jueves, 9 de julio de 2020
Cenizas de amor
Quizás esté muerto, y no lo sé, se dice a sí mismo Harry Pulham (Robert Young), un hombre de negocios de Boston, en una de las primeras secuencias de Cenizas de amor (H.M Pulham, esq, 1941), de King Vidor. Esa observación se debe a que ha comenzado a repasar su vida, y se pregunta si de verdad la ha vivido, y no la ha convertido en una vida sostenida sobre meros inerciales rituales. Se preguntará para qué las decisiones o direcciones de vida que ha tomado. Si eran las que debía haber tomado. Pocos literatos como Anton Chejov han reflejado ese replanteamiento vital, esa mirada atrás que pone en cuestión los cimientos del presente, y evidencia sus fisuras y grietas, los remordimientos y arrepentimientos conscientes o inconscientes. La adaptación del propio Vidor y su esposa Elizabeth Hill de H.M. Pulham, esquire, de John P Marquand, publicada ese mismo año, conecta, como pocas producciones estadounidenses, con ese enfoque o esa sensibilidad.
Ya queda evidente que Pulham no está presente en su vida desde la primera secuencia. Se narran sus acciones ritualizadas, las que efectúa todos los días, pero los primeros encuadres no destacan su rostro, sino sus piernas o manos, cuando desciende las escaleras o maniobra el huevo pasado por agua. La secuencia inicial describe el despertar de un día cualquiera de Pulham, planteada con distendida ironía, a través de una narrativa fragmentada que refuerza la consideración de que su vida está hecha de esos pequeños detalles que conforman el puzzle de sus rituales repetidos día tras día: cómo corta el huevo pasado por agua, cómo unta las tostadas, cómo saluda a su perro (al que lanza un trozo de pan), cómo realiza sus ejercicios de respiración caminando ya en la calle o cómo lanza un par de cacahuetes a las ardillas del parque en su camino hacia su oficina. Pero éste día no será igual. La irrupción del pasado le pone la zancadilla, y desajusta su inercia. Primero le llama Rodney (Leif Eriksson), un antiguo compañero de la Universidad (el hecho de que no lo reconozca en principio refleja ese entumecimiento vital en el que el pasado se ha desvanecido como recuerdo y vive en un presente sin memoria, sin sentido del tiempo). Tras reunirse con él y otros antiguos compañeros se enfrenta a la consciencia, como él señala a su amigo, de cómo ha pasado el tiempo (han superado los cuarenta, pero se siente más viejo que joven). Su amigo le propone, para un encuentro de antiguos compañeros, la tarea de escribir su biografía. Pulham comienza a escribir la evocación de lo que ha sido su vida, la cual, irónicamente, parece que se asemeja más a una esquela (de ahí su observación de quizás esté muerto y no lo sé).
Acontece una segunda irrupción del pasado, la cual parece surgir de las brechas de volver a sentirse en el tiempo (por lo tanto, recordarse), que ejerce sobre él una más profunda conmoción. También, significativamente, no reconoce su voz cuando le llama por teléfono. Es aún más significativa esa dificultad para reconocer a quien le llama, porque Marvin (Hedy Lamarr) le enfrenta, de modo más directo y crucial, con las decisiones que ha hecho en su vida. Él mismo es consciente de que le arroja a una zona que le aleja de la entumecida confortabilidad de su presente. La secuencia en la que acude a la cita con Marvin, aparte de ser una de las más bellas que ha rodado Vidor, condensa con ingenio y sucinta emoción el conflicto de la obra: Pulham entra en el local, y ve a Marvin desde la distancia, en plano general. Pulham se queda conmocionado, paralizado. Vidor dedica un primer plano al semblante abstraído de Vivian, al que sucede la observación de Pulham de qué bella ésta (pero la mirada de Marvin refleja una honda y exhausta pesadumbre, como si el paso de los años más bien la hubiera consumido gradualmente). Pulham no se ve capaz de afrontar ese encuentro (esa emoción que detecta en Marvin) y se marcha. Camino de su hogar, compra en una floristería, un ramo de rosas para ella, con una nota añadida en la que reconoce cómo no ha podido afrontar el reencuentro. Pero también compra otra flor, un gladiolo, para su esposa (con la que no podrá hacer la escenificación romántica deseada porque ella está hablando por teléfono con una amiga, y más pendiente de urgirle a que se prepare para un compromiso social que tienen esa noche; lo doméstico es un espacio deshabitado de emoción, como autómatas que interactúan con una cordial y afable afectuosidad). Pero después de retornar de ese compromiso, Pulham no podrá conciliar el sueño. Aquella expresión pesarosa de Marvin parece que se ha sedimentado en el propio Pulham cuando empieza a evocar su vida pasada. Una consciencia del paso del tiempo que es peso, pesadumbre entumecida.
Ambos se conocieron trabajando en una agencia de publicidad (detalle corrosivo para alguien que acabo subordinando su vida a las apariencias, a vivir en la superficie de los rituales de la vida). Y estuvieron a punto de materializar una relación, un amor que no fructificó porque al revés de la que se convirtió en su esposa, Kay (Ruth Hassey), una mujer de valores convencionales, Marvin era una mujer independiente que no quería subordinar su actividad profesional al matrimonio, ser ella la que tuviera que ceder para poder establecer la relación marital cuando Harry al morir su padre abandona la agencia, y Nueva York, para ocuparse del negocio familiar en Boston (el esq de HM Pulham, esq, alude a la relevancia o influjo del estatus social). El peso de una tradición se superpuso a la arriesgada ruptura radical que implicaba un amor verdadero. Y por eso Pulham acabó casándose con la mujer que conocía desde niño, aunque incluso en la juventud la rehuyera, pero que sí pertenecía a ese mundo detenido de rituales y tradiciones por el que optó, para preguntarse veinte años después que quizás estaba muerto, y no lo sabía. Probablemente, porque ambos compartieron, en un velero, su infelicidad, y decidieron unir su insatisfacción como si se desplazaran en un ilusorio velero que más bien estaba varado.
Por eso, cuando Pulham, durante su evocación, escribe que Marvin fue la figura fundamental de su vida, inmediatamente borra la frase. Y comenta, para sí mismo, cómo en las biografías no aparecen los momentos realmente significativos en la vida de cada uno (esos que se tachan porque en ocasiones son inconvenientes, de cara a los demás y para uno: como el recuerdo de aquel gran amor que no supo realizar). Por eso, pese a que decida reencontrarse con Marvin y reconocer que, como ella, la sigue amando igual que décadas atrás, no será capaz de arriesgarse y optar por lo que propiciaría que él se sintiera presente y vivo, y acepta la propuesta de su esposa de realizar un viaje. Proposición que él le había hecho antes de reencontrarse con Marvin, acorde a su tendencia a la cómoda huida por la tangente (como quien opta por el apósito de un liviano cambio en la rutina), pero que ella comprende que implica amenaza para su futuro marital. Marvin no vacila en aceptar esa propuesta pese a que parecía haberse decidido por reiniciar la relación con Marvin. Prefiere esconder la cabeza o coger el cacahuete que le lanza su esposa.
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