lunes, 28 de junio de 2021

La última película

                               

En la primera secuencia de La última película (The last picture show, 1971), de Peter Bogdanovich, la cámara realiza una panorámica sobre la calle vacía de Anarene, un pueblo del norte de Texas, que parece el residuo espectral de un prototípico pueblo del Oeste. Sólo se escucha el sonido del viento, como si fuera el ruido de la película que se ha salido ya del proyector. El título original no es La última película sino La última sesión. Y ya en el inicio de la narración parece que hubiera ocurrido hace tiempo. Un joven, Sonny (Timothy Bottoms), intenta arrancar su furgoneta. Lo intenta varias veces hasta que lo consigue. Habita una realidad que no arranca, o que ya le cuesta tanto arrancar que se queda atrapada en su mismo intento, como mero espejismo. Nada arranca realmente en ese lugar, en esa realidad. Otro chico, aún más joven, Billy (Sam Bottoms), barre en mitad de la calle. Un gesto inútil. La realidad atrapada en un bucle. Se intenta barrer lo que nunca se podrá barrer. Se anticipa cómo los habitantes de ese pueblo viven su vida como quienes, con sus ilusiones y aspiraciones, intentan barrer en mitad de una tormenta de arena. Se esfuerzan por escapar de una vida atascada, que no arranca, como intérpretes de una película que terminó tiempo atrás, y hubieran quedado atrapados en su eterna repetición, como una condena.

En esas primeras secuencias se proyecta en la única sala de cine de Anarene (que en la novela de Larry McMurtry, que él mismo adapta junto a Bogdanovich, se llama Thalia, nombre también ficticio, trasposición de su pueblo natal, Archer City), El padre de la novia (1950) de Vincente Minelli, y en las últimas, como proyección de cierre antes de clausurar el cine, Rio Rojo (Red river, 1948) de Howard Hawks. En palabras de su director, Peter Bodanovich, la primera representa la mirada convencional de Hollywood sobre la clase media americana. La segunda, la evocación de un pasado glorioso que más que real es mítico, soñado, la representación de ese impulso de pionero de poner en movimiento la vida frente a la incertidumbre de una odisea plagada de adversidades. En la primera sesión se expone la insatisfacción, y la aspiración a un sueño que es mero espejismo. Sonny se besa con su novia desde hace un año, Charlene (Sharon Taggart), pero mira (como quien mira la pantalla de lo sublime) a Jacy (Cybil Shepperd) besándose con su amigo Duane (Jeff Bridges). Esa misma noche concluirá la relación entre Sonny y Charlene, una relación sostenida sobre una rutina sustitutoria del sueño al que se aspira pero no se alcanza, una relación que se mantenía porque la convención dice que hay que mantener alguna relación con alguien. Las relaciones convencionales, ajustadas a las normas y la corrección moral, son un semillero de insatisfacciones y frustraciones. La última proyección, de Río rojo, apuntala la concepción de una vida que no logra ponerse en movimiento. La vida sí es una odisea plagada de adversidades, pero en la pequeña escala de las sórdidas y desoladoras decepciones. La narración concluye con una panorámica parecida a la inicial sobre las calles desiertas del pueblo, ahora con menos habitantes, por las muertes y las marchas de algunos de ellos, pero ahora su movimiento es en dirección contraria. No hay dirección, no hay desplazamiento, sino cautiverio en un bucle de repetición.


Entremedias, está lo que narra esta bella y sobrecogedora obra, la vida, el ruido de unos muelles mientras dos soledades buscan compensar sus confusiones o decepciones, como es el caso de Sonny y Ruth (Cloris Leachman), la esposa del entrenador (de quien sutilmente e sugiere que sus gustos son otros), el empeño de un niño, algo retrasado, por barrer una calle polvorienta que recorren los matojos, las agitaciones tanto de los jóvenes como de los adultos, no sólo por sus hormonas, sino por sus anhelos de sentirse alguien excepcional o de sentir algo fuera de lo corriente, que les haga sentir ilusión de acontecimiento entre las asfixiantes rutinas como figuras clavadas en el sofá mientras contemplan un programa de televisión. Buscan la fuga  de la vida programada en los rituales de escapismo, como los ancianos jugando al dominó en el billar del pueblo o los partidos de fútbol americano de los estudiantes (que siempre pierden, con notorios vapuleos),  o con los amoríos fuera de la frustración marital, como Lois (Ellen Burstyn), la madre de Jancy con Abilene (Clu Gulager), consciente, con serena resignación, tanto de por qué lo hace como de la vulgar calaña del amante, un empleado de su esposo, carente de escrúpulos, pero con algo hay que matar el tiempo en un lugar donde nada ocurre y nada te ofrece. La satisfacción del deseo puede servir de provisional fuga, pero hay quienes incluso buscan aún el espejismo de la calidez afectiva de la que carecen, como Ruth, quien establece su tierna relación con Sonny buscando un cariño, un estímulo que compense su vida de emociones aparcadas. Quizá sí sea posible una conexión genuino, y no un mero sucedáneo sustitutorio. Pero todos parecen descomponerse como ese decorado azotado por el polvo que nunca podrá barrerse. Hay quien representa esa vida que fue o pudo ser, el eco de una integridad que se ha ido perdiendo, o deslustrando. Sam el León (Ben Johnson), el dueño de la cafetería, la sala de cine y el salón de billar, es el cansado residuo de un pasado que pudo ser mítico, y a la vez la huella de una integridad que parece perdida (es quien cuestiona aceradamente a Duane, Sonny y sus amigos, su despreciable broma de forzar a Billy a que sea desvirgado con una prostituta, solo para divertirse y compensar su aburrimiento de noche de sábado; cuántos estragos ha hecho el aburrimiento en el ser humano, por las aberrantes acciones que le ha llevado a cometer). Su diálogo (o más bien monólogo), junto a Sonny y Billy, ante el lago, evocando, con lúcida serenidad, su juventud, la muerte de su esposa e hijos y aquel excepcional amorío que fue como un fugaz fulgor, es el vibrante y noble último canto de un crepúsculo. La real última sesión de la película que ya no podrá ser.

La decepción abrasa a los ingenuos, como Sonny, mientras que quien no se implica arrasa a los otros, como Jancy, que busca sentirse especial en la mirada de los otros: reconoce que va a seducir a Sonny al enterarse de su amorío con la esposa del entrenador, porque ella sabe que a él le gustaba, y en ese momento carece de pareja (dicho de otro modo, necesita un admirador o adorador); su gesto pétreo cuando se entrega a Duane para que la desvirgue, y su furia porque él, ante la emoción del momento anhelado, no puede empalmarse; su tétrica cópula con el amante de su madre en el salón de billar, como jugadores de una partida que solo refleja su respectivo vacío interior; o su disposición a cumplir el rito desnudarse en la piscina cubierta de los niños ricos del pueblo como forma de aspirar a ser parte integrante de los privilegiados, ya que su novio, Duane, pertenece a la clase inferior, motivo por el que no es considerado por su padre el adecuado partido, como tampoco posteriormente Sonny, a quien Jancy manipula incluso para que la proponga matrimonio y así puedan ser detenidos cuando se trasladen a otro pueblo para casarse. Sus acciones no tienen nada que ver con lo que representa para otros. En una secuencia en la que Sonny y Jancy se besan, frente al río, en un coche, suena la canción Blue velvet. El edificio en el que el adolescente que encarna Kyle McLachlan, en Terciopelo azul (Blue velvet, 1986), de David Lynch, se llama Deep wáter. Su relación con el  personaje de Isabella Rosellini le conducirá a sumergirse en una corriente de aguas agitadas que determinarán, entre otras consecuencias, que sea apalizado. Parecidas consecuencias serán las que depare la relación de Sonny con Jacy, incluso apalizado por su amigo Duane. Los espejismos del deseo y el amor pueden conducir a las contusiones de sufrir el doloroso abismo de la decepción. El bucle se desnuda de modo más desolador: en correspondencia metafórica, muere atropellado Billy, mientras, una vez más, barría el polvoriento suelo de la calle en medio de una violenta racha de viento. La secuencia final, entre los dos personajes que con más ansia buscaban esa ternura, esa calidez, tan ausente en un espacio en el que sólo parece oírse el ruido de la película que se ha soltado del proyector, al que ahora se añade el ruido de las batientes de las puertas de la sala de billar, es la conmovedora y desoladora conclusión de una imposibilidad. Ya no habrá más sesiones para los sueños (de lo posible).

Bogdanovich comentó cómo las dos secuencias, para él, de mayor voltaje emocional, tanto la reacción de Sonny al ver que han atropellado a Billy, como la última escena entre Sonny y Ruth, las quiso rodar sin ensayos previos, y, desde luego, el resultado es rasgadamente emocionante y extraordinario. Otro ingenioso recurso expresivo: no hay banda sonora, sino que la acción está puntuada, y diegéticamente, por canciones de la época, del año en que transcurre la acción, entre 1951 y 1952. Peter Boganovich, en una conversación con Orson Welles, señaló cómo sólo le parecía que había dos películas destacables en la filmografía de Greta Garbo. Orson Welles le replicó que sólo basta con una. Esto venía ser una autorreflexión sobre su obra, porque Bogdanovich parecía consciente de que La última película fue el pico de su filmografía, y que las que ha realizado después no han alcanzado esa altura expresiva y densa complejidad. Él mismo decía que quizá porque el éxito, el logro y los parabienes, le vinieron demasiado pronto con su segunda obra. De todos modos, según mi parecer, ha realizado varias obras interesantes, o parcialmente logradas, e incluso notables, como (especialmente) la continuación de esta, veinte años después, Texasville (1990), o, en orden de preferencia, ¡Qué ruina de función! (1992), Esa cosa llamada amor (1993), El maullido del gato (2001), El héroe anda suelto (1968), Luna de papel (1973) y ¿Qué me pasa doctor? (1972).

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