, porque no hay ya límites en las sensaciones, nos hemos hecho espacio. No hay centro de gravedad, dejamos que nos invada lo infinito, el asombro. Nuestros cuerpos se encienden, como si despertaran. Sentimos que habitamos esa bellísima altiplanicie donde se dice que aterriza la nave. O así debería ser, aterrizar y volar, nuestra mirada, así deberíamos habitar la realidad. Una mirada despejada de la que brota la exuberancia de la vida.


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