sábado, 25 de julio de 2020
Todos a casa
Todos a casa (Tutti a casa, 1960), de Luigi Comencini, se inicia con una circunstancia absurda. En septiembre de 1943, un regimiento italiano se entera por la radio de que se ha declarado un armisticio (el mariscal Bodoglio, nuevo jefe del gobierno lo ha firmado con los aliados) antes que a través de una orden directa de las altas instancias militares. Es decir, tiene gracia pero no la tiene. Porque que determina cierta confusión, como cuando el subteniente Innocenzi (Alberto Sordi) y su pelotón, que realiza unos ejercicios de marcha fuera del cuartel, se encuentra con la desconcertante circunstancia de que son atacados por los alemanes. El tablero de ajedrez ha cambiado, y más que lo hará en los próximos días cuando Mussolini, que había estado en prisión durante tres días, recupere el poder apoyado por los alemanes y cree la nueva república social italiana, armando el ejército nacional republicano (es decir fascistas). Todo un panorama variable y confuso, como telón de fondo de la odisea de Innocenci, nada afín a la ideología fascista, cuando recorra Italia, de vuelta a casa, pasando por Roma y acabando en Napoles, junto a otros compañeros de viaje (como la misma circunstancia, su alianza con sus compañeros de viaje oscila y varía, con puntuales añadidos, separaciones y reencuentros). Una vuelta a casa que implica, para Innocenci, no implicarse, o complicarse la vida. Quiere volver a casa, pese a que durante su trayecto las circunstancias apelen al posicionamiento o la implicación, por ejemplo, con las guerrillas que luchan contra los alemanes. Siente que ha cumplido con su labor y función, y no se ajusta a la nueva circunstancia sino que pretende simplemente eludirla, fugarse, esconderse. Pero en su mismo destino se encontrará con un hogar, con un padre, que se ha posicionado, con los fascistas, y demanda que él haga lo mismo. Innocenci no quiere ni unirse ni luchar contra, por lo que se convierte en una figura borrosa en fuga en su trayecto geográfico y narrativo.
Todos a casa es una tragicomedia. Alterna tonos de una secuencia a otra, e incluso en la misma secuencia con un equilibrio y una armonía proverbiales. Una cualidad que evoca la de La gran guerra (1959), de Mario Monicelli, también protagonizada por Alberto Sordi, en cuyo guion intervinieron Age & Scarpelli (Agenore Incrocci y Furio Scarpelli). En este caso aportan argumento y diálogos, y colaboran en el guion con Comencini y Marcello Fondato. En principio, abundan más los aspectos cómicos, como cuando Innocenzi, al cruzar un túnel, es abandonado por su pelotón, con la excepción de un soldado 'de baja' con el que se han encontrado en el trayecto, Ceccarelli (Serge Reggiani), quien se dirige a Napoles con un paquete de comida para la esposa del comandante. Los hay distendidos, de pasajera conciliación armónica: el destello de cálida atracción entre Codegato (Nino Castelnuovo) y una chica judía, Silvia Modena (Carla Gravina); el descenso con la bicicleta sin frenos de Innocenzi y el sargento Fornaciari (Martin Balsam) hacia la casa de éste hasta colisionarse con la esposa (marido y mujer entregados al abrazo entusiasta con Innocenci debajo); la comida de la polenta en casa de Fornaciari compitiendo por quien llega antes a la salchicha que está en el centro; la conversación nocturna de Innocenzi con el oficial norteamericano fugado (Alex Nicol), que se esconde en la casa de Fornaciari, hablando de las actrices norteamericanas, compartiendo cigarrillos (qué expresión la de Sordi cuando aspira el humo del cigarrillo del oficial) o reflexiones sobre por qué no logran unirse todos para evitar que haya guerras.
El drama o la tragedia surge, o se alterna, en ocasiones del modo más abrupto: La tensión del grupo en el paquebote que cruza el río porque unos soldados alemanes se fijan en el apellido de Silvia en uno de sus libros, y se preguntan si será judía (porque los apellidos de judíos suelen ser nombres de ciudades); el posterior control del autobús en el que viajan, en el que será ametrallado Nino para proteger a la chica, que huye por las marismas (ya en fuera de campo; se escuchan los disparos pero se puede deducir o prever cuál será su destino); la arrolladora avalancha de la gente que surge entre ruinas cuando descubre que en el camión en que viajaba Innocenzi (y que ha perdido una rueda) está repleto de sacos de harina; la aparición nocturna de los fascistas en casa de Fornaciari justo tras la conversación de Innocenzi con el oficial norteamericano (todo atisbo de conciliación, como la relación de Nino y Silvia, se quebranta con la tragedia). O la desolación de Innocenzi al llegar a casa, y descubrir que su anciano padre prefiere que se una al nuevo ejército de fascistas que reclama soldados para ser instruidos en Alemania (qué ternura cuando le contempla dormir antes de fugarse en la noche).
El retrato de unas circunstancias inestables y vulnerables, aun combinado con la sonrisa que suscita lo absurdo o lo patético (o el jubiloso momento), es demoledor. Y es narrado con una precisión ejemplar: cada secuencia rebosa múltiples detalles o contrastes. De modo admirable, la sátira se abraza con la denuncia combativa y la reflexión con la descarnada emoción. En las últimas secuencias Innocenzi abandonará su impulso de huida (o preferir solo mirar, sin implicarse), para unirse a la lucha con los partisanos. El bellísimo encuadre final se asemeja en su construcción a una espiral (los partisanos descendiendo por las ruinas para combatir a los alemanes), porque una espiral de confusión (y desolación) es la que se vive y contra la que hay que seguir combatiendo por la libertad (por el respeto a la vida humana y a los otros).
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