viernes, 10 de julio de 2020
La infancia de Ivan
Sacrificio (Offret, 1986), la última obra de Andrei Tarkovski, se cerraba con el movimiento ascendente desde un niño postrado, hijo del protagonista, hasta la copa del árbol que está regando para que crezca. En el inicio de La infancia de Ivan (Ivanovo detstvo, 1962) realiza también un parecido movimiento desde un primer plano del rostro del niño protagonista hasta la copa de un árbol. En el primero, el fondo son las aguas de río, que fluyen, como símbolo de impulso, de vida en movimiento. Es un plano de clausura, pero es un reinicio, una invitación al crecimiento de la mirada, la modificación de nuestra relación con la realidad y los demás. Es la afirmación vital en la actitud constructiva que opta por regar vida, en contraste, y resistencia, con la inclinación a destruir del ser humano. En el segundo, es el paisaje de un valle, un entorno natural que respira armonía, sentimiento de ascensión, como reflejan los movimientos por el aire de Ivan, como si levitara jubiloso (la levitación aparecía en un momento crucial de Sacrificio: el acto de cruzar un umbral interior: el sacrificio de todo lo que es uno, de cualquier residuo de ego, por los demás: la quintaesencia depurada del gesto empático). Es sueño y evocación, un entorno natural, unas acciones que transpiran armonía: es un inicio que conecta y enlaza con ¡Qué verde era mi valle! (1941), de John Ford y La delgada línea roja (1998) de Terrence Malick. La armonía quebrada y degradada por la incapacidad del ser humano de vivir de modo conciliado y más bien tender al daño, el abuso, la anatemización o la explotación. En La infancia de Ivan ya se anticipa en la primera imagen. En primer término se aprecia una telaraña. Ivan está atrapado en un red (en la nostalgia de su mente y en el avatar exterior de la guerra) de la que no logrará liberarse. En otros planos, relacionados con ruinas, pero también con los árboles entre los que se desplaza en el agua, también se remarca esa condición reticular. Si en Sacrificio el movimiento de cámara alienta la apuesta por un futuro, en La infancia de Ivan se asocia con la evocación de la armonía que ha sido degradada (como el árbol seco junto a la orilla).
Esa evocación es un sueño, una nostalgia de lo perdido prendida como una astilla en la mente de Ivan: el último plano de ese sueño es uno desequilibrado sobre el rostro de su madre (que mira hacia la distancia al oír un ruido). Ivan despierta en un molino desvencijado. El plano desequilibrado, en contrapicado, sobre Ivan, con el fondo difuminado de las aspas del molino, apuntala que el desequilibrio rige su vida: su causante es la guerra y de modo más específico la muerte de su madre por soldados alemanes. Un plano general nos lo muestra saliendo de ese molino, pero sin respetar la verosimilitud del desplazamiento temporal, aparece en primer término del encuadre (la realidad es la brecha de una herida, en la que tiempo y espacio, mente y realidad exterior, se confunden como una tela de araña que difumina límites). La intemperie es el aliento emocional de la narración, los contornos se han disuelto. La representación se abre en canal a sí misma sin necesidad de evidenciarse como tal, como los espacios que recorre Ivan son páramos desolados salpicados por las huellas de la destrucción. Es la guerra filtrada a través de la emoción devastada de Ivan: en diferentes secuencias, su mirada, y la cámara, se adhieren a unas palabras escritas en una pared, unas palabras que aluden al sentimiento de venganza: Ivan se desplaza por la realidad cual fantasma o sombra que ha perdido su condición de presencia, despojado de la armonía, como en las primeras secuencias recorre esos páramos, los ríos o bosques, como una figura espectral, una figura que rezuma soledad y desamparo. Su determinación y obstinación, su capacidad de superar las circunstancias físicas más adversas (como señala otro soldado, resiste lo que adultos no logran) están alimentadas por ese deseo de vengar la muerte de su madre. Es una oscuridad (interior) con la que brega: en esa habitación donde están escritas esas palabras se desplaza, repta, en la oscuridad, con un cuchillo en la mano. Es el impulso que le propulsa, con el que lucha como una herida que quisiera cerrar.
El aliento de la ternura, la calidez de la relación de Ivan con sus, más que superiores compañeros de padecimiento (o familia adoptiva), es el contrapunto que esforzadamente busca equilibrar el desgarro de la vivencia de esa circunstancia. Como también lo es el naciente, pero vacilante, cortejo entre su amigo, el capitán Kholin (Andrei Zubkov), y Masha (Valentina Malyavina), como refleja su paseo, tanteo, en el bosque de abedules, el cual culmina con un beso sobre una zanja; el cuerpo de ella, abrazado a él, se sostiene sobre el vacío; hendidura que es rastro simbólico de una herida, la de unas circunstancias dolientes. Por eso, tras el beso, él se retrae. El vértigo de los sentimientos les captura, pero no logran superar esa distancia por el impedimento de esa circunstancia que les condiciona y retrae (como un disco que se raya; su último encuentro, ya que ella ha sido asignada a otro destino, se define por lo que no se atreven a expresar; su vacilación se interrumpe porque el brazo del tocadiscos se ha quedado atascado en un surco, como su relación quedará truncada).
La infancia de Ivan es la opera prima de Andrei Tarkovski, basada en un relato de Vladimir Bogomolov. Michael Papava escribió un primer guion, aunque presentaba a Ivan como un héroe y modificaba el final, en el cual Ivan acababa en un campo de prisioneros, lo que no satisfizo al escritor. La producción se detuvo a finales de 1960 al ser despedido el director que empezó a rodarla, Eduard Abalov. Tarkovski se enteró del proyecto por mediación de Vadim Yusov, el director de fotografía, y se ofreció para dirigirlo. Dedicó varios meses a reescribir el guión. Y se convirtió en la primera de las siete extraordinarias obras que realizó. En sus obras son recurrentes las imágenes artísticas en libros o espacios arquitectónicos. En cierta secuencia Ivan contempla las ilustraciones de un libro de arte. Cuando lo aparta, se aprecia sobre el suelo una campana, que luego atará para que penda del techo. En otra secuencia, un icono destaca en la bóveda quebrada de un edificio que ya es ruina. Una campana y los iconos serán elementos fundamentales en su siguiente obra, la magistral Andrei Rublev (1966), otra obra sobre la emoción devastada por la tendencia humana a la destrucción y el ejercicio del daño.
Ingmar Bergman reconoció que La infancia de Ivan, para él, adquirió la condición de una revelación: De repente, me encontré a mí mismo sosteniendo ante la puerta de una habitación las llaves de lo que hasta entonces nunca se me había ofrecido. Era una habitación en la que siempre había querido entrar y donde él se desplazaba libre y fluidamente. Esa influencia se puede apreciar, sobre todo, en obras como Persona (1966) y La hora del lobo (1968). También llegaría a reconocer que nunca logró traspasar como hubiera querido esa puerta. Pocos cineastas han logrado aproximarse, sin dejar de ser singulares, caso de Terence Davies o Terrence Malick. Tarkovski, y Resnais unos años antes con Hiroshima mon amour (1959), abrieron senderos o derruyeron tabiques en los modos de representación cinematográfica (de modo específico con el montaje, con la modulación y duración, que conecta con el serialismo; eran compositores de la narración). En el cine de Tarkovski se diluyen límites entre lo mental y la realidad exterior, y se dota a lo concreto o matérico de una fisicidad y presencia inusual, conjugado a su vez con una condición abstracta que transfigura la mirada (percepción alterada e inmersión en una vivencia o impresión interior).
En La infancia de Ivan, la materia es otro personaje: las gotas suspendidas en los dedos de Ivan, la pátina verdosa en las aguas estancadas, las manzanas que comen los caballos, el barro adherido al cuerpo de Ivan…), y la guerra es un espacio alucinado, como si las entrañas de la vivencia de Ivan, de esa emoción deshabitada, se hicieran cuerpo, que es a la vez metáfora, como esa puerta que se sostiene ante una casa derruida, sin el sustento de paredes o contornos, tras la que un anciano pasea con su gallo como una sombra errante. No hay hogar, no hay umbrales. Sólo los signos de un extravío: el avión estrellado, como una interrogante en el paisaje; los cuerpos de los dos soldados ahorcados en la otra orilla. Los tiempos, pero también los espacios (mentales y externos), en ocasiones se funden para evidenciar un desencuentro, un rasgón irrecuperable. Ivan sueña en el bunker, como si se sintiera dentro de un pozo; la cámara panoramiza hacia arriba y le vemos en lo alto junto a su madre mirando al interior del pozo, intentando ver el reflejo de las estrellas, aunque sea de día. Abajo, en esa realidad que es pesadilla, informe, las manos de Ivan intentan atrapar en las aguas un reflejo que no existe, que es sólo nostalgia, pues ya habita un pozo sin fondo, el del escenario de la destrucción y la armonía degradada.
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