jueves, 3 de mayo de 2018

Una historia verdadera

Una figura perfilada en sombras cruza un paisaje en el crepúsculo, sobre un cortacesped, buscando dar rostro a la emoción verdadera. Es una imagen que condensa el trayecto de esta odisea emocional, la alquimia de la emoción que se desprende de las sombras de los retorcimientos emocionales, y se torna cuerpo, luz, de entrega, generosidad y amplitud, a través de la línea recta de la emoción directa. Por eso el doble sentido del título original, ya que, por un lado, Straight es el apellido del protagonista, Alvin (un fabuloso Richard Farnsworth), pero, por otro, straight significa directo. Y ese es el movimiento que realiza en su viaje, cuando decide recorrer 507 kilómetros para reconciliarse con su hermano Lyle (Harry Dean Stanton), con el que lleva diez años sin hablarse por una cuestión de vanidad e ira, aderezada con el alcohol. Tardará alrededor de mes y medio pero ¿qué son en comparación con esos diez años desperdiciados por los usuales retorcimientos emocionales?. Si Carretera perdida (Lost highway, 1997) dotaba de cuerpo narrativo a la fractura de una mente ensimismada que hace del otro representación que debe ajustarse como ajustada replica a la propia voluntad, a los propios deseos, la posterior obra de David Lynch, Una historia verdadera (The straight story, 1999), es su reverso, la otra dirección, que dota de cuerpo a la actitud empática y conciliadora que se desprende de cualquier quiste del ego.
La elección de su medio de transporte, un cortacesped, afirma la condición de esfuerzo que implica abrirse al otro (a la vez que exponerse uno mismo). Si la precipitación, como la imagen de las lineas de la carretera en el inicio de Carretera perdida, define a la mente en fuga que no sabe ver al otro, la lentitud es signo de templanza y visión clara y directa. Podría hacer honor al título de aquella hermosa novela de Sten Nadolny, El descubrimiento de la lentitud, que también relataba otra expedición, o exploración, la del barco que descubrió tierras hasta entonces desconocidas en el Ártico.Por eso, esos expansivos y celebrativos travellings aéreos que siguen su recorrido hacen cuerpo de narración ese movimiento de apertura ( acompasada orgánicamente a la sublime banda sonora compuesta por Angelo Badalamenti). Es acción, emoción impulsada, que conjura el veneno de la retención, o el resentimiento. Y libera la cicatriz de una herida que el orgullo ha negado. El trayecto está puntuado por diferentes encuentros o cruces que modulan esa propia evolución interior. La confrontación con la disgregación familiar, con esa adolescente autoestopista que ha huido de su casa porque está embarazada. Durante la conversación, Alvin comparte cómo un tribunal dictaminó que su hija Rose (excelente Sissy Spacek) permaneciera separada de sus cuatro hijos, por causa de un incendio, del que no fue responsable, que provocó graves quemaduras de uno de sus hijos (el reflejo de esa intemperie emocional de su hija: un movimiento de cámara a su perfil mirando con dolorida añoranza a través de la ventana; su contraplano: la evocación de la pelota de uno de sus hijos botando en la acera, en la noche).
La confrontación con la vejez, con el deterioro: el paso de los ciclistas, como una exhalación; la conversación posterior con alguno de ellos en el camping: le preguntan qué es lo peor de la vejez: que recuerdas la juventud. Una opresión que encuentra su correspondencia física, emocional, en la posterior secuencia, en la calle de un pueblo, cuando Alvin se ve rodeado de grandes camiones, como inmensas moles que se ciernen sobre él. La confrontación con la pérdida, la finitud. El encuentro con la mujer que desespera porque de nuevo ha atropellado a otro ciervo, que no sabe de dónde ha podido salir, tal es la amplitud de los campos alrededor. La vida es imprevista, no sabes cuándo se da el accidente, o el requiebro. Como no sabes a quién harás daño, aunque no sea tu intención, como esa mujer que adora a los ciervos pero ya ha matado más de una decena en pocas semanas. No sabes cuándo tu trayecto en la vida se ve afectado por el imprevisto incendio de la adversidad, como le ocurrió a su hija, o como cuando a su cortacesped le fallan los frenos (en un pueblo en el que están quemando una vieja edificación). Un pueblo en el que constatará la necesidad de los otros, por la generosidad que muestran con él.
La confrontación con el daño que se inflige a los otros. Alvin expone la raíz de su herida en dos de sus últimos encuentros. En uno, de modo indirecto, a través de un diálogo que mantiene en un bar con otro que vivió la desoladora experiencia de la guerra ( en una soberana lección de cómo hacer del primer plano epifanía y música, acompañada de un sonido no diegético sino evocativo emocional: los sonidos del campo de batalla). Alvin, a quien por su certera puntería le adjudicaron tarea de francotirador, comparte cómo durante un ataque del ejercito alemán disparó contra un soldado, que luego descubrió era uno de sus compañeros que retornaba tras realizar una exploración. En el otro encuentro, en un cementerio, comparte con un sacerdote cuál fue la causa de que él y su hermano no se hayan hablado durante diez años. Cuál es la causa de que, por estúpidos orgullos, matemos las relaciones. La culminación: Un encuentro final, casi sin palabras, porque las acciones hablan: los ojos de Lyle se empapan de lágrimas cuando comprende, al mirar el cortacesped, cuánto ha debido tardar Alvin en realizar su viaje. Ya define la amplitud de un gesto, toda una declaración tanto de humildad como de ofrenda de amor fraternal.
Si las primeras imágenes nos mostraban a Alvin junto a su hija Rose contemplando la inmensidad del nocturno firmamento, como hacían los dos hermanos cuando eran pequeños y se preguntaban si había vida más allá en el espacio, ahora, tras que Alvin haya dotado de vida a una relación cruzando el espacio como si se regenerara un territorio abandonado, la luz de esas estrellas han exiliado la oscuridad del retenido ego y se han hecho luminoso rostro, directo y conciliador, los rostros de ambos hermanos mirando al cielo luminoso y despejado. Así concluye el trayecto de la narración que también podría haberse llamado como aquella novela de Peter Handke, El momento de la sensación verdadera, porque es lo que destila cada imagen de esta película, emoción en su estado más depurado y profundo, pura catarsis a través del viaje de Alvin en busca de ese santo Grial que es el sentir al otro de modo armónico.
David Lynch, por una vez, no intervino, ni efectuó modificaciones, en el guión de John E Roach y Mary Sweeney, basado en el viaje que Alvin Straight había realizado en 1994, recorriendo Iowa y Wisconsin, para reunirse con su hermano. Mary Sweeney era su pareja entonces, y colaboradora, como asistente de montaje en Terciopelo azul (1990) y Corazón salvaje (1990), y ya montadora en algún episodio de la segunda temporada de Twin Peaks (1990), Twin Peaks: fuego camina conmigo (1992), la serie Hotel room (1993), Carretera perdida (1997), Una historia verdadera (1999) y Mulholland drive (2001), por la que recibiría el premio BAFTA. Hay quien consideró que esta obra se desmarcaba de las características con las que se identificaba, o compartimentaba en etiqueta, el estilo o mirada de Lynch. Simplemente, aplica una mirada acorde a lo que expresa, en este sentido más próxima en su obra a El hombre elefante (1980). Las distorsiones o transfiguraciones expresivas de su estilo, y como señalaba al inicio, en particular su manifiesto opuesto, Carretera perdida, eran acordes al reflejo de una infección, desquiciamiento, desajuste o retorcimiento emocional, en lo que reincidirá, como variaciones, en las extraordinarias obras que ha realizado durante este siglo. Una historia verdadera evidencia cómo puede ser la relación con la vida, con los otros, cuando las emociones se expresan y exponen de modo directo, empático y conciliador. La completa excelsa banda sonora de Angelo Badalamenti

1 comentario:

  1. Una película maravillosa, que haces bien en comparar con "El hombre elefante", pero que no deja de ser puro Lynch.

    Un saludo.

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