lunes, 11 de enero de 2021

Alrededor del mundo (Nocturna Ediciones), de Laurent Mauvignier

                      

Habrá recorrido la tierra, acaso para recordar que todos los objetos del mundo se hallan ligados entre sí de una manera u otra y que se tocan unos a otros. Es el recorrido de Alrededor del mundo (Nocturna ediciones), del escritor francés Laurent Mauvignier (1967), que comienza, precisamente, con una imagen, el mapa de una línea de metro. Estaciones, enlaces. La narración se define por la sucesión de estaciones, fragmentos de vidas en distintas zonas del mundo, sujetos ligados entre sí de una mera u otra. Pero ¿Se tocan?. El enlace, más figurativo que el real que se padece en el primer pasaje, es un tsunami, ese que parece hacer tambalear nuestra civilización, y la misma Tierra, fruto de nuestras inconsecuencias e inconsistencias. El enlace es una fisura, una fractura. Un personaje escribe relatos sobre hombres y mujeres, historias de personas sencillas que intentan salir adelante en un mundo hecho para nadie, pero un mundo hecho por nosotros, por la suma de nuestras acciones virulentas, por pasiva o activa. Con los distintos pasajes que se suceden se intenta radiografiar un conjunto de actitudes o de forma de relacionarse con los demás y el entorno, como colectivo, da igual en qué lugar del mundo se viva, que ha generado este colapso o cortocircuito que ahora se revuelve contra nosotros como un tsunami. En otro pasaje, alguien se pregunta qué hacen las ONG, todas las ONG, quiénes nos preocupamos de los demás, de la distribución equitativa, si lo que parece influir como una marea arrasadora es más bien la acción depredadora o explotadora, de los demás o de las reservas naturales, lo que implica la agudización de las desproporciones en la distribución de riqueza en el mundo.

Se ha potenciado, inoculado, la actitud del turista, la mirada del que contempla la realidad como si nada tuviera que ver con él mientras disponga del acceso y suministro requerido. El mundo afuera es un parque temático. Como bien señaló Jean Baudrillard hace unas décadas nuestra realidad es una combinación de parque de atracciones y supermercado (y desgraciadamente, ya como necrosis). Un mundo donde todos los espectadores vienen a asistir al espectáculo desde el interior mismo del decorado, nutriendo el escenario con su presencia y el rumor vago y flotante, ruidoso y fantasmagórico de sus comentarios, de sus cámaras fotográficas, que mediante los flases y los millares de clics crean ese halo sonoro y luminoso, ese aura de prestigio que requiere cada puesta en escena. Vivimos a través de intermediaciones, de pantallas. Los hechos son antes grabados que vividos. Las experiencias son para recordarse con la grabación que para sentirlos. Nos han entumecido, neutralizado, para que nos preocupemos solo de nuestra pequeña parcela, y si disponemos de una copiosa capacidad adquisitiva, de desear más lujos. Otro personaje trabaja para los cables, reales y figurativos que configuran ya nuestra relación con la realidad se reconecten, fluidifiquen, se unan y se intercambien aún más rápidamente sobre autopistas y puentes que abolan las distancias y las disminuyan y supriman, hasta que pronto no quede, sobre la Tierra entera, ni un punto alejado de otro más allá de unos cuantos metros de cableado. Tal es su cometido y su dominio. Tiene el planeta como terreno de juego y de experimentación y anhela transformar el mundo en un inmenso cuerpo conductor. Es la perspectiva aérea de la realidad como un mapa informático. Todos somos puntos, programas y funciones. Es la perspectiva del gestor, la mirada rentabilizadora que domina la realidad como si su materia fuera una serie de circuitos.

Otro personaje quería vengarse de la vida (…) Vengarse como si tuviera motivos para ello, él, que en su vida no había conocido sino el destino del más común de los hombres. La amargura de sentir que no se nos ha concedido lo que deseamos se ha enquistado en nuestra sociedad como dinamos de actitud y conducta en todos los niveles, como niños que reclamamos lo que creemos que nos merecemos, y sino nos revolvemos proyectando el ácido del resentimiento y el despecho. Si la vida no da lo que demandamos, nos congratulamos con las acciones que sentimos que nos resarcen aunque implique actuar como meros ombligos con forma humana. El capricho, o tiranía de la apetencia, que no acepta los límites, en cuanto impedimentos, como proyectil que configura la realidad como un cuerpo conductor que permite acceso inmediato a lo que se desea (y lo que se inocula como necesidad). Alrededor del mundo también introduce el dedo en la llaga del olvido o la amnesia interesada o conveniente de un sistema que se reproduce sobre esas coordenadas mercantiles de injertar necesidades en cascada. El olvido posibilita los mismos errores, las mismas inconsecuencias. Tarde o temprano el pasado incrimina al presente. Lo que el pasado nos enseña es a modificar, a corregir la trayectoria del ahora, del presente. Sí, incrimina al presente para que lo cambiemos porque para él es demasiado tarde. Pero las miradas se inhabilitan al dirigirlas hacia un presente virtual sin tiempo en el que se aspira a no caerse del conducto cada vez más estrecho del embudo mientras la zona más ancha la ocupan los cada vez más escasos privilegiados, una elite con vida de ensueño, basada en la ociosidad y la despreocupación, gentes que parecían sentirse como en casa en todas partes y no tenían problema alguno de pasaportes, jefes o empleadores porque a nadie le debían explicaciones ni justificaciones. La aspiración que se ha inoculado de modo eficiente para que sintamos que el mundo gira a nuestro alrededor.

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