lunes, 14 de diciembre de 2020

La regla del juego, de Jean Renoir (Colección Telemark/Providence), de Nacho Cagiga

                        

La vida y Renoir. El rio y su cine, que fluye como la vida misma. He aquí un tema, el tema quizás. Porque en Renoir prima ante todo su empeño en captar la vida. Al cineasta francés siempre se le ha identificado con la Vida, así con mayúsculas, y podría decirse que, para los entusiastas del cine de Jean Renoir, el orden de los factores no altera el producto, como evidencia Nacho Cagiga en su libro sobre La regla del juego. El amor está en el jardín, segundo de la Colección Telemark, centrada en películas específicas, de la editorial Providence. Desde que la cinefilia militante o sacramental comenzó a propagarse y afianzarse Renoir es uno de los cineastas que más adoradores o acólitos ha congregado. Se puede decir que hay un altar cinéfilo dedicado a él, a diferencia de otros coetáneos, merecedores de reivindicación (o, al menos, más atención), caso de  Jean Gremillon, Marcel Carné o Sacha Guitry. Cagiga cita, entre los cineastas admiradores, a Alain Resnais, Jacques Rivette o Satyajit Ray, a los que se podría añadir a Mike Leigh, quien admira particularmente Las reglas del juego, la obra que Cagiga analiza de modo pormenorizado, y con marcado entusiasmo, y que también califica como su film más antológico, su mayor obra, aunque apostille que su arte alcanzo su más depurado esplendor en sus cinco últimas obras en color.

La conexión con el gran cineasta británico es manifiesta si se piensa en la excepcional Secretos y mentiras (1996), un relato coral que, como La regla del juego, da a cada personaje la oportunidad de dar sus razones. Incluso, se puede calificar a ambas obras como un espejo puesto en nuestro camino para ver nuestras virtudes y defectos, y así poder sacar conclusiones, antes que nada, sobre nosotros mismos. Esa es una característica que define al cine de Renoir, en general, y sobre el que Cagiga reflexiona en el primer apartado. La atención a la perspectiva plural, o las aparentes diferencias, en general formales o normativas, que revelan sus similitudes. Más allá de cómo nos denominemos, o en qué apartado nos ajustamos, con qué seña de identidad o posición social, todos estamos hechos de la misma materia. No diferimos en el territorio movedizo de las emociones. Y esa afirmación nos lleva a la concepción renoiriana de la vida como un flujo incesante y mudable. La elipsis, la circularidad, el ritual de eterno retorno de las cosas que no se bañan dos veces en el mismo río, constituyen la materia del artificio renoiriano. Formalmente, su cine se caracteriza por los planos largos, con movimiento o sin movimiento de cámara, pero con diversos personajes, que entran y sale de cuadro, de la que es quintaesencia La regla del juego. Es una característica que le conecta con Robert Altman, y de modo específico por compartir con La regla del juego escenario de diferencias de clases, aristócratas y sirvientes, una de sus mejores obras, Gosford park (2000). Para Renoir es tan importante, señala Cagiga, lo que aparece en cuadro como lo que potencialmente puede aparecer, o desaparecer del mismo. Por eso, es tan relevante, en un sentido distinto al de Ernst Lubistch, lo que ocurre tras las puertas. La parte por el todo deja en elipsis e invisible aquello que no percibimos, exactamente igual que en los fragmentos que habitamos, y que Renoir exprime. Hay una continuidad entre lo que se ve y lo que no se ve, en lo que selecciona (enfoca) y sugiere. Importa el flujo entre el campo y el fuera de campo, e incluso entre los términos del mismo encuadre, a veces como contraste. Renoir es un cineasta cuántico incluso antes de que este término pudiera ser acuñado. La vida sin principio ni fin, el acontecer de la(s) historia(s) humanas. Las ficciones de las que está hecha la materia, nuestros sueños, pesadillas, desvelos y ensoñaciones. Para Renoir el mundo es un teatro que se presenta y representa ante la misma audiencia que actúa en los diferentes escenarios que hay en la sociedad. La realidad o la vida como escenario es otro de los aspectos que vertebran su enfoque. Quiere captar el flujo de la vida, su ebullición, pero no lo desliga de la concepción de que esa marejada de emociones y deseos, con sus variaciones y fluctuaciones, está entrelazada con la ficción escénica. Somos, conscientes o inconscientes, actores y directores de puesta en escena, a la par que impulsos que se explayan o que se retienen. Generamos escenarios que apuntalamos como realidad instituida, con normas, códigos, estructuras y compartimentaciones; es decir, naturalizamos un escenario. Como el de las clases sociales y sus diferentes privilegios y funciones, en el que indaga en La regla del juego, para desbrozar los componentes que unen a unos y otros más allá de que unos detenten una posición socio económica y otros otra, con lo que implica que unos sean función e instrumento de los otros. Lo que une y equipara a unos y otros es el mismo escenario conflictivo: el sentimental.

Renoir, según Cagiga, logra transcender un argumento de corte folletinesco y mundano, un melodrama al estilo burgués decimonónico, en el que se apoya para desplegar sus coreografías seriales, como sucesivos movimientos musicales que son combinaciones o variaciones de diferentes personajes. Una coreografía que evidencia una partitura desafinada. Curiosamente, como también indica Cagiga, el mismo Renoir interpreta al personaje comodín. Octave, siempre en medio de todos los grupos, todavía con el disfraz de oso que no puede quitarse, con el enfado en aumento, mientras todo se desmorona, nos da la pauta del caos en que todo se ha precipitado. Es elocuente que porte ese disfraz de oso, personaje intermedio, entre la apariencia de humano o de animal, alguien que no es de clase alta pero tampoco sirviente, disfrazado y a la vez expuesto. La simulación y la naturalidad entran en colisión, como la animalidad y los rituales escénicos sociales. De ahí que cobre tanta relevancia, en su parte central, la larga escena de la caza. Como el punto de inflexión de la película, nos remite a la vida como escenario, como un juego de espejos, baile de disfraces o un teatro de vanidades. Cagiga destaca en particular, sobre la perspectiva más social y política, la antropológica y psicológica (lo que no implica que no esté presente la primera). Renoir desentraña un teatro que quiere dejar al desnudo más allá de las posiciones de unos y otros en ese sistema escénico. Quiere revelar las confusiones y los extravíos, las inconsecuencias y las veleidades de unos personajes que como todos nosotros, son sombras espectrales en ese extraño fragmento de realidad y ficción al que denominamos existencia. Para Renoir, la vertiente fundamental, aquella en la que el ser humano se realiza, y en la que, por añadidura, evidencia su distinción, una actitud consecuente y empática en vez de caprichosa o instrumental, es el amor. ¿Qué podemos esperar de una sociedad que se divierte fundamentando sus valores en la posesión de otro ser humano, ya sea un criado, un amante o alguien que ha dejado de querernos?

 

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