sábado, 23 de mayo de 2020
Llamada a las doce
Llamada a las doce (Return from ashes, 1965), de J Lee Thompson y Phoenix (2014), de Christian Petzold, adaptan la misma novela, Les retour des cendres, de Hubert Montheilet, pero sus enfoques son más bien divergentes. Petzold adapta parte de la novela, porque se centra en la vertiente amorosa, en la circunstancia de una mujer, Nelly (Nina Hoss), que es reconstruida, en maneras y características (cómo viste, cómo firma), por quien fue su marido sin que este sepa quién es, ya que no la reconoce, la ve como una réplica de quien fue su esposa, a quien da por muerta durante su reclusión en un campo de concentración. Como piensa que es otra, la conmina a que le ayude a conseguir la herencia que ella heredó de su familia haciéndose pasar por su esposa. Nelly acepta hacerse pasar por sí misma. Acepta ser instruida para actuar como ella misma. Acepta ser una ficción que implica ser la representación de ella misma. El título, Phoenix, alude a un reinicio, como un ave fénix que surge de sus cenizas. Nelly necesita que reconstruyan su rostro desfigurado. Prefiere utilizar el término recrear a reconstruir. Reconstruir recuerda que ha habido una destrucción. Recrear sugiere más un reinicio. Pero no será un reinicio amoroso cuando sea reconstruida por su marido, quien no la ve. Ella busca desesperadamente que él la reconozca en el proceso, pero él no deja de reprocharla que pretenda actuar como su esposa. La peripecia individual no dejaba de ser correlato de la colectiva. Es el relato de la negación de unas heridas, o cómo se genera el olvido histórico. La obra de Thompson, cuyo título original, Return from ashes, incide más en la idea de regreso, retorno de las cenizas, comienza con un estado emocional terminal, la doctora Michele Wolf. Es la única en el compartimento del tren que no reacciona ante el hecho de que un niño, que momentos antes estaba molestando a todo el mundo con sus patadas a la puerta, se haya caído del tren. Su gesto no varía, permanece igual de sombrío, como si un pesar insondable la hubiera incapacitado para poder sentir la mínima conmoción, tales límites de sufrimiento ha traspasado. La cámara desciende hacia su brazo, para apreciar que tiene escritos unos números: ha sido prisionera en un campo de concentración.
Esa condición sombría, grave, amplificada por la magnífica dirección de fotografía de Christopher Challis, un blanco y negro cincelado con sombras que pesan pero no se manifiestan sino que se insinúan, ya asienta la tonalidad de una narrativa que contrasta una figura que ha sufrido la degradación más terrible, durante años, con la falta de escrúpulos de quienes sólo se preocupan de sí mismos. Ha acontecido una circunstancia terrible en el continente, pero pocos años después de la guerra, el ser humano, aunque sea en pequeña escala, sigue actuando del modo más cruel. Ya no es siquiera plantear la noción de olvido histórico, o cómo las sociedades se reconstruyen sin aprender de lo terrible acontecido, simplemente la constancia de la naturaleza humana, o de sus más siniestras y retorcidas inclinaciones, en una escala u otra.
En este caso, hay dos figuras con las que se contrapone Michele, su marido, un jugador de ajedrez polaco que aspira a ser el gran maestro en tal actividad, Stanislaus (Maximilian Schell) y la hijastra de Michele, Fabienne (Samantha Eggar), que es a quien se le ocurre la idea de usarla como peón para conseguir la herencia de su madrastra utilizando su parecido, y que mantiene una relación sentimental con Stanislaus. Ambos viven en la casa de Michele pero carecen de dinero alguno (ya era esa la misma situación de Stanislaus cuando se casaron, como muestran las primeras secuencias, en flashback; asumía sin conflicto alguno ser mantenido por su esposa). Tanto él como Fabienne son parásitos virulentos. En la noche que Michele y Stanislaus se conocieron, él le habló de su libro favorito, Los hermanos Karamazov, de Fedor Dostoyevski. Le lee en su pasaje preferido, que condensado expresa que Si Dios no existe, todo está permitido. Define a alguien que juega contra la realidad con las armas de la falta de escrúpulos, para conseguir la circunstancia más ventajosa o beneficiosa. Fabienne es igual. Su realidad se restringe a ella misma y su amor a Stanislaus. Esta es la diferencia sustancial con respecto a éste. Stanislaus no ama a ninguna de las dos mujeres sino a sí mismo.
El pasaje de la reconstrucción de la que creen que es otra mujer y no su esposa o madrastra concentra menos de la mitad de la película, ya que Michelle no logra encajar, o más bien le indigna, tomar consciencia de que él no la amaba y que él asumía con indiferencia que ella le había comprado como marido o amante. Por tanto el núcleo narrativo se centrará en la tensión, o partida de ajedrez, entre tres contrincantes, aunque más bien quienes establecen escenarios de partida más agresivos sean quienes urden o traman para conseguir la circunstancia más provechosa para ellos. Michele solo realiza un movimiento, que le basta. Sabe que Stanislaus y Fabienne son amantes, y sabe que él no le ama, pero siente que esa relación con Stanislaus será su última relación, como quien sabe que para ella sería imposible otro reinicio. Asume la naturaleza insuficiente de ese nuevo escenario, más real, ya sin proyecciones o ilusiones, simplemente el crudo sostén de la náufraga emocional, un cuerpo que sentir junto a ella. Pero Fabienne no aceptará ese escenario de relación, aunque para Stanislaus sea un movimiento táctico. Aspira al dinero, que disfrutar con Fabienne (como relación alternativa), pero para poder disfrutar de esas ventajas materiales se hace necesario realizar las concesiones. Stanislaus carece de toda emoción por lo que es un táctico genuino; del mismo que resulta difícil que sea derrotado en un tablero de ajedrez, juega en/con la realidad con perspectiva a corto, medio o largo, sea el que sea. Pero a Fabienne, aunque comparta la misma aguda inteligencia, le superan las emociones. No soporta una partida a largo plazo que implica compartir con otra mujer al hombre que ama. La narración entrará en una sucesión de sinuosas variación de escenarios de acuerdo a cómo replantean el escenario conveniente los jugadores, qué movimientos realizan, y con quién cuentan como aliados o no, quién es estorbo o quién es instrumento. La realidad se torna, o se revela, como escenario de urdimbres, fingimientos y manipulaciones en la que todo está permitido. Michele se libera de un campo de concentración para confrontarse con una variación en pequeña escala en la que, para otros, la vida ajena no es nada, por eso, prescindible. Varían las justificaciones, en un caso, por ser judía, y en otra, por su dinero. El único elemento disonante es el azar, el cual también juega. En este sentido, conecta con la obra de Mankiewicz, en especial con su más cínico manipulador, Paris Pitman (Kirk Douglas), en El día de los tramposos (1970).
J Lee Thompson fue arrinconado en la sección de directores rutinarios o impersonales, meros narradores funcionarios convencionales, en buena medida debida al escaso atractivo de sus producciones de las décadas de los setenta y ochenta, nueve de las cuales estaban protagonizadas por Charles Bronson. Su única obra previa que parecía merecer consideración fue, durante mucho tiempo, El cabo del terror (Cape fear, 1962). Pero, más allá de éxitos populares como Los cañones de Navarone (The guns of Navarone, 1961), en la que sustituyó a Alexander MacKendrick poco antes de iniciarse el rodaje, o la estimable La India en llamas (Northern frontier, 1959) o La bahía del tigre (The tiger bay, 1959), se pueden descubrir, entre sus obras de los cincuenta, hasta mediados de los sesenta, obras muy estimulantes, notables o incluso excelentes, caso de Woman in a dressing gown (1957), que pudiera considerarse otro antecedente, o simple manifestación temprana, del free cinema, obra producida por Thompson, como Llamada a las doce, o la producción bélica Fugitivos en el desierto (Ice cold in Alex, 1958), además de la notable y descarnada Yield of the night (1956), centrada en los últimos días de una condenada a muerte. Del mismo modo que en cineastas consagrados, como Roberto Rosellini, Jean Renoir o Jean Luc Godard, se pueden encontrar obras fallidas o directamente flojas (incluso, en proporción abundante), en directores poco o nada considerados se pueden descubrir producciones brillantes. Llamada a las doce es otra de estas sugerentes obras.
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