miércoles, 24 de enero de 2024

Una pieza inacabada para piano mecánico

 

Quemado por el sol, quemado por unos ojos negros, quemados por las notas de música que fueron interrumpidas y quedaron enterradas en un herrumbroso piano mecánico, el del paso de los días y los actos absurdos, el de las superficies que ciegan con sus espejismos de inmune confortabilidad hasta que quizá, quizá, largo tiempo después, despiertas para descubrir que tu vida ha sido la de otro que tenía tu apariencia. En Una pieza inacabada para piano mecánico (1977), se adapta una amalgama de obras de Anton Chejov, caso de Platonov (1880-81), que nunca fue representada, y que destruyó, aunque se encontraría en 1920 su primer borrador, además de varios relatos breves. En Ojos negros (1987), se adaptarán también varios relatos, La mujer del perrito, El aniversario, Una mujer, Mi esposa y La fiesta de cumpleaños. En Quemado por el sol (1994), no se adapta ningún relato de Chejov, pero lo parece; es el mismo aliento que resquebraja los espejos. Como Una pieza de un piano mecánico discurre en un espacio único, una casa solariega en el campo, y sus alrededores. Así como comparte una estructura, y una tonalidad. En sus pasajes iniciales el tono pareciera más festivo, jubiloso, con leves sombras que son anuncios de lo soterrado, para, en un momento dado, retorcerse, como si se revertieran los rostros y surgieran las entrañas tras los gestos exultantes que ahora empiezan a revelarse como desesperados, extraviados, muecas de un vacío, de una incompetencia y frustración vital; la exuberancia se revela como el desbocamiento de un caballo que siente unas llamas en su interior, y la vivacidad del humor comienza a adquirir el cariz de la máscara grotesca. El entorno natural, su esplendor, decorado de siembra y prodigalidad, no se corresponde con los interiores áridos, encorvados, precarios, con los pantanos vitales en los que se sienten inmovilizados buena parte de los personajes. Es como la imagen del paraíso que comienza a temblar paulatinamente, para revelar que es eso, una mera imagen. La vida se siente fútil, desperdiciada, como si se hubiera conformado como una vitrina en la que se ejecutan los gestos compulsivos de una figura mecánica al son de una música que no se disfruta sino que tiraniza como los hilos engarfiados en las entrañas, que las van consumiendo poco a poco, mientras sus gestos no dejan de ser espasmos, estertores, el gesto forzado que intenta que la sonrisa disimule su terror. Y en ocasiones, resurge el pasado, reaparece, y hace más dolorosa la consciencia de un presente sostenido sobre cimientos temblorosos, insuficientes. Se prefiere la mascarada en la que olvidarse, en la que aparentar ante y junto a los demás que el tiempo no es una sombra que nos ha aplastado. Que un día traicionamos nuestras convicciones, nos mentimos, y fue la brecha abierta para una sucesión de traiciones y mentiras.

Pocos autores como Chejov han reflejado con tan agudeza, y contundencia, esos contrastes, esos abismos en los que el tiempo transcurrido se convierte en unas fauces que te atraen como un agujero negro, porque te ofrece reflejos en los que no quieres contemplarte, porque te muestran aquello en lo que no te has convertido, aquellas palabras que no te atreviste a decir, aquel gesto que no supiste realizar, aquella mujer o aquel hombre que no supiste, que no pudiste, o que no te atreviste a amar. Hay personajes, como Porfiry (Nikolai Pastukhov) que parecen que miran desde la periferia, desde las esquinas, como si su vida fuera acechar un sueño; la nutrición del paso de sus días de puntillas sin hacer acto de presencia en la vida. Algunos se mueven con estruendo, como el doctor (Nikita Mikhalkov), para ocultar que no siente ningún estímulo con el trabajo que realiza como médico rural (ni las enfermedades que tiene que curar ni las personas a las que tiene que tratar) y que preferiría dejar siempre en suspenso, como quien demora la llamada del infierno, y vivir así, en continua suspensión, con mascaradas, aunque sepa, y en un momento lo expresa con dolor, que nadie conoce cómo siente en realidad. No es ese payaso que creen, esa máscara que utiliza para sentir que se pertenece a algo, no es un muñeco de feria, es carne desgarrada por el hastío, por la falta de incentivos, por la desesperación. 

Hay quien, como Pavel (Oleg Tabakov), se dedica a soltar soflamas que son espumarajos, con las que intenta justificar su desubicación, la falta de sentido de su vida, proclamando, enardecido, que la sangre azul es la que dignifica y que la degeneración del mundo se revela en el hecho de que la clase baja ( o como él los llama, los villanos), se apoderen del mundo, cuando es el hijo de un mercader, como bien le indica el dueño de la casa, el que paga el suministro de la comida o los fuegos artificiales de los que disfrutan en aquella reunión, de todo aquello que permita a él y otros de su clase sobrevivir, mientras él, más allá de saber imitar el bramido del reno, ¿Qué sabe hacer, qué aporta?. Hay quien, de repente, se mueve con pasos más firmes, aunque no sabe si son los de la huida o la pataleta o los de la recuperación de la sensibilidad, como Platonov (Aleksandr Kalyagin), el profesor que se encuentra con el rostro del pasado que abre la herida de lo pendiente, Sofia (Elena Solovey), esa otra posible vida que quedó arrumbada en un sendero que se convirtió en polvoriento anaquel en su memoria, en un fósil que prefería no haber despertado, porque sólo quiere huir de lo que no vivió, de lo que no realizó, de lo que no llegó a ser, porque ya no es posible recuperar aquel tiempo, aquellas sensaciones, lo que uno fue, como uno soñaba, porque ya se ve ahora con otro rostro. Porque ya sólo queda la pregunta suspendida entre ambos tiempos, entre lo que fue y ahora se desgarra con su sensación de fracaso ¿Cómo aquel hombre que soñaba se convirtió en un hombre común y corriente?

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