martes, 29 de septiembre de 2020

Asalto a la comisaría del distrito 13

                               

Anderson Alamo era el título con el que elaboró su guión John Carpenter, pero Irwin Yablans, el distribuidor que adquirió la película, impuso el de Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on precint 13, 1976), aunque en un momento dado el teniente Bishop (Austin Stoker) menciona que la comisaría pertenece a la división 13 del distrito 9. El particular Alamo de Carpenter,  ante todo una revisitación de su admirada Río Bravo (1959), de Howard Hawks (de hecho, Carpenter usa como montador el seudónimo de John T Chance, nombre del personaje de Wayne en dicha obra). En este caso los asediados se defienden del asalto de una horda (multirracial) de pandilleros (como también los indios asediaban un fuerte: uno de los policías de la comisaría está interpretado por el actor Henry Brandon, que encarnó al indio Scar en Centauros del desierto, 1956, y el indio Quanah Parker de Dos cabalgan juntos, 1961, ambas de John Ford). En la caracterización de los pandilleros se evidencia la otra fundamental influencia, La noche de los muertos vivientes (1968), de George A Romero. Los pandilleros se conducen como autómatas, inexpresivos, sin articular casi palabra, como una pura fuerza instintiva que aplica el Cholo, una venganza indiscriminada, hacia policías y ciudadanos, por la muerte de seis pandilleros a manos de la policía: uno de los pandilleros apunta desde el coche, con su fusil de francotirador, contra transeúntes de diferente condición; ya anticipa que su víctima podía ser cualquiera, como lo era para el francotirador de Pánico en el estadio (Two minute warning, 1976), de Larry Pearce. No parecen tener identidad singular, más allá de la distinción de su condición étnica, y sus rostros parecen máscaras, como la que utiliza el mismo Michael Myers, en La noche de Halloween (1978), unos y otros lo mismo, como la condición proteica de  la criatura La cosa (1982), indiscernible tras el rostro de los expedicionarios.

Tampoco tienen rostro los mismos policías que disparan en el estrecho callejón a los pandilleros, en la secuencia inicial; sólo se resaltan sus fusiles automáticos, cuando disparan, o humeantes, tras la ejecución.  Detalle, o ingenioso recurso de puesta en escena, que ya aposenta en la narración un turbio extrañamiento, de raigambre fantástica, como si en el fuera de campo se abriera un abismo amenazante, como si la violencia ya se hubiera propagado sobre una ciudad, una sociedad, emponzoñada, en la que la ley ha asumido, como se declara en los medios, que cualquier recurso es válido para eliminar a los delincuentes: es significativo que la comisaria donde acontece el asedio sea una comisaria en proceso de traslado: sugiere la falta de estabilidad del orden, su veleidad e indefinición (ya no se diferencian sus métodos de aquello que dice combatir; por lo tanto las acciones de los pandilleros son tanto una respuesta como su reflejo siniestro). Se provoca y abre, por tanto, una fisura, la violencia desbocada, desatada; ese todo es posible, o nadie se libra de ser vulnerable a la arbitrariedad imprevisible del brote violento: la brutal secuencia en la que disparan sobre la niña junto al camión  de los helados (y que se intentó censurar), y que apuntala, definitivamente, que cualquier puede ser la víctima. 


 Uno de los aciertos más destacados de esta magnífica obra, en la que Carpenter demuestra, entre otras cosas, su refinado sentido de la composición (su dominio de las simetrías), es el de la figura del criminal, condenado a muerte, que es trasladado a prisión, Napoleon Wilson (Darwin Joston, que era vecino y amigo de Carpenter,  y en quién, incluso, se inspiró para la caracterización del personaje, en particular por su humor negro). Le dota de un carácter entre estoico, cáustico, siniestro, macarril y bigger tan life, del que serán variantes (más cínicas)  Snake (Kurt Russell) de Escape de Nueva York (1982), Jack Crow (James Woods) de Vampiros (1998) o Desolation Williams (Ice T), de Fantasmas de Marte  (2001). Napoleón es aún más enigmático, y desconcertante, que todos ellos, y su relieve (sugerido) es más amplio. Del mismo modo que el fuera de campo vertebra la narración (como esa secuencia en la que los patrulleros al escuchar algo que gotea sobre el capó descubre que es la sangre de un técnico de teléfonos que cuelga muerto de un poste), lo incierto ( hasta se juega, para acentuar esa atmósfera casi apocalíptica, casi sobrenatural, con el detalle contextual del indeterminado influjo de las manchas solares), hay vertientes sobre  él que no se concretarán, y permanecerán en incógnita ( por qué le pusieron el apodo de Napoleón, o cuáles fueron sus crímenes), como tampoco sabremos por qué Bishop dejó momentáneamente el trabajo ( al que acaba de retornar).

                               

Los personajes logran perfilarse, admirablemente, a través de sus acciones, o decisiones (en Napoleón se aprecia una integridad de base; a diferencia del nihilismo que emana de las variantes futuras citadas, Napoleón parece un rescoldo de otro tiempo, de un tiempo pasado), como con los mínimos detalles perfila, hermosamente ( de nuevo, con miradas y gestos), la atracción que se gesta entre él y la policía Leigh (Laurie Zimmer);  en especial ese detalle ( también tan Hawksiano), del cigarrillo que Napoleón no deja de pedir durante gran parte de la narración,  y no será otra que Leigh (homenaje a la guionista Leigh Brackett, que trabajó en diversas ocasiones con Hawks) quien se lo proporcione. Dos personajes que aplican el templado estoicismo, sin dejarse llevar por las furias (memorable Leigh, cuando, con el gesto imperturbable, deja que se acerque el pandillero, que ya le ha disparado en un brazo, y le golpea con contundencia, o más tarde dispara contra otros que entran por la puerta de atrás), y saben, por ello, resistir a esa ciega e incontenible fuerza del instinto que representan los pandilleros, la brecha de una ley que ya, como una mancha solar, se asemeja cada vez más al propio abismo.

 

 



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