viernes, 8 de marzo de 2013
Clamor de indignación
‘Clamor de indignación’ (Hue and cry, 1947), de Charles Crichton, es considerada como la primera comedia de la Ealing. Aunque lo sea más bien es una singular mezcolanza en la que se combina el thriller o intriga con detectives juveniles, con aliño de neorralismo. También puede decirse que es la primera comedia escrita por T.E.B Clarke para la Ealing, en donde realizó quince colaboraciones, siete de las cuales fueron comedias. Si consideramos que entre ellas están Pasaporte a Pimplico’, (1948), de Henry Cornelius, ‘Oro en barras (1950) o Los apuros de un pequeño tren’ (1952), ambas de Charles Crichton, se puede decir que fue una de las principales columnas vertebrales del Estudio. Ya los títulos de crédito son ocurrentes, escritos con tiza sobre una pared mientras chicos cruzan el encuadre, sin faltar el detalle irreverente (con lo que representa autoridad): se puede leer ‘wot, no producer’? (¿qué?, ¿no hay productor?), para a continuación aparecer su nombre, Michael Balcon.
Si se consideran los vivaces o acelerados compases de la música de Georges Auric (que compone una extraordinaria banda sonora) parecieran los títulos de crédito de unos dibujos animados, en la que no extrañara ver aparecer los rostros del Pato Lucas o Porky. Una tira cómica es la que pone en funcionamiento la trama, cuando el sacerdote y director del coro en la iglesia advierte que uno de sus chicos está más atento al comic que lee que a la letra de la canción; sin miramiento alguno lo tira por la ventana, hasta que llega a manos de Joe (Harry Fowler), quien pronto se sugestionara por la historia del detective protagonista (bocadillos como los de las tiras cómicas surgen de su cabeza visualizando los pasajes que lee). Y pronto establecerá una asociación entre la tira cómica y la realidad. Lo insólito, como una matrícula que no existe, se asienta, en la realidad, o se revela cómo siniestra parte de ella.
Hue and cry era una publicación, antecedente de ‘Police gazette’, en la que se detallan actividades delictivas y se enumera los criminales buscados, y que leía Fagin en ‘Grandes esperanzas’ de Charles Dickens. Es también una expresión (etimológicamente con raíz francesa) referida a una ley establecida en 1285 y que hace referencia a los ‘gritos’ que se realizan, de ciudad en ciudad, para llamar la atención sobre sobre un criminal perseguido por una acción delictiva. Joe intentará llamar la atención de la policía sobre lo que cree la acción de un robo, pero al no encontrarse pruebas, ya se encontrará en la tesitura de parecer un chico demasiado imaginativo.
Pero Joe, apoyado en sus amigos, convencido de que hay una relación entre las tiras y acciones delictivas (a través de mensajes en clave) iniciará la correspondiente investigación detectivesca. Ya estamos en el territorio de esa literatura que protagonizan los cinco de Enid Blyton o Los tres investigadores o Los Hollister ( que particularmente acompañaron mi juventud, antes de sumergirme en otros autores de intriga como Agatha Christie, Erle Stanley Gardner, Rex Stout, Edgar Wallace, Arthur Conan Doyle, Ellery Queen o Georges Simenon, entre otros). Clarke, en concreto, se inspiró en unos personajes alemanes, ‘Emil y los detectives’, cuyas andanzas fueron llevadas a la pantalla en 1931, por Gerhard Lamprecht, con guión de Billy Wilder (y no acreditado, Emeric Pressburger).
Pero el contexto también cobra importante presencia, y le dota de singularidad. Me refería al aliño neorralista, perceptible en la extracción de clase baja de los chicos protagonistas, y sobre todo por las omnipresentes ruinas, consecuencia de bombardeos, que se constituyen en las principales localizaciones (es el espacio de juego de los chicos, su espacio de libertad). Como si el ímpetu juvenil representara el afán de superación (reconstrucción) tras sufrir tantos sufrimientos y tantas amarguras durante la guerra, y a la vez sacara a la luz las sórdidas secuelas de la desgracia, el tráfico del mercado negro. Hay otros espacios que nos sumergen en texturas más genéricamente siniestras, como alcantarillas o almacenes en los que los chicos se esconden entre baúles y maniquíes, y en el que cobra jocosa relevancia una máquina de dar el peso.
Como poco amenazante es el interrogatorio que realizan dos de los chicos con una de las componentes de la banda de traficantes (que depara uno de los mejores planos: uno de los chicos amenaza su cuello con una navaja, pero desiste porque ella se lo toma a risa; la cámara retrocede y vemos a otro de los chicos intentando sacarle cosquillas infructuosamente de la planta de los pies). Lo siniestro y lo cómico se aúna, o suceden, en la estupenda secuencia en la que Joe y otro de los chicos visitan al autor de las tiras cómicas, Wilkinson (Alistair Sim), con la tenebrosa ascensión por las escaleras, ‘ambientada’ con sombras y una voz amenazante (que resulta ser la voz grabada del autor relatando una de las historias). En esta vivaz narración sobre falsas apariencias y realidades subterráneas no deja de tener gracia que el villano tenga un tatuaje en su antebrazo (la inversión de la tira cómica en lo real, el dibujo en lo real), como cobra particular relevancia una buena enseñanza: no te fíes demasiado de quien ríe mucho, o demasiado estentóreamente, de todo lo que él mismo comenta y apostilla, como si fuera el protagonista en algún escenario.
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