miércoles, 15 de noviembre de 2023

Distrito 34: Corrupción total

 

No toda la verdad se registra. Las hay que se tergiversan, las hay que se omiten. Hay preguntas y respuestas que no conviene que consten en acta. Lo que no se dice o escribe no existe. Y hay verdades, respuestas, que se dan sin querer, como un gesto reflejo, aunque no se realice la pregunta, como el mar de ardora, ese resplandor, por el sol, en las escamas de los peces que delata su presencia a los barcos pesqueros. El título original de Distrito 34: corrupción total (1990), una de las obras maestras de Sidney Lumet, que adapta una novela de Edwin Torres (otra sirvió de base para la que me parece la mejor obra de Brian De Palma, Atrapado por su pasado, 1993), es Q & A (Questions & answers, preguntas y respuestas), en referencia al informe que se realiza en una investigación de la oficina del fiscal, como el que encargan al novato Aloysius Reilly (Timothy Hutton) sobre la muerte de un delincuente portorriqueño a manos de Brennan (Nick Nolte), una institución dentro del cuerpo, aunque sea un xenófobo integral. O quizás no lo sea, porque, como dice un compañero, Brennan desprecia y odia a todo el mundo. Reilly, de entrada, verá esa imagen que ha adquirido la condición de leyenda, la imagen escénica, esa que domina con su desparpajo y elocuencia Brennan (como se evidencia en la secuencia en la que le conoce, cuando relata, en los pasillos, una anécdota a unos compañeros, como si se encontrara en un escenario; Lumet no corta el dilatado plano general).

Pero Reilly pronto verá que esa imagen es el resultado del trabajo de un maquillaje conveniente, como al edificio de la justicia están arreglando la fachada el primer día que acude a realizar la labor encomendada. El héroe tiene mucho de mala bestia, y de corrupto, como también quien le ha encargado la tarea, el fiscal Quinn (Patrick O'neal), otro xenófobo. Si Brennan es el ejecutor, el peón, Quinn es el titiritero que sabe utilizar muy hábilmente las arteras tácticas en los proscenios políticos para ir escalando posiciones en la jerarquía del poder. Ninguno son modélicos, como él, en principio, piensa que son, sino la mezquindad personificada, y se han aliado en una purga que no es sino la eliminación de aquellos que pudieran desvelar una imagen pretérita de Quinn que este no quiere que se sepa ahora que aspira a altos cargos en el poder. El ingenuo Reilly se convierte, en primera instancia, en moldeable instrumento del avieso Quinn, quien no cuenta con que Reilly se esfuerce en desentrañar la verdad de modo obstinado. En principio, su mirada está desenfocada, como la del personaje que el mismo Hutton encarna en la también magnífica Daniel, 1983; en esta, el trastorno que sufre su hermana, más concienciada en la lucha contra las injusticias en el presente, le impulsa a indagar y desvelar las turbiedades del poder, décadas atrás, en los 50, que determinaron la pena de muerte de sus padres, electrocutados, por conspiración comunista contra el Estado.

Para el despertar de Reilly es decisivo la verdad, la ardora que no imaginaba que iba revelarle. No sólo a la mujer que amaba, Nancy (Jenny Lumet), seis años atrás, sino incluso a sí mismo. Aún no logra asimilar que aquella expresión que ella vio en su rostro, cuando él descubrió que su padre era negro, fuera tan determinante para que ella le abandonara. Porque además desveló una verdad que no pensaba que habitara en él, una xenofobia inconsciente, que por eso mismo no logró controlar, como si la luz del sol le dejara en evidencia, y fuera pescado, descubierto, por Nancy. Bajo la superficie ella vio un rostro con el que no podía convivir. Y Reilly aún no logra encajar que habite ese rostro en él. Pregunta a un compañero de investigación, negro, Chapman (Charles S Dutton) si él sabe detectar a los racistas que no van de frente, como Brennan, a los que igual ni lo saben de modo manifiesto. Porque entonces ¿Qué le diferencia de Brennan o Quinn? Y esa pregunta que se revela como herida es la que le propulsa en su determinación de dejar al descubierto a uno y otro, de evidenciar su corrupción. Y necesitará aliarse con quien precisamente es la actual pareja de Nancy, Tex (Armand Assante), un capo portorriqueño que es uno de los objetivos de Brennan y Quinn (uno de aquellos pandilleros que veinte años atrás fueron testigos de lo que era capaz de realizar Quinn). Ironías, porque al fin y al cabo, amando aún a Nancy podía tentarle la idea de la eliminación de Tex, por conveniente, para dejarle vía libre en una posible recuperación del amor de Nancy. Pero Reilly se mantiene firme en su integridad, en ser inclemente con los corruptos, y consigo mismo, con lo que reveló su propia mirada a la mujer que ama. Por eso, los últimos pasajes, desde esa secuencia en la que Reilly muere un poco, se contrae desolado, cuando descubre que hay verdades que no podrán ser desveladas, que serán convenientemente enterradas por los que dominan el escenario, a ese final suspenso, tras una sucesión de exquisitos encadenados, que deja en incógnita si puede ser posible el perdón por parte de Nancy, esto es, la convicción de que es factible la transformación de una mirada, es uno de los más bellos y revulsivos que ha dado el cine.

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