miércoles, 22 de junio de 2022

Sin miedo a la vida

 


Sin miedo a la vida (1993), de Peter Weir, adaptación de la novela Fearless de Rafael Yglesias, es una cautivadora obra que hace cuerpo, atmósfera, sensación, de la transfiguración de la percepción de la realidad, del modo de habitarla, o cómo se siente a flor de piel cuando se abandona la inercial condición de pasajero de la (superficie) de la vida. En su primera imagen, Max Kline (Jeff Bridges) surge, como una aparición, entre el humo de un maizal, con un bebé en sus brazos, y guiando a otras personas. La alteración distorsionada, amortiguada, del sonido imprime la sensación de que estuviéramos en otra realidad, como si se hubiera cruzado un umbral. Es una imagen enigmática, que inmediatamente se contextualizará (desvelará) cuando la cámara se alce y revele que son los supervivientes de un accidente de aviación. Pero Max, tras propiciar el reencuentro del bebé con su madre, que lloraba desconsolada, desaparece del lugar de los hechos, como si él no tuviera que ver con el accidente, como si meramente fuera un salvador. Y entra en deriva, aunque él sienta que ha recobrado un sentido de dirección auténtica en su vida. Porque, para sí mismo, es un aparecido. Palpa, su cuerpo tras ducharse, palpa la saliva en la arena del desierto, o siente el viento azotando su rostro cuando saca la cabeza por la ventanilla del coche, inclinándola, mientras surca ese espacio abierto y amplio. Palpa la realidad, porque de repente se siente presente. Está inflamado de sensaciones que había olvidado o descuidado, o quizás nunca advertido. De cuerpo presente, la realidad se abre a ángulos que le sustraen de nuestra inercial condición de autómatas, como construcciones inerciales. Visita a una amiga del pasado que no veía en años (el autómata recupera la noción del tiempo, de que hay un pasado detrás que descuidó, y orilló en el olvido, indiferente, como si él no fuera un ser en formación, sino una forma encasquillada, como una construcción que no posee el potencial de modificación) y tienta a la muerte comiendo las fresas a las que es alérgico. Siente la vida más cercana como si sus nervios sintieran cada instante, y siente que puede ser invulnerable. La amiga comparte cómo no hay nada que celebrar en su vida, cómo ha sido una sucesión de decepciones. Su realidad no se corresponde con las que eran sus expectativas veinte años atrás. En cambio Max piensa que es afortunada, porque está viva, y estar viva es estar expuesta a lo posible.

Max es arquitecto, pero no es hasta estar en contacto con la posibilidad de la muerte, cuando comienza a edificar su vida, a habitarla de un modo más presente, consciente de su provisionalidad y de su potencial. Pero, en el proceso, su estado de consciencia se enmaraña con la enajenación de sentirse invulnerable, como si no solo hubiera vencido a la muerte en esa circunstancia concreta del accidente sino que incluso fuera capaz de sortearla cuando quiera, por eso prueba las fresas. Su afirmación de vida se enmaraña con la negación de la descarnada experiencia vivida, como si solo hubiera sido una experiencia positiva, como muda vital. La muda se encasquilla con una coraza. Se conjugan en él tanto un impulso de exponerse a la vida, como una descontrolada atracción al vacío, un reencuentro consigo mismo como una fuga por el impacto emocional sufrido por un accidente en el que le ha rozado la posibilidad de la muerte. Ha podido morir. Su socio y amigo murió mientras que él ha sobrevivido. Podría haber sido él. Ha sobrevivido por una cuestión de azar. No hubiera sobrevivido si no se hubiera decidido a cambiarse de sitio para apoyar y reconfortar a un niño que estaba solo. Todo dependía de la colocación en el avión. Nada es estable, nada es firme, todo es aleatorio. Siente un pánico inconsciente ante tal constatación de su vulnerabilidad que busca sentirse invulnerable, sea comiendo las fresas, sea cruzando una calle con intenso tráfico sin ser atropellado por ningún coche, o alzándose sobre el vacío en el borde de la azotea de un rascacielos, en suma, retando a la muerte. Se siente arrojado, como si se propulsara, pero es una coraza con la que se protege.

A la vez, Max es incapaz de mentir, no puede aceptar las convenciones, el tráfico de mentiras y falsedades. Le parecen concesiones, como si transigiera con las conveniencias. Todo debe ser claro y directo, aunque duela, algo que atenta a las dinámicas sociales. Es un arquitecto que participaba con su función social dentro de una pautada realidad, un diseño de vida, una estructura y construcción sostenida sobre los cimientos de las conveniencias, los intercambios interesados y los auto/engaños. Cumplía su función, sus frases, su posición, se ajustaba a la dinámica de sus relaciones. El accidente quiebra lo que de inercial ficción de vida tenía, precipitándose en un impulso de acción de palpar la vida en sus entrañas, y a la vez gritando el miedo de sentirse en esa intemperie, porque exponerse, desnudar la realidad accidental, quebradiza, conlleva vivir los momentos y a los demás más intensamente, momentos verdaderos, sensaciones verdaderas. Pero cruzar ese umbral implica asumir la vulnerabilidad implícita. Somos frágiles, no dioses ni entes virtuales en una realidad codificada que vivimos de modo abstracto entre proyecciones (el espectáculo de rutinas y costumbres protagonizado por el supuestamente hombre verdadero corriente que realmente vive, habita, una ficción, hasta que un día cae un foco, como se expondrá en El show de Truman).

Max descubre que su vida, o realidad, estaba construida, edificada, sobre cimientos ilusorios. Su clarividencia tiene algo de funambulista que se sostiene sobre el vacío. Pero para lograr esa transformación, tiene que enfrentarse al propio vacío, y a su propia negación. Porque corre el riesgo de convertirse en un cruzado o iluminado que se quede atrapado en la ficción protésica con la que se protege. No puede vivir fuera de la realidad. Porta como pasajero a su mortalidad. En un momento dado (en una de las más conmovedoras secuencias que ha dado el cine, al soN de Where the streets have no name, de U2), ayuda a Carla (Rosie Perez), la mujer que se ha sumido en la desolada mudez por perder a su bebé en el accidente, y que se autoinculpa de su muerte por no haberle sostenido con fuerza. Su forma de ayudarla es extrema pero efectiva. Coloca en sus manos una caja de herramientas, y la coloca de pasajero en la parte de atrás en su coche, sujeta con el cinturón de seguridad, y entonces Max conduce el coche a toda velocidad hasta que se estrella contra un muro (en el que destaca el graffiti de un corazón y de un ojo que representa a la instancia demiúrgica divina) para que ella compruebe que por muy fuertemente que lo hubiera agarrado no podría haber evitado que saliera despedido con el impacto. No podemos controlarlo todo, los accidentes son consustanciales a la vida. Eso mismo debe asumir él, no es invulnerable, aunque viva ahora a flor de piel, expuesto, pero como si fuera inmune. Sentirse en las alturas, cual funambulista, es asumir los riesgos de la vida, pero también que uno no es inmune a la quebradiza constitución del suelo de la realidad. La negación es un peligroso abismo (aunque se viva como un luminoso escenario de salvación, como ese idílico mural tras él en el hospital, duranta su convalecencia de las heridas de la colisión del coche contra el muro). Sobrevivió al accidente de aviación, pero pudiera haber muerto, como su amigo. Fue cuestión de suerte y aleatoriedad. Como la imagen sublimada de Sukarno en las alturas, en El año en que vivimos peligrosamente (1981), sentir que uno está en las alturas puede hacerte sentir que estás fuera de la realidad, que la controlas y dominas. Aunque ya no habite la vida inercialmente, como un mecanismo reflejo, como casi todos los que le rodean, por su ya despierta sensibilidad, que le hace discernir lo real, la vida, desde otro ángulo, más próximo (y despojado de cinturones de seguridad de la inercias y presunciones de certeza cotidianas), no deja de ser uno de ellos, tan vulnerable como cualquiera de ellos, expuesto a cualquier accidente e imprevisto en el tráfico de la vida. Es un hombre mundano que ha abierto los ojos, esa es su distinción. Pero no puede negar su condición mortal y vulnerable.

En la obra de Peter Weir resuena cual diapasón una constante. El contraste de una forma de habitar la realidad de modo convencional y rígidamente cuadriculado con elementos o personajes extraños, en cuanto diferentes, que la desestabilizan, por pasiva o activa. De repente, no hay un territorio cierto, se tambalean las presunciones sobre las que está asentada lo que se considera realidad o lo que debe ser, abriéndose la fisura del puede ser, y la incertidumbre como constitución inmanente de la vida, como movimiento real, y no anquilosada ficción como ilusión (espejismo) de realidad. Véase el contacto del abogado protagonista de La última ola (1977) con la cultura maorí, con su distinta visión, percepción y concepción de la realidad, que trastorna, en cuanto pone en interrogantes, su mirada o perspectiva; el espacio y el tiempo se desestabilizan; la percepción se asienta sobre un terreno líquido donde se desvanece la solidez de sus presunciones anteriores, las de nuestra civilización. Y ejemplos de este contraste (o colisión) los podemos ver en obras posteriores, en distintos grados o diferentes variables, como en Unico testigo (1985), con la cultura amish; en El club de los poetas muertos (1989), con la visión de carpe diem del profesor de literatura que rasga los rígidos valores de la educación convencional; en Matrimonio de conveniencia (1990), con la actitud desapegada y sin vergüenza del personaje de Depardieu que desestabiliza esa realidad de jardín hibernado en la que vive el personaje de Andie Mcdowell, un desorden que es exuberancia vital en contraste con el puntilloso control de la protagonista de todas las facetas de su vida.

Las certidumbres se quiebran, la realidad se desvela ficción. Qué es verdad y qué es mentira. Cuándo los días de verdad se palpan. Cuáles son los límites del conocimiento. Cuestiones que traman latentemente Sin miedo a la vida (1993), El show de Truman (1998) y Master and commander (2003), tres obras que aparentemente poco tienen en común, pero de las que uno puede extraer un sugerente hilo de reflexiones que se complementan. Qué hay de ficción en la vida, qué ocurre cuándo nos enfrentamos a ese entramado que no percibíamos ni concebíamos como tal. De qué manera es parte indisoluble de nuestra condición. Cuáles son los umbrales de conocimiento que podemos traspasar. Qué realidad creamos cuando nos singularizamos con nuestra propia voz en una realidad encorsetada por una voz socializada en la que todos nos envolvemos como en una tela de araña. Lo real y la mentira ( lo ficticio, el auto/engaño, lo impostado) también vertebra su, hasta el momento, última y magnífica obra, Camino a la libertad (2010). El personaje del actor, encarnado por Mark Strong, parece colaborar con Janusz (Jim Sturgess), en la organización de la fuga del gulag, pero realmente no pretende escaparse; como dice Smith (Ed Harris), es como un parasito que se nutre de las ilusiones, los anhelos de evadirse (de un horizonte) de los recién llegados, vive de una ilusión sin querer realizarla; su vida es una impostura, un escenario del que no quiere liberarse. Durante la fuga, Smith reprende al personaje de Saoirse Ronan, cuando le dice que entre ellos la mentira no tiene lugar, dado que ella ha inventado el curso de los acontecimientos que le ha llevado a errar sola por los bosques: en la aventura desnuda compartida no cabe la falsedad, es la intemperie de lo real; se relacionan con lo natural, y entre (junto a) ellos rige esa misma condición). En Sin miedo a la vida, Max se ve conminado, por el abogado de la viuda de su amigo, a mentir, a alterar el relato de los hechos de modo conveniente, para beneficio de los cobros de seguro. Max sufre porque su concepción de la mentira es rígida, como quien habita las alturas de la perfección, y se niega en principio, pero modificará su actitud porque la flexibilidad se funda en el discernimiento de las circunstancias.

En Sin miedo a la vida, como en el mejor de cine de Weir, las ideas, los símbolos toman cuerpo, empapan. La flexión de los sentidos, la inmersión en el fluido de las sensaciones, con la alteración de la percepción, incita a variar el ángulo, ya no desde el que se mira, sino desde el que se siente. Sin esa capacidad, el símbolo quedaría huérfano, evidenciado como una marioneta. Como en La última ola o Picnic en Hanging Rock, El año que vivimos peligrosamente o incluso Único testigo, la potencia expresiva del cine de Peter Weir nos hace palpar con su sensual escritura las mareas de unas emociones que palpitan en los subterráneos de las imágenes, nos hace sentir el tacto, el tiempo estirándose. Nos rapta para apreciar la realidad desde una perspectiva que es un deslizamiento en un territorio donde se abre una fisura que nos señala que la realidad puede mirarse y sentirse desde otros ángulos. Rasga nuestros límites de la percepción para sumergirnos en los intersticios y quicios. Nos hace cruzar el espejo, nos envuelve con un extrañamiento, despierta nuestros sentidos en un ceremonial al que sucederán las preguntas. Qué es lo real, qué es lo que sentimos, qué podemos ver, qué podemos sentir, cuál es el latido de los momentos que hablan sin palabras. La naturaleza habla, los elementos tiemblan presentes. Y nos hace interrogarnos sobre lo que es posible. Sin miedo, como se traduce el título original de Sin miedo a la vida (Fearless), como una apertura a todas las direcciones potenciales de lo posible que, es a la vez, aunque parezca una paradoja, un camino de regreso, traducción de Camino a la libertad. El regreso a la propia singularidad y autenticidad, como la inmersión en el espacio negro de la puerta por la que desaparece, aunque más bien por fin aparece (o se aparece a sí mismo) Truman cuando abandona el espacio de ficción que era su vida para internarse en las incógnitas de lo real. Ese regreso que es nueva puesta en movimiento en la conclusión de Master and commander, porque para la mirada inquieta siempre será estímulo el impulso de acción de las búsquedas y la experiencia de nuevos asombros, la interrogante en continuo desplazamiento. En la conclusión de Sin miedo a la vida, Max vuelve a la vida como un ser mortal que es consciente de que puede morir, por una mera fresa. Es un regreso a su consciencia de ser vivo que es una miriada de posibilidades, no una construcción de un yo inmutable, como una identidad que es ya meta alcanzada, sino un potencial de posibles construcciones del yo según las circunstancias, las experiencias y las conexiones con la diversidad de ángulos y perspectivas.

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