viernes, 21 de julio de 2023

La muerte de vacaciones

 

Tras los títulos de crédito de La muerte de vacaciones (Death takes a holiday, 1934), de Mitchell Leisen, mediante un travelling lateral, se nos va presentando a los actores que interpretan al anfitrión, el Duque Lambert (Sir Guy Standing), esposa e invitados en la Villa Felicitá. Pero hay una integrante de ese grupo a la que nos presentan separada, Grazia (Evelyn Venables), quien, a diferencia de los demás, inmersos en las festividades del pueblo, está orando en una iglesia. Felicidad, Gracia. A Gracia algo le falta para sentirse feliz, la poesía de lo sagrado, de lo excepcional, mientras los demás parecen más o menos conformes con la prosa de su vida, incluso aquel que es su novio, Corrado (Kent Taylor), hijo del duque. A Gracia le atrae alcanzar lo ilimitado (como expresa exultante, tras advertir que una sombra les persigue, cuando conmina al conductor del coche a acelerar pese a que sea noche cerrada en la carretera rural), desafiar los límites, transgredirlos. Grazia necesita algo que está más allá. ¿Y qué hay más allá que la muerte? Es la quintaesenciada representación de lo desconocido, de lo incierto y que, por serlo, todos temen. A la muerte le sorprende que los seres humanos tengan tanto miedo de conocerla. Si Grazia anhela estar más allá, la Muerte decide venir al aquí, porque quiere comprender el porqué de ese miedo, y el por qué se aferran tanto a la vida, por lo que decide habitar entre los humanos, como mortal, por tres días, con los rasgos del príncipe Sirki (Fredric March); lo que propiciará, por lo tanto, que nadie muera en el mundo durante ese tiempo. Para su sorpresa, aunque descubre gratificantes placeres epicúreos, como el vino, constata también que el ser humano vive entre lo fútil y lo vacío. El ser humano se desperdicia, vive ausente en vida, es un aquí sin sustancial presencia. ¿Cómo no va a cautivarse, a sentir el amor, ese sentimiento que hace sentirse excepcional, la gracia en vida, con Grazia, alguien que no se conforma sino que anhela lo sacro, lo que está más allá, lo inconcebible, lo inusitado, en suma, lo posible? Qué hermosa la secuencia en la que por primera vez se ven, y él mientras asciende las escaleras, en repetidas ocasiones se vuelve para volver a mirarla.

La muerte de vacaciones se basa en una obra teatral de Alberto Cassella, escrita en 1924, adaptada por Maxwell Anderson y Gladys Lehman. Si la versión realizada en 1998 por Martin Brest, ¿Conoces a Joe Black? asemejaba a una especie de alargado y trivial publirreportaje de unos grandes almacenes o de una marca de ropa, sin aura de misterio ni turbiedad ni menos romanticismo fronterizo, la segunda obra de Leisen no sólo rebosa esas cualidades. Es un cuerpo espectral, una espesura de atmósfera retenida, opresiva. Transpira la sensación de tiempo con fecha de caducidad de unas páginas descompuestas. Una pátina fúnebre la recubre, aunque transite con suma armonía entre la comedia y el drama, sin ser este nunca severo ni afectado. Hay una elegancia de otro mundo, de majestad, como si la película fuera la respiración de la muerte que encarna soberanamente Fredric March. Hay una diferencia abismal entre éste y Brad Pitt (aunque este, posteriormente, haya mejorado como actor, y dado buenas interpretaciones), por eso, sus dos encarnaciones de la muerte no pueden ser más extremadamente opuestas, lo excelso y lo prosaico.

Hay un momento que dejó en mí una huella indeleble la primera vez que admiré esta obra, ese plano en el que la Muerte le revela su verdadero rostro a Rhoda (Gail Patrick), poniendo a prueba a dónde es capaz de llegar o de aceptar por amor. Es sobrecogedor ese plano difuso, emborronado, de su rostro, lo desconocido que puede ser lo posible, porque lo posible para casi todos es algo siniestro, excepto para Grazia. Como memorable es su primera aparición, una sombra negra que aparece desde el fondo del encuadre, cuando se presenta a Lambert para proponerle que le invite durante tres días. Pocas veces la noción de aparición, lo genuino fantástico, ha poseído tal fuerza (quizá en una de las obras más señeras del fantástico, aún más turbia, ominosa, Suspense, 1961, de Jack Clayton).

El recital de March es asombroso. Es un deleite admirar su sorpresa, su gesto en suspensión, cuando aprecia que no se marchita la flor que se pone en el ojal, sus arrebatos intempestivos, en los que se percibe cómo se ha acostumbrado a que su voluntad nunca sea cuestionada, su expresión de perplejidad, en ocasiones como la de un jubiloso niño que descubre todo por primera vez, en otras con cierta pesadumbre, ante las inconsistencias y contradicciones del ser humano , o el vivaz y mordaz resplandor en su mirada cuando apunta con sarcasmo que los seres humanos nunca se desprenderán de su sagrado privilegio de despedazarse los unos a los otros. Sin duda, resulta difícil poder imaginar a otro actor resultando tan majestuoso encarnando a su majestad, la muerte. Memorables son las últimas palabras de La muerte, cuando Grazia acepta cruzar el umbral, en su compañía, pese a que revele su real aspecto de sombra incierta, y morir (internarse sin miedo en lo desconocido): ‘Entonces, existe un amor que aleja el temor, y lo he encontrado. El amor es más grande que la ilusión y más fuerte que la muerte’.

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