domingo, 8 de noviembre de 2020

Paula (Framed)

                           

No controlamos los acontecimientos, sea por aleatoriedad, o por injerencia o manipulación de otros. No importa cuáles son nuestras cualificaciones ni nuestras capacidades. Como una corriente que es arrastrada, el curso de los acontecimientos nos conduce, y en esa serie de factores determinantes también intervienen de modo decisivo nuestras fragilidades, como un cuerpo que se encoge y encorva. En Paula (Framed, 1947), de Richard Wallace, Lambert (Glenn Ford) es un hombre honesto cualificado (es ingeniero). Se encuentra en la tesitura de buscar cualquier trabajo para ganarse la vida. Nos es presentado conduciendo un camión sin frenos, superando una serie de curvas en una cuesta hasta llegar, accidentalmente, al punto de destino, donde choca contra una camioneta aparcada en la entrada de la empresa que le ha contratado. Sin frenos, aunque no por negligencia, sino por sabotaje, es como se encontrará cuando una pareja, Price (Barry Sullivan) y su amante, Paula (Janis Carter), le tienda una trampa para incriminarle (a ese alude el título original, framed) y se vea forcejeando con la maraña en la que le han envuelto. Su propósito es utilizar su condición de figura a la deriva sin arraigo ni vínculos para ejercer como reemplazo de cadáver (desfigurado) que haga creer que su identidad corresponde a otro (Price). Quien le tiende la trampa, vicepresidente de un banco, de la que es dueña su esposa, quiere enriquecerse, mediante el robo, escudándose en su imagen de respetabilidad, es decir, quiere aprovecharse de la falsedad de las apariencias, como vivo o como muerto.

En la primera secuencia queda bien definido el temperamento de Lambert, como una llama que rápidamente prende, así como queda clara su actitud honesta cuando se enfrenta al empresario de la agencia de transportes que no quiere abonar una indemnización al dueño de la camioneta, Cunningham (Edgar Buchanan). El enfrentamiento con el poderoso conlleva no sólo que no cobre sino que se vea detenido, pero para su sorpresa no tendrá que pasar once días en la cárcel, porque la multa la paga Paula, la camarera por la que se ha sentido atraído en el bar La Paloma. Pero las apariencias no son lo que parece, u ocultan un abismo. Lo que le ha atraído de él a Paula es otra cuestión, y no precisamente la generosidad. Tras dejar a Lambert en una habitación de hotel, durmiendo la borrachera, mediante una impecable transición, que refleja la clandestinidad de sus actos en la silenciosa noche, Paula se encuentra con Price. Ambos han tramado quedarse con un sustancioso botín del banco, pero necesitan un chivo expiatorio, alguien como Lambert que tiene constitución parecida a Price, aunque no sus rasgos, pero esto no será problema porque su plan implica despeñar el coche de Price (y hacer pasar el cadáver carbonizado de Lambert por él).

El argumento de John Patrick fue convertido en guion por Ben Maddow, quien años después adaptaría novelas de William Faulkner en Han matado a un hombre blanco (Intruder in the dust, 1949), de Clarence Brown y WR Burnett en La jungla de asfalto (1950), de John Huston. Tras ser estigmatizado en la lista negra, escribiría los guiones de Johnny Guitar (1954), de Nicholas Ray y, adaptando una novela de Erskine Cadwell, Pequeño acre de Dios (1958), de Anthony Mann, aunque ambas las firmara Philip Yordan. Maddow hila con impecable precisión esa maraña que envuelve a Lambert, y que urden Paula y Price,  afilado reflejo de la sociedad de la postguerra en la que la codicia y la falta de escrúpulos no escatimaban medios para propiciar el enriquecimiento ( y a costa de los demás), algo que no ha variado mucho más de cuatro décadas después.  La concisión de sus trazos queda bien reflejada, por ejemplo, en la primera tensa conversación entre Price y su adinerada esposa, en la que ella reconoce que pese a estar ocho años casados no le conoce y que, efectivamente, su padre tenía razón cuando le calificó, antes de que se casara con él, como un oportunista. La realidad se define y trama por la condición movediza y capciosa de las apariencias. La narrativa se teje sobre los azares y las manipulaciones. La casualidad posibilita que Lambert sea empleado por Cunningham cuando este vaya a cobrar un dinero en el banco por su mina (pero es determinante para que se decida la actitud que mostró Lambert al defenderle ante el empresario: una colisión cuyas consecuencias son las contrarias, la alianza). Cuando Paula se entera por Lambert de ese hecho llama a Price para que le niegue el crédito. Al salir del despacho enojado Cunningham, por el dilatado plano que dedica Wallace a la secretaria ya se intuye que no es arbitrario. Efectivamente, Cunningham será acusado de la muerte de Price por esas amenazas, y la secretaria será crucial testigo. Porque no es Lambert quien muere como se suponía, ya que Paula tenía otros planes distintos a los de Price.

El azar posibilita que Lambert descubra en el baño de Price una bata con el nombre de Paula, lo que le hace tomar consciencia de que está siendo engañado, pero su decepción la ahoga en el alcohol, su talón de Aquiles (busca en la contrariedad siempre su refugio y pierde la consciencia, por lo que es fácilmente manipulable); Paula sabe que no recuerda nada de lo que ha hecho cuando está borracho, por lo que a quién mata en el coche ( una secuencia que claramente evoca a El cartero siempre llama dos veces, como otros aspectos de la obra) es a Price para hacer creer a Lambert que él lo mató cuando estaba ebrio, aprovechándose de su amnesia. No hay nada ni nadie que la detenga en su propósito de conseguir ese dinero, por lo que será capaz de suministrar un veneno en el café cuando cree que Lambert ha descubierto su verdadera identidad. Pero ya entonces, por fin, Lambert, en vez de encogerse y encorvarse (en el refugio del aturdidor alcohol cuando las circunstancias le contrarían) ha abierto los ojos, y empieza a saber ser estratega (y disimular cuando es conveniente) en su esfuerzo por conseguir las pruebas que incriminen a Paula. Hay obras como ésta que son reflejo de su tiempo, pero que más de cuarenta años después no dejan de ser un mordaz espejo sobre una sociedad sostenida sobre la codicia, el engaño y la corrupción. Su sombra es alargada en el tiempo.



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