lunes, 20 de julio de 2020
La gran guerra
Si resaltamos que el primer plano de La gran guerra (La grande guerra, 1959) es el de los sucesivos pies de soldados pisando el espeso barro y el último, una grúa que se eleva desde los cadáveres de los dos protagonistas hasta encuadrar la marcha de cientos de soldados entre ruinas, queda bien definido en ese trayecto narrativo la posición del componente humano en el desolado paisaje de absurdo y horror que es la guerra. En este caso, la primera guerra mundial, por cuyo acerado retrato esta obra maestra levantó ampollas, acusándosele de poner en entredicho al sacrosanto ejército por un hecho, o, mejor dicho, una ignominia que, cincuenta años después, aún se mantenía silenciada como una vergüenza no asumible: porque realmente ¿Qué hacían allí, para qué y por qué? Nadie lo sabía, y menos sus dos tunantes protagonistas, Orestes (Alberto Sordi) y Giovanni (Vittorio Gassman). Tunantes porque buscan escaquearse de la manera que sea (Giovanni conoce a Orestes durante su examen médico: soborna a Orestes para que le declaren incapacitado pero Orestes le engañará y simplemente se quedará con el dinero). Priorizan en todo momento el modo de sobrevivir y eso significa no exponerse y evitar lo más posible cualquier situación que ponga en peligro su vida. No son héroes que se ofrecen voluntarios sino de los que rezongan si se les encomienda una tarea o misión arriesgada, capaces incluso de pagar a un compañero para que les reemplace.
La idea original fue de Luciano Vincenzoni, inspirado por un relato de Giy de Maupassant, Dos amigos. En principio, solo había un protagonista, Giovanni. Dino de Laurentis, el productor, fue quien propuso que fuera un dueto, y sugirió a Alberto Sordi cuyo físico contrasta, de modo extremo, con el de Gassman. El guion, en el que colaboraron Monicelli y Age & Scarpelli, combinó situaciones y personajes de dos novelas, Un año en la meseta, de Emilio Lussu, y Conmigo y con los alpinos, de Piero Jahier. El escritor y periodista Carlo Salsa ejerció de asesor dado que había combatido en las zonas donde transcurre la acción dramática. Monicelli traza con mano maestra, una obra en la que confluyen el drama y la comedia, el apunte lírico o el absurdo, el patético y el jubiloso, a veces en la misma secuencia, e incluso en el mismo plano, con modélico equilibrio. La excepcional dirección de fotografía de Giuseppe Rotunno, en formato panorámico, resalta la triste condición espectral, y a la vez, con exquisito refinamiento pictórico, su turbiedad y suciedad. Porque el horror también es grotesco. Ya la afilada causticidad se anuncia en su mismo título, porque de grande tiene poco la guerra.
En las primeras secuencias de La gran guerra vemos cómo se aplica con ingenio el apunte de humor corrosivo a través de la elipsis. En la citada secuencia del examen médico, Giovanni, que se alista porque le han concedido la amnistía en la prisión en la que era recluso, busca el modo de librarse sobornando a Orestes. Este hace la pantomima, ante un superior, de que le está ayudando (cuando más bien está preguntando si cierra una ventana, aunque Giovanni piensa que le señala a él), y le dice que está resuelto. Elipsis: Giovanni está realizando los ejercicios de instrucción ya entre el barro. Mientras que Orestes es un medroso que busca la vía más fácil, Giovanni es un espabilado que no carece de arrogancia. Ante sus compañeros hace alarde de cómo ha llenado de paja su mochila para no cargar con peso, y cómo no teme que le pille el sargento y le rasure el pelo al cero. Elipsis: Ya en un tren, vemos cómo tiene la cabeza rasurada. En esta secuencia se encuentra con Orestes, al que persigue por encima de los vagones. Pero Giovanni sabe que si le hace daño a Orestes le estaría haciendo un favor, ya que supondría que le concedieran un permiso por alguna lesión. Al fin y al cabo, ambos están, en un sentido figurado también, en el mismo tren. Ambos comparten su desesperación, y se preguntan cómo lograrán superar su aciaga circunstancia. Monicelli, como en otras secuencias, torna la ligereza humorística en sombría conmoción con un sutil apunte que da un giro radical al tono de la secuencia cargándola de vitriolo: vemos cómo por la otra vía llega un tren de la cruz roja. Un tren blanco, un blanco refulgente con leves manchas que, paradójicamente, contiene, no visible, el lado desolador de la guerra, la mutilación y el sufrimiento. No habrá manera de escapar a su destino por mucho que lo intenten.
Como en otras obras centradas en un pelotón o batallón, caso de También somos seres humanos (1945) y Fuego en la nieve (1949), ambas de William Wellman, o Un paseo bajo el sol (1945), de Lewis Milestone, en La gran guerra no sólo los dos personajes protagonistas están admirablemente perfilados sino, con precisos rasgos, la cohorte de secundarios que les rodean, desde el soldado que espera la fotografía de su adorada actriz Francesca Bertini al teniente Gallina (Romolo Valli) que escribe las cartas de amor de un soldado que no sabe leer ni escribir (no le revelará que su novia se ha casado con otro, lee la carta como si fuera una nueva declaración de amor), pasando, sobre todo, por Bardin (Folco Lulli), soldado con cinco hijos que se ofrece siempre como sustituto, previo cobro al que le han asignado la misión, para así poder enviar el dinero a su familia: una de las más brillantes secuencias es aquella en la que Orestes y Giovanni, que cuentan el dinero que han reunido entre sus compañeros con otra acción picaresca, se encuentran en una estación con la esposa de Bardin; no se atreven a decirle que ha fallecido y, en cambio, le dan ese dinero recolectado; la tristeza se torna júbilo cuando se unen a otros compañeros que bailan en la cafetería, pero su alegría se trunca cuando les comunican que sus permisos han sido revocados. Tres cambios de tono en una secuencia que revela el prodigio de armoniosa modulación que define a esta gran obra.
Su armonía resulta más admirable dada su estructura episódica: Un soldado muere estúpidamente por llevar un aviso de la cuartel general (el teniente piensa que puede ser una notificación importante por lo que no duda en exigirle que arriesgue su vida, pese al fuego enemigo, y los cuestionamientos de Bardin que aboga por esperar a cubierto hasta el anochecer; era meramente un mensaje que indicaba que los soldados podían comer chocolate por ser fechas navideñas); una mano asoma como un garfio en la tierra; Giovanni y Orestes vacilan en disparar a un soldado alemán que silba mientras prepara café, que al fin será abatido por otro compañero de ambos, el cual reprocha su indecisión; italianos y alemanes utilizan diferentes añagazas para conseguir que una gallina, que se encuentra entre ambas trincheras, se dirija hacia ellos (irónicamente, cuando un italiano dispara sobre la gallina para que no disfruten del ave los alemanes, ya que ve que la gallina se dirige hacia ellos por el sonido que imita el de un gallo, provoca que se impulse hacia la trinchera enemiga); o cómo Orestes consigue que una sartén sea perforada (poniéndola como diana para el enemigo) para poder asar unas castañas. Como contrapunto, Giovanni y Constantina (Silvana Mangano), prostituta, van gestando en cada sucesivo encuentro una complicidad que convierte el mutuo aprovechamiento inicial (Giovanni despliega su labia para conseguir acostarse con ella, como un actor en un escenario, pero descubre al llegar al campamento que ella le ha robado la cartera) en real afecto. Pero todos los afectos quedarán embarrados, atrapados en un sinsentido que no permite fuga alguna, sino la demora de una muerte anunciada.
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