En la primera secuencia de La última película (The last picture show, 1971), de Peter
Bogdanovich, la cámara realiza una panorámica sobre la calle vacía de Anarene,
un pueblo del norte de Texas, que parece el residuo espectral de un prototípico
pueblo del Oeste. Sólo se escucha el sonido del viento, como si fuera el ruido
de la película que se ha salido ya del proyector. El título original no es La
última película sino La última sesión.
Y ya en el inicio de la narración parece que hubiera ocurrido hace tiempo. Un
joven, Sonny (Timothy Bottoms), intenta arrancar su furgoneta. Lo intenta
varias veces hasta que lo consigue. Habita una realidad que no arranca, o que
ya le cuesta tanto arrancar que se queda atrapada en su mismo intento, como
mero espejismo. Nada arranca realmente en ese lugar, en esa realidad. Otro
chico, aún más joven, Billy (Sam Bottoms), barre en mitad de la calle. Un gesto
inútil. La realidad atrapada en un bucle. Se intenta barrer lo que nunca se
podrá barrer. Se anticipa cómo los habitantes de ese pueblo viven su vida como
quienes, con sus ilusiones y aspiraciones, intentan barrer en mitad de una
tormenta de arena. Se esfuerzan por escapar de una vida atascada, que no
arranca, como intérpretes de una película que terminó tiempo atrás, y hubieran
quedado atrapados en su eterna repetición, como una condena.
En esas primeras secuencias se proyecta en la única sala de
cine de Anarene (que en la novela de Larry McMurtry, que él mismo adapta junto
a Bogdanovich, se llama Thalia, nombre también ficticio, trasposición de su
pueblo natal, Archer City), El padre de
la novia (1950) de Vincente Minelli, y en las últimas, como proyección de
cierre antes de clausurar el cine, Rio
Rojo (Red river, 1948) de Howard Hawks. En palabras de su director, Peter
Bodanovich, la primera representa la mirada convencional de Hollywood sobre la
clase media americana. La segunda, la evocación de un pasado glorioso que más
que real es mítico, soñado, la representación de ese impulso de pionero de
poner en movimiento la vida frente a la incertidumbre de una odisea plagada de
adversidades. En la primera sesión se expone la insatisfacción, y la aspiración
a un sueño que es mero espejismo. Sonny se besa con su novia desde hace un año,
Charlene (Sharon Taggart), pero mira (como quien mira la pantalla de lo
sublime) a Jacy (Cybil Shepperd) besándose con su amigo Duane (Jeff Bridges). Esa
misma noche concluirá la relación entre Sonny y Charlene, una relación
sostenida sobre una rutina sustitutoria del sueño al que se aspira pero no se
alcanza, una relación que se mantenía porque la convención dice que hay que
mantener alguna relación con alguien. Las relaciones convencionales, ajustadas
a las normas y la corrección moral, son un semillero de insatisfacciones y
frustraciones. La última proyección, de Río rojo, apuntala la concepción de una
vida que no logra ponerse en movimiento. La vida sí es una odisea plagada de
adversidades, pero en la pequeña escala de las sórdidas y desoladoras
decepciones. La narración concluye con una panorámica parecida a la inicial
sobre las calles desiertas del pueblo, ahora con menos habitantes, por las muertes
y las marchas de algunos de ellos, pero ahora su movimiento es en dirección
contraria. No hay dirección, no hay desplazamiento, sino cautiverio en un bucle
de repetición.
Entremedias, está lo que narra esta bella y sobrecogedora
obra, la vida, el ruido de unos muelles mientras dos soledades buscan compensar
sus confusiones o decepciones, como es el caso de Sonny y Ruth (Cloris
Leachman), la esposa del entrenador (de quien sutilmente e sugiere que sus
gustos son otros), el empeño de un niño, algo retrasado, por barrer una calle
polvorienta que recorren los matojos, las agitaciones tanto de los jóvenes como
de los adultos, no sólo por sus hormonas, sino por sus anhelos de sentirse
alguien excepcional o de sentir algo fuera de lo corriente, que les haga sentir
ilusión de acontecimiento entre las asfixiantes rutinas como figuras clavadas
en el sofá mientras contemplan un programa de televisión. Buscan la fuga de la vida programada en los rituales de
escapismo, como los ancianos jugando al dominó en el billar del pueblo o los
partidos de fútbol americano de los estudiantes (que siempre pierden, con
notorios vapuleos), o con los amoríos
fuera de la frustración marital, como Lois (Ellen Burstyn), la madre de Jancy
con Abilene (Clu Gulager), consciente, con serena resignación, tanto de por qué
lo hace como de la vulgar calaña del amante, un empleado de su esposo, carente
de escrúpulos, pero con algo hay que matar el tiempo en un lugar donde nada
ocurre y nada te ofrece. La satisfacción del deseo puede servir de provisional
fuga, pero hay quienes incluso buscan aún el espejismo de la calidez afectiva
de la que carecen, como Ruth, quien establece su tierna relación con Sonny
buscando un cariño, un estímulo que compense su vida de emociones aparcadas. Quizá
sí sea posible una conexión genuino, y no un mero sucedáneo sustitutorio. Pero
todos parecen descomponerse como ese decorado azotado por el polvo que nunca
podrá barrerse. Hay quien representa esa vida que fue o pudo ser, el eco de una
integridad que se ha ido perdiendo, o deslustrando. Sam el León (Ben Johnson),
el dueño de la cafetería, la sala de cine y el salón de billar, es el cansado
residuo de un pasado que pudo ser mítico, y a la vez la huella de una
integridad que parece perdida (es quien cuestiona aceradamente a Duane, Sonny y
sus amigos, su despreciable broma de forzar a Billy a que sea desvirgado con
una prostituta, solo para divertirse y compensar su aburrimiento de noche de
sábado; cuántos estragos ha hecho el aburrimiento en el ser humano, por las
aberrantes acciones que le ha llevado a cometer). Su diálogo (o más bien
monólogo), junto a Sonny y Billy, ante el lago, evocando, con lúcida serenidad,
su juventud, la muerte de su esposa e hijos y aquel excepcional amorío que fue como
un fugaz fulgor, es el vibrante y noble último canto de un crepúsculo. La real
última sesión de la película que ya no podrá ser.
La decepción abrasa a los ingenuos, como Sonny, mientras que
quien no se implica arrasa a los otros, como Jancy, que busca sentirse especial
en la mirada de los otros: reconoce que va a seducir a Sonny al enterarse de su
amorío con la esposa del entrenador, porque ella sabe que a él le gustaba, y en
ese momento carece de pareja (dicho de otro modo, necesita un admirador o
adorador); su gesto pétreo cuando se entrega a Duane para que la desvirgue, y
su furia porque él, ante la emoción del momento anhelado, no puede empalmarse;
su tétrica cópula con el amante de su madre en el salón de billar, como
jugadores de una partida que solo refleja su respectivo vacío interior; o su
disposición a cumplir el rito desnudarse en la piscina cubierta de los niños ricos del pueblo como forma de
aspirar a ser parte integrante de los privilegiados, ya que su novio, Duane,
pertenece a la clase inferior, motivo por el que no es considerado por su padre
el adecuado partido, como tampoco posteriormente Sonny, a quien Jancy manipula
incluso para que la proponga matrimonio y así puedan ser detenidos cuando se
trasladen a otro pueblo para casarse. Sus acciones no tienen nada que ver con
lo que representa para otros. En una secuencia en la que Sonny y Jancy se besan,
frente al río, en un coche, suena la canción Blue velvet. El edificio en el que
el adolescente que encarna Kyle McLachlan, en Terciopelo azul (Blue velvet, 1986), de David Lynch, se llama Deep
wáter. Su relación con el personaje de
Isabella Rosellini le conducirá a sumergirse en una corriente de aguas agitadas
que determinarán, entre otras consecuencias, que sea apalizado. Parecidas
consecuencias serán las que depare la relación de Sonny con Jacy, incluso
apalizado por su amigo Duane. Los espejismos del deseo y el amor pueden
conducir a las contusiones de sufrir el doloroso abismo de la decepción. El
bucle se desnuda de modo más desolador: en correspondencia metafórica, muere
atropellado Billy, mientras, una vez más, barría el polvoriento suelo de la calle
en medio de una violenta racha de viento. La secuencia final, entre los dos
personajes que con más ansia buscaban esa ternura, esa calidez, tan ausente en
un espacio en el que sólo parece oírse el ruido de la película que se ha
soltado del proyector, al que ahora se añade el ruido de las batientes de las
puertas de la sala de billar, es la conmovedora y desoladora conclusión de una
imposibilidad. Ya no habrá más sesiones para los sueños (de lo posible).
Bogdanovich comentó cómo las dos secuencias, para él, de
mayor voltaje emocional, tanto la reacción de Sonny al ver que han atropellado
a Billy, como la última escena entre Sonny y Ruth, las quiso rodar sin ensayos
previos, y, desde luego, el resultado es rasgadamente emocionante y
extraordinario. Otro ingenioso recurso expresivo: no hay banda sonora, sino que
la acción está puntuada, y diegéticamente, por canciones de la época, del año
en que transcurre la acción, entre 1951 y 1952. Peter Boganovich, en una
conversación con Orson Welles, señaló cómo sólo le parecía que había dos
películas destacables en la filmografía de Greta Garbo. Orson Welles le replicó
que sólo basta con una. Esto venía ser una autorreflexión sobre su obra, porque
Bogdanovich parecía consciente de que La
última película fue el pico de su filmografía, y que las que ha realizado
después no han alcanzado esa altura expresiva y densa complejidad. Él mismo
decía que quizá porque el éxito, el logro y los parabienes, le vinieron
demasiado pronto con su segunda obra. De todos modos, según mi parecer, ha realizado
varias obras interesantes, o parcialmente logradas, e incluso notables, como (especialmente)
la continuación de esta, veinte años después, Texasville (1990), o, en orden de preferencia, ¡Qué ruina de función! (1992), Esa cosa llamada amor (1993), El maullido del gato (2001), El héroe anda suelto (1968), Luna de papel (1973) y ¿Qué me pasa doctor? (1972).