jueves, 12 de mayo de 2022

Veinticuatro ojos

 

Hay narraciones que fluyen como el agua, como si se la mirada se deslizara en un transcurso, que es maridaje. Hay cambios, pero hay constantes, no la de las piedras, las de las rígidas tradiciones sino la del flujo que acoge y avanza. Hay películas en las que te meces, empapado con esa serenidad que ilumina las lágrimas que surcan la piel dejando heridas invisibles. Es el caso de la hermosa Veinticuatro ojos (Nijushi no hitomi, 1954), de Keisuke Kinoshita, cineasta que tuvo su considerable prestigio en Japón en las décadas de los cuarenta a los sesenta (de hecho, esta película fue votada entre las diez mejores películas japonesas en la lista realizada por varios críticos japoneses en 1999). La acción dramática abarca 18 años, desde 1928 a 1946; los saltos en el tiempo nos hacen sentir tanto las transformaciones como la erosión de su paso, las heridas y pérdidas, lo que fue y lo que no pudo ser. El tiempo discurre, los cuerpos cambian, las emociones se escoran con el peso de las lágrimas, y los cantos se entrecortan. La narración transcurre como una armonía que, pese a todo, pese a los escollos y embarrancamientos y naufragios de la vida, mantiene la proa enfilada hacia el horizonte, como ese inmarchitable amor entre la maestra Hisaki ( excepcional Hideko Takamine) y sus alumnos, los doce, esos veinticuatro ojos que empezó a alumbrar cuando eran sólo unos niños.

En las primeras secuencias, Hisaki es una recién llegada, ya que sustituye a la anterior profesora. A ojos de los habitantes de la isla de Shodoshima es una anómala irrupción, una mujer en bicicleta, que viste como los extranjeros, como los hombres, con traje y chaqueta. Hisaki mantendrá siempre combativo su talante nada subordinado a las tradiciones o convenciones (es una mujer que avanza), lo que suscitará que haya momentos en que sus superiores le llamen la atención, remarcándole la actitud amordazada: No digas nada. No mires, ni oigas ni hables. Hisaki no comparte los valores que incitan a los hombres a que sirvan a su patria en el ejército, institución a la que no tiene mucho aprecio. También no dejará de oponerse a la idea de la guerra, como se alegrará de que termine, cuando, según aquellos apegados a unos valores tradiciones, debería afectarle la derrota. Para quien la guerra es muerte, pérdidas, no hay honores ni orgullos que valgan. La guerra se llevó a los seres queridos, a su marido, a los que fueron sus alumnos, y algunos no volverán. Precisamente su marido ironizaba con que no acabará con las guerras poniendo un puesto de dulces. La resignación (enmascarada con el sentido realista) de él le llevará a la muerte; el inconformismo de ella, por ingenuo que sea, la mantendrá firme ante los embates de los desatinos humanos.

La narración, con una arrebatadora delicadeza, relata el descarnado y áspero trayecto de unas vidas, quebradas por imprevistos accidentes, los que se llevan una vida, o los que determinan un giro brusco en una existencia, como la alumna que tiene que ser adoptada, y trabajar en un bar: el cruce de miradas entre ella e Hisaki es como una grieta que se expande irremisiblemente; de ahí la soberana belleza del reencuentro una decena de años después, en las conmovedoras secuencias finales, en las que se reúne la profesora con los alumnos supervivientes. El rostro de Hisaki parece cargar en su gesto, en sus arrugas, todo las heridas que ha recibido el amor que ha sentido, y entregado, por esos niños que impulsó al mundo (como si fueran parte de sus entrañas), con los que cantaba en las excursiones; en un caso, como la locomotora de un tren, entre almendros en flor, figura recurrente en el escenario: símbolo del renacimiento de la naturaleza y de la delicadeza.

Hay un uso de las canciones, como luz de armonía y unión, que evocan al empleo que hacía de las mismas John Ford, o luego Terence Davies, como esa emoción que brota soberana, como catarsis doliente, en detalles como sus lágrimas ante la tumba de aquel que cuando era niño, en una excursión (en un barco, sobre las aguas del río), llevaba unas zapatillas de talla más grande, lo que suscitó la sonrisa de todos, y sus nuevos alumnos, ahora, comienzan a llamarla llorona ( como aquellos primeros la llamaban guijarro; porque su nombre quiere decir piedra grande, y ella es menuda), y en un instante las lágrimas se tornan sonrisas, o se funden en los mismos rasgos, los de la vida; o esa bicicleta que le regalan al final los alumnos ya adultos, esa bicicleta con la que surcará los campos, bajo la lluvia, en las secuencias finales, porque su vocación, su vida, es la entrega a unos alumnos a los que siempre intentó despertar su mirada, con los que sufrió porque tuvieran que plegarse a unas rígidas y retrogradas tradiciones (que encalla y oprime en sus roles a hombres y mujeres) y a los que siempre intento infundir un generoso cariño como si fuera su madre, como si fuera el acogedor y nutriente flujo del agua que no cesa en su avance .

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