lunes, 9 de noviembre de 2020

Anagramas (Eterna cadencia), de Lorrie Moore

                       

La vida es triste. Aquí hay alguien. En un punto puede sentirse la distancia de un abismo. El aíre frio de la falta de ese nexo anhelado. La continuidad de dos frases condensa una colisión, un desajuste. La yuxtaposición se establece sobre la paradoja. La afirmación de la segunda no niega, ni contrarresta, la primera. Anagramas (Eterna cadencia), la primera novela de Lorrie Moore (1957), publicada originariamente en 1986, se gesta y se expande en la hendidura entre esas dos frases, en la interrogante implícita en su convivencia, en su continuidad y falta de nexo, en la constatación de la desbordante crudeza de la primera cuando se sostiene la mirada sin apartarla. Siempre sentí que la vida es simplemente una serie de humillaciones personales aliviadas, ocasionalmente, por la humillaciones de otros. ¿O también se conjuga con una incapacidad para lograr encajar las contrariedades y decepciones? A veces, cualquier cosa aparte de los dibujos animados es demasiado real para mí. En cierto momento, la protagonista se dice que quizá sobredimensiona lo que le ocurre, porque superpone lo que le afecta sobre el discernimiento. La protagonista siente que la realidad la desborda, como múltiples corrientes que surgieran de diferentes direcciones, y se entremezclaran, y reemplazaran, con lo que el preciso discernimiento sobre una misma y sobre el devenir de los acontecimientos se escurre como si siempre la realidad, inadvertida en los oscuros recovecos en los que se incuba, la adelantara con un gesto burlón. Las cosas, sin embargo, raras veces sucedían de la forma en que las entendías. La mayor parte de las veces, tan solo emergían paralelamente a lo que pensabas que estaba pasando y luego se hundían azarosamente en otra dirección. La emoción complementaria es la sensación de irrelevancia. Los acontecimientos no se controlan y una es nada, una mínima partícula en un abarrotado universo. ¿Qué relevancia puede disponer? Los gritos internos de la frustración y el desamparo son nada en el griterío de una bandada de pájaros que oscila en el universo con apariencia de coreografía. Pero quizá solo sea un caos que aparenta orden, como los vaivenes y las tormentas de su propio interior. Las partículas no tenían ningún valor. La mirada de cerca no tenía ningún uso particular (…) entre lo grande y lo pequeño, entre lo cercano y lo lejano, no había sabiduría ni tregua posible.

Y se pregunta ¿cómo nos relacionamos? Un cómo que es un por qué. Si se siente en el papel pintado la fisura que pregunta si se ha establecido esa relación como pudiera haber sido otra ya no hay pared que haga sentir que la realidad protege de las corrientes frías de las interrogantes agudas como un filo. No hay cinta adhesiva alguna sino la mera ilusión de un prestidigitación que hemos preferido crear como pantalla protectora. La gente no se casaba porque hubiera encontrado a alguien. No era una búsqueda del tesoro. Era más bien como el juego de las sillas: donde fuera que estuvieras cuando la música de estar soltero paraba, allí tenías sentarte (…) ¿hacia dónde va el amor? Cuando algo que has pegado en la pared se cae ¿qué ha sucedido con la cinta adhesiva? Esa intemperie y ese desvalimiento también se refleja en la fractura y la escisión, en la diversidad de narrativas que parecen conducir a un mismo destino que es la dirección sin propósito, un callejón sin salida, un bucle, una recta que no cesa en la nada. La novela se divide en varias narrativas, en la que se combinan los personajes de distinto modo, como distintas circunstancias, con distintas ocupaciones y relaciones entre ellos. Como si la realidad  fuera un ensayo y prueba de distintas narrativas que acaban en una bifurcación que no se transitará, o que no será nunca recorrida, porque la realidad, o el curso de la vida, también es la piel muerta de las narrativas no encauzadas. Y también los posibles reflejos imaginarios, como ella se apoya en una hija imaginaria o una amiga imaginaria, los fantasmas o las supuraciones de la decepción. En el diccionario mandíbula abultada viene justo antes de maníaco, pero en la vida no existen esas pistas. De repente, sin razón alguna, podrías empezar a babear, a aullar de mala manera a la luna. Podrías empezar a citar a tu madre, con voz alta y con convicción. Podrías perder a tus amigos por la más prosaica de las muertes. Un día podrías despertarte y encontrarte enseñando en una universidad municipal; no habría habido nada para advertirte. Podrías decirle a tus estudiantes cosas como: “Solo hay un tema válido en la literatura: la vida te decepcionará”.

Las máscaras protegen. El recorrido en la intemperie necesita de alforjas que ejerzan de coraza sino se encuentra la residencia del aquí hay alguien. Las heridas se disimulan e incluso se recubren con la apariencia de su antimateria, la vulnerabilidad se presenta como suficiencia, la fragilidad se torna amenaza de daño. La función del disfraz es la de convencer al mundo de que no estás ahí, o de que, su lo estás, no deberían comerte. Te camuflas como una profesora arrogante, como una amante arrogante, como una perra arrogante, simplemente para seguir dando vueltas y sobrevivir. La década de los ochenta, en la que transcurre la novela, también generó monstruos, como los yuppies, aunque estos eran la máscara conjugada con el vacío de una burbuja, el depredador que no se preocupa de lo que sienta nadie, la neutralización de toda empatía, la extirpación de toda pregunta que pueda hacer perder el paso para la consecución de un objetivo (es la sublimación de la línea recta que es flecha que no duda en dañar), aunque precisamente la finalidad de la interrogante sea encontrar la coherencia y consistencia en la sucesión de esos pasos (la sinuosidad que abre ángulos), la articulación de un sentido en las ficciones que nos traman y en las que no sentimos que encajemos, de ahí el desconcierto y la desorientación, la sensación de que no logramos articular siquiera lo que realmente sentimos porque las emociones yacen confundidas en una corriente revuelta. No sé cómo hablar con la gente. La vida del resto de las personas es muchísimo más complicada y eso hace que no sepa qué decirles. Discuto, Hago chistes y me callo como un muerto, Canto canciones de Broadway. Solo soy una idiota de Tomaston. Entre tantos espejos retorcidos, y la sensación de personaje en una función o representación que pudiera haber sido otra, preguntándose si se es como se pudiera haber sido o no se ha logrado siquiera entrever, hay una certeza, la sensación de residencia que es núcleo en la singladura de la vida, sea esta una deriva, una precipitación o un decurso, ese excepcional encuentro que se desea fuera lo más duradero posible: Me abraza adormecido, es pura piel y poción, y yo caigo en sus brazos como una niña, esa monotonía encantadora que es el amor, el secreto de los cuerpos, privado como el dolor.

 

 

 

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