martes, 12 de enero de 2021

El salario del crimen

                       

La secuencia inicial de El salario del crímen (1964), de Julio Buchs, responde ejemplarmente al patrón que solía aplicar Samuel Fuller, sacudir al espectador desde un primer momento con un comienzo percutante que ya le atrape y mantenga en vilo, o tensión, durante el desarrollo del relato. No era exclusiva de Fuller, por supuesto,  si se consideran los inicios de John Sturges, o la soberana introducción de una de las cimas del film noir, Agente especial (The big Combo, 1955), de Joseph H Lewis. En el de esta espléndida muestra (ya en sus estertores) del muy reivindicable film noir español entre finales de los 40 y principios de los 60, un grupo de policías, entre los que destaca Mario (Arturo Fernández), moviéndose sigilosamente entre los árboles y las sombras de la noche, cerca una casa en la que está un grupo de delincuentes. Tras el asalto, se produce el tiroteo, pero uno de los delincuentes logra escapar tras acuchillar a uno de los agentes. Mario dispara contra el delincuente, que se aleja corriendo, y la imagen se congela sobre el fulgor del disparo de su pistola. Un detalle que ya marca, o anticipa, otro fulgor, el de la obsesión de Mario por capturar al delincuente fugado, y que se trocará (o desviará) en otro fulgor, el de la fascinación que sentirá por Elsa (Francoise Brion), la dueña de la boutique en la que trabajaba una chica que trató fugazmente a uno de los delincuentes.

De este modo, el perseguidor, un recto representante del orden para quien ser policía es su vocación (lo que debía ser, lo que fueron los que le antecedieron, como su padre, que murió en servicio) se trocará en lo que perseguía. Es fascinante cómo modula Buchs la progresiva caída libre de Mario, aunque al principio parezca querer romper las cadenas  que siente se enroscan en su voluntad debido a su atracción por Elsa. Es consciente de  que pertenecen a mundos opuestos (su ambiente de relaciones es otro; ella pertenece a una clase con gran poder adquisitivo, lo cual implica un gasto, o una inversión, por el nivel de vida al que ella está acostumbrada, que su sueldo no puede asumir), pero su atracción (que se convertirá en la del abismo) será más poderosa. En una de sus primeras citas, sentados en un café, aparece una pareja de amigos de Elsa y se unen a ellos (en el contrariado gesto de Mario se advierte claramente que lo toma como una interferencia). En la secuencia posterior, en un night club, Mario conversa desganadamente con la mujer mientras observa a Elsa y el hombre (ambos significativamente fuera de campo). Al salir, ambos ya en el coche, Mario provoca una acerada discusión, y da por zanjada la relación. Aunque, posteriormente, cuando le vea con otro hombre en otro bar, no podrá evitar volver a ella, aunque sepa que él, por lo que cobra, no puede mantener el tren de vida al que ella no pretende renunciar. Sabe que esa decisión implica perderse, encadenarse de un modo que ya será difícilmente liberarse porque implica transgredir lo que para él era más importante, por vocación y reverencia a su padre, la ley. Como ella indica, su posición le permite un acceso privilegiado a la rapiña disimulada de los botines requisados.

La secuencia que señaliza el inicio de su caída, tiene su correspondencia especular en una literal caída mortal de un delincuente, al que han encontrado dinero y drogas en su piso, que huye por el tejado del que cae fatalmente. Al contemplar su cuerpo caído, en la expresión de Mario se dibuja una determinación, la de quedarse con el dinero (cuya existencia ignora su compañero, encarnado por Manuel Aleixandre). A partir de entonces Mario se irá desprendiéndose de su máscara de recto hombre de orden, mediante la realización de robos a mayor escala, que implican, aun accidentalmente, el asesinato. Esa transformación se refrendará por una máscara literal, el disfraz que porta en la  extraordinaria secuencia extraordinaria del robo en el banco, con postizos de pelo y barba, y gafas oscuras (ya ha perdido la visión clara). También revelará que los cimientos del orden son más frágiles de lo que las apariencias indican (siempre hay un talón de Aquiles que propicia la corrupción: el chantaje al que es sometido Mario por el directivo del banco que ha reconocido la rotura del talón de uno de sus zapatos. El excelente guión de Jose Luís Martinez, Jose F Alonso Oriba y Julio Buchs, con agudo ingenio, se ha centrado en la figura de Mario, en el vértigo de su obsesión o ciega caída libre, pero sin dejar de insinuar que el papel de Elsa quizá no sea el que parece, como se refrenda en las secuencias finales cuando se revela que es, precisamente, la hermana del delincuente que Mario perseguía, el que había asesinado a su compañero en la secuencia inicial. Un detalle retórico de afilada y siniestra cualidad poética. Como lo es que los dos hombres mueran esposados, y que Mario, tras pedir perdón, alce la mano, esposada a la del otro, hacia el comisario, para que les detenga (porque ya son lo mismo). La búsqueda ha sido la persecución de su propia muerte. La cámara se eleva, alejándose del desolado escenario. Una admirable rúbrica para un implacable viaje al fin de la noche.


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