viernes, 29 de septiembre de 2023

Los condenados no lloran

 

Eres la posición que detentas. Cuanto más dinero posees, se acrecienta la sensación de dominio sobre la vida, porque dispones de más poder (si afrontas que debes asumir que cualquier medio es válido y que los demás se convertirán en piezas útiles o prescindibles para tu ascensión a la cumbre). Es con lo que se confrontará Ethel (Joan Crawford), en esta feroz radiografía o disección de los sórdidos engranajes tras los rótulos del sueño americano (o los mecanismos del depredador capitalismo), en Los condenados no lloran (Damned don't cry, 1950), de Vincent Sherman, un incisivo recorrido sobre las diversas posiciones en la escala de poder económico, que se condensa en el trayecto de relaciones de Ethel en su ascensión a las poltronas de los poderosos (del señor del castillo): Roy (Richard Egan), el obrero, Martin (Kent Smith), el contable, y Castleman (David Brian), el empresario (castleman: hombre del castillo), o reformulación de los pretéritos gangsters en un nuevo híbrido que fusiona la legalidad y la delincuencia ya en un mismo tipo ( y así desde entonces), alguien consciente de que los instrumentos para imponerse no deben ser las armas, como aún pone en práctica el aspirante a su trono, Nick (Steve Cochran), sino las retorcidas pero hábiles maniobras de un buen contable (aunque no deja de ser una máscara; tampoco dudará en utilizar las maniobras violentas directas cuando resulta necesario).

Pero antes de desvelar este trayecto se planteará el relato en forma de incognita, a través de un cautivador inicio (formidable el guion de Harold Medford y Jerome Weidman, que adaptan el relato de Gertrude Walker, inspirado en la relación entre Bugsy Siegel y Virgina HIll): Dos figuras a las que no vemos el rostro lanzan un cadáver por un terraplén en el desierto; la policía investiga en la mansión del asesinado, aunque permanezca aún en incógnita su identidad para nosotros, y en unas de sus películas caseras descubren a Loran Hansen Forbes (Crawford), pero cuando investigan sobre esta supuesta y popular rica heredera del negocio del petróleo descubren que nunca ha declarado a Hacienda y que se desconoce su pasado. ¿Quién era esta mujer que ha desaparecido? Solo parece existir en los dos últimos años. Tras esa imagen de éxito se esconde el trayecto de una ascensión, el de Ethel, una mujer que discutía con su marido, Roy, por mirar cada centavo que gastaban. En cambio, ella prefería alimentar las ilusiones de su hijo, comprándole una bicicleta, pese a sus precariedades (por lo tanto, la vida como perspectiva permanente de restricción y la necesidad de quebrar unos límites o la necesidad de que la vida sea como uno quiere que sea). Pero no se puede controlar ni dominar la vida, y la tragedía atropella a su hijo montando su ilusión en forma de bicicleta. Ethel se revuelve contra su condición, y decide romper con esa vida que es más bien un sumidero de carencias, de la que ella era cautiva porque tenía un hijo. Se es la posición que se detenta, y en ese pueblo perdido, es (se siente) nada. Y siente que su futuro será como su presente. Resulta dificil vivir allí, pero lo es más poder salir, escapar. Ethel lo hace. Y juega bien sus cartas, con decisión, y habilidad.

Haciendo buen uso no sólo del encanto de su apariencia (cómo se fijan en sus piernas cuando trabaja de dependienta; el siguiente paso es ser modelo y acompañante), sino de su hábil inteligencia. Todo es un intercambio (de intereses), y se debe saber jugar bien las bazas. Sabe cómo impulsar la carrera del contable, Martin, introduciéndole en el negocio de ese señor del castillo que es Castleman. En su momento, la obtusa ceguera de algunos, en la prensa neoyorkina, calificó al personaje de Ethel como alguien que complica la vida a quienes le rodean. Seguramente no se hubiera dicho tal necedad si hubiera sido hombre. Ethel ansía alcanzar la embriaguez del poder en las alturas, como tantos otros (sean hombres o mujeres); se deja llevar. Como bien le apuntará Martin, que también se dejó envolver por los cantos de sirena, le gusta sentirse una invitada en ese escenario de privilegios (donde le pagan un año de viajes por Europa para cultivarse), sin ser consciente del todo de que se está convirtiendo en una cómplice, y en alguien, aunque le duela asumirlo, que no ha dejado ser ni dejará de ser un instrumento, una pieza en el escenario de quien rige, regula y mueve los hilos, Castleman. Dejará de ser la invitada o acompañante del sueño. El señor del castillo no es un príncipe de ensueño sino un señor de la guerra y no dudará en requerir sus servicios para ensuciarse en el campo de batalla como instrumento de seducción de su principal rival, Nick, para conseguir la necesaria información estratégica. Y no hay vuelta atrás cuando se cruzan ciertos umbrales, y se tiene que enfrentar al hecho de que sus manos tienen que mancharse de sangre aunque pretenda negarlo o rehuirlo. Es lo que ocurrirá cuando quiera salirse del escenario o tablero, cuando quiera volver al inicio, como si fuera posible reescribir su vida. Aunque seguramente, pese a la lección aprendida, querrá volver a escapar de ese sumidero de carencias en lo más bajo de la escala del poder económico o dominio de la vida.

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