jueves, 22 de octubre de 2020

Tuya para siempre

Vida solitaria, camas dobles y triple dosis de antidepresivos a la mañana, es el comentario que realiza Joan (Sylvia Sidney) sobre el matrimonio, y que suscita las risas del grupo que le acompaña. Aunque en la sonrisa de Joan se puede percibir fugazmente el rictus de la amargura, esa que congela las comisuras con la huella de una desesperación de la que se quiere huir. Ese rictus es como la fugaz irrupción de la nieve en la transmisión televisiva, la constancia de que es una pantalla, una frase que se dice como si fuera partícipe de una representación a la que se resigna aunque no satisface. Un cinismo de salón, cara a la galería, que realmente no comparte. Pese a que haya aceptado que su matrimonio sea una relación abierta, porque ella haya declarado que no es una carcelera ni quiere ser una esposa tradicional, y que, por lo tanto, su esposo, Jerry (Fredric March) puede mantener una relación con otra mujer, la actriz Claire (Adrienne Allen), lo que también implica que si él tiene sus privilegios ella los puede tener también (como demuestra acudiendo a un night club con un Cary Grant en una de sus primeras apariciones en pantalla), una cosa es la teoría y la apertura de miras, y otra encajar que quien ames bese a otra delante de ti como si no te importara nada. En su momento, que se planteara un matrimonio abierto (matrimonio moderno) causó sensación; ya dos años después, con la entrada en vigor del código censor Hays sería inimaginable tal posibilidad en el argumento de una producción hollywoodiense. Alegremente nos vamos a la mierda (Merrily we go to hell) es el título original de esta estimulante obra, Tuya para siempre (1932), de Dorothy Arzner, con guion de Edwin Justin Meyer, que adapta la obra teatral de Cleo Lucas, I, Jerry, Take Thee, Joan. Alegremente nos vamos al infierno es el brindis que utiliza Jerry, y que define su excesivo entusiasmo por la bebida, una inmersión en la embriaguez que tiene bastante de anestésico (su primera frase, apartado de los demás, en una fiesta es: sois unos estúpidos, como quien proyecta su insatisfacción consigo mismo) y que influye, de modo determinante, en la ofuscación de la percepción y de sus mismos sentimientos: una frase que incluso ella, con vivaz autoironía, utilizará cuando se casan. Aunque ese brindis que se irá tiznando de gravedad, cuando efectivamente se sienta que se habita el infierno (y que la relación se está dejando que se vaya a la mierda). 
 

 La obra transita de la comedia al drama con una fluidez admirable, sin que además el drama nunca se recargue demasiado, siempre sutil y elegante, sin precipitarse en la gravedad o la severidad, y sin dejar de transmitir una sensación de inusual naturalidad en la descripción del desarrollo la relación sentimental que se establece entre Jerry y Claire. Carece de esa naturalidad forzada que caracterizó a cierto cine que, teórica o pretenciosamente, pretendía desmarcarse de la artificialidad del cine de Hollywood, como Husbands (1970), de John Cassavettes, que parecía la respuesta realista, a ras de suelo, en cuanto representación, sobre las relaciones, fuera de la convenciones (dramatúrgicas, narrativas) usuales, y no dejaba de ser impostada y afectadamente histriónica (algo que ampliaría a cierto cine de esa década, supuestamente rupturista o contestatario que confundía las emociones con las muecas, los exabruptos o los gritos y las contorsiones). En cambio, resulta asombroso cómo logra hace sentir Arzner, desde la maravillosa primera secuencia en la que se conocen en la fiesta (en sus márgenes, pues es la terraza, donde no hay nadie más: ya indica cómo él se siente fuera de la realidad, desajustado, y encuentra en la bebida una ilusoria boya aturdidora), la conexión que se crea entre la pareja, el sentimiento que se gesta entre dos personas desde el primer momento, desde que se cruzan sus miradas y fluyen en las primeras corrientes de su conversación (porque una relación amorosa es una conversación que fluye), y que deriva prontamente en un primer beso, ante el que ella misma se dice, sonriendo, con autoironía (merrily we go to heaven, sería en este caso) cómo lo ha permitido. Todo reside en el cómo, y Arzner ha logrado transmitir con afinado trazo esa gestación de conexión. 
Esta sensación de conexión verdadera, de complicidad, que se siente desde esta primera secuencia entre ambos, hace que sea más evidente, sin tener que hacer énfasis en ello, el extravío o desenfoque sentimental que sufre Jerry cuando se obnubila con Claire. De hecho, ya había compartido con Joan que fue la mujer que dos años atrás le había convertido en alguien que no es que odiara a las mujeres pero que prefería tenerlas lejos, y por ello prefería la compañía de los hombres, en concreto, la de un (cualquier) barman. Por eso, se emborracha la noche del anuncio de su compromiso. Cuando Jerry, ya escritor de éxito, se reencuentra con Claire (va a protagonizar su obra teatral), la herida se reabre (o vuelve a producirse el desenfoque). Si por ella había comenzado a beber, ahora volverá a recaer en el consumo de alcohol que había abandonado desde que se había casado. Claire le enajena, Joan le hace discernir (cómo le hace mantener además la disciplina de que escriba tres páginas por día). No deja de ser irónico que Jerry se olvide el anillo y recurra al aro de su llave para la ceremonia de la boda (como ella es su llave para encontrarse a sí mismo realmente, no en una nebulosa fantasiosa de ofuscaciones de emoción y deseo) No es una obra que se dirima en terrenos superficiales, entre formalidades, si matrimonio convencional o abierto, si tradición o apertura, sino en corrientes más escurridizas, entre la ofuscación y el discernimiento, o cómo ser consecuente con lo que realmente se siente, algo tan obvio (o que debería serlo) como que el amor no es lo que sientes por alguien sino cómo te sientes con alguien, y Jerry es, y está presente, con Joan. Claire desestabiliza a Jerry, como un remolino que le atrapa, y en el que para mantenerse a flote necesita estar en continuo estado de embriaguez. 
 Otro detalle que define a Jerry, ya sugerido desde el primer plano, cuando contempla, desde la terraza, a los que están en la fiesta, y dice qué estúpidos: Jerry se siente ajeno, en la distancia, pero aún es alguien que proyecta o transfiere la responsabilidad, la inconsistencia, en los otros. No es capaz de verse a sí mismo. Una falta de discernimiento, unida a su fragilidad, que le hará víctima propiciatoria para que vuelva a perder pie con facilidad, y se anestesie en la entumecedora bebida en vez de enfrentarse a sí mismo. Y no despertará hasta que Joan deje de ser complaciente, y desista de jugar al rol de esposa moderna, pero también al de esposa tradicional, y le haga pasar un largo vía crucis en el que él persevere e insista por recuperarla, porque realmente es lo que (a quien) quiere, ya con la mente enfocada. Claro que tan sutiles emociones necesitaban de una extraordinaria pareja de actores. Sylvia Sidney, como centro de gravedad emocional, encaja todo el desbordante caudal de emociones, con el que forcejea, para no verse arrastrada en la desesperación, hasta que su resistencia se quiebra, y March oscila como un afinado equilibrista en la diversidad de estados. Su interpretación es antecedente de la que realizará en Ha nacido una estrella (1937), de William A Wellman, curiosamente, un personaje, Norman Maine, que fue interpretado por James Mason. No crearon un icono o una persona fílmica, pero pocos actores disponían del dominio del matiz que distinguía a ambos. March se desenvolvía con pareja habilidad tanto en la comedia (como en la secuencias iniciales, por ejemplo, cuando patina en el suelo de la mansión del padre de Joan: patinazos premonitorios, por otra parte) como en el drama (su elocuente mirada cuando ve por primera vez a Joan acompañada de otro hombre). Su amplitud de registros era sorprendente, como si él hubiera inventado la naturalidad.


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