lunes, 25 de mayo de 2020
Dejad paso al mañana
Dejad paso a la mañana (Make way for tomorrow, 1937), de Leo mcCarey, podría haberse llamado Dejad paso a la emoción, eso sí, de modo sigiloso, como quien entra de puntillas para no despertar a los que duermen, o cierra las puertas con delicadeza para no trastornar el sistema nervioso de los demás. Desgarra con la contención de la mirada serena, templada, esa que transitaron cineastas afines en su mirada como John Ford o Yasujiro Ozu (su Viajes de Tokio, 1953, está inspirada en Dejad paso al mañana, que había impactado sobremanera al guionista Kogo Noda), cineastas que incidieron de modo recurrente, como hace aquí McCarey, en las relaciones dentro de un núcleo familiar grupal, y más específicamente, en las relaciones intergeneracionales. La película, con guion de Viña Delmar, quien adaptó una obra teatral de Helen y Nolan Leary y la novela de Josephine Lawrence, se abre con una clara declaración de principios, por la que aboga: Honraras a tu padre y a tu madre. Aunque no evitó que la película fuera un fracaso comercial en su momento, quizás por la desnudez con la que muestra los conflictos (McCarey incluso consiguió mantener la conclusión que quería pese a que la MGM abogó por una conclusión feliz; McCarey la consideraba su película predilecta; cuando recibió ese año el Oscar al mejor director por la también excepcional La pícara puritana dijo que se lo habían dado por la película equivocada). Además, su argumento carecía del complemento de romances. Sus protagonistas son una pareja de ancianos, Barkley (Victor Moore) y Lucy (Beulah Bondi), septuagenarios (aunque Moore tenía 61 y Bondi 48), que se encuentran en la delicada tesitura de tener que abandonar su hogar, ya que el banco les ha embargado la casa (apunte corrosivo: el dueño del banco fue un pretendiente en el pasado de Lucy). En su circunstancia precaria resuena, amargamente, las consecuencias del crack económico que tuvo lugar años atrás (como dice Barkley, desde que se jubiló, el dinero ya no entraba en la proporción que salía). Aunque intente buscar de nuevo trabajo como contable, su edad se convierte en drástico condicionante. En la primera secuencia reúnen a sus cuatro hijos para comunicarles su circunstancia, pero ninguno de los cuatro está en condiciones de apoyarles económicamente. La única solución que se les ocurre es acogerles, turnándose, pero por separado, porque ninguno se puede hacer cargo de los dos.
En el principio, nuestros padres nos mantienen, dependemos de ellos; cuando nos aproximamos a cruzar el umbral de la edad adulta, su referente se transmuta en modelo u obstáculo e interferencia (la adolescencia es la edad de los cortocircuitos; se intenta generar otro circuito eléctrico de relación con la vida, con la realidad, pero su proceso se ofusca con las perturbaciones de la muda o reajuste); ya en la edad adulta, son figuras en escenario ya paralelo, con las que se mantiene relación distante o próxima, conflictiva o armónica. Pero cuando los padres son ancianos devienen figuras dependientes, cual variación inversa de la primera relación. La reacción de los hijos ha sido diversa y, a la vez, puede no diferir aunque sea en culturas distintas, como evidencian las obras de McCarey u Ozu. Tampoco varía con el tiempo, como también reflejan ambas obras, a las que separan dieciséis años, o se ha demostrado en el 2020 con la pandemia del coronavirus: la ancianidad ya no sólo no es símbolo de sabiduría, sino de ni siquiera de generar respeto. Es materia prescindible, como un producto que ya no es útil ni productivo, y ocupa, por tanto, un espacio excedente (marginal si son recluidos, apilados, en una residencia). Han sido los más vulnerables, o víctimas propiciatorias, frente a la infección del virus, reflejo también de este sistema o modelo de vida que los considera material de desecho o sobrante por su condición improductiva. Si este sistema se fundamente en la economización para aumentar los beneficios (de los privilegiados), el gasto que supone su mantenimiento es un derroche. El virus ha servido para indicarnos cómo los tratamos. Otra cuestión será cómo encajemos, interioricemos, la lección.
En Dejad paso al mañana, Barkley nos es presentado en la primera secuencia, sentado en su butaca, cual rey en su trono (el de su propio espacio o pequeña percela de vida). Aunque despojado de su espacio o lugar propio ya será rey destronado. En las posteriores secuencias de la casa de su hija Cora (Elizabeth Risdon), le vemos, convaleciente, en un sofá; cuando llega el doctor la hija le hace meterse en su cama, para cuidar las apariencias ante el médico. Barkley no deja de cuestionar su presunta competencia, dado lo joven que es. En ese picajoso cuestionamiento subyace, como remanente, el orgullo de su pretérita condición de rey de su propia parcela de vida así como el disgusto por cómo se siente tratado por su hija y marido, como si fuera un residuo subordinado a otras voluntades. Esa frustración, no carente de desesperación, se pone de manifiesto, también, de modo indirecto, en la secuencia previa con su amigo, Max (Maurice Moscovitch), en la tienda de ultramarinos que éste regenta, ambos sentados en la silla, mientras Barkley comparte su nostalgia de la compañía de su esposa. Como carece de gafas (se le han vuelto a romper: otro elocuente detalle metafórico que evidencia cómo ya la realidad que vive es la de otros; ya no puede ver la propia, la que desea, le ha sido sustraída, como apósito de vidas ajenas, aunque sean las de sus hijos), le pide a Max que le lea la última carta de Lucy, que Max no puede concluir por la emoción que suscita en él: hermoso el cierre de la secuencia: tras que Barkley se haya ido, Max llama a su esposa para constatar que sigue estando ahí; ambos juntos.
Si con el padre se remarca cómo ambos están fuera de lugar, en espacio ajeno, a través del personaje de la madre, Lucy, se pone aún más en evidencia cómo son interferencia e intrusión, pese a que su hijo, George (Thomas Mitchell) y, sobre todo, su esposa, Anita (Fay Bainter) no quieran traslucir esa incomodidad, e incluso, sobre todo él, se siente incómodo por su propia incomodidad. McCarey lo expresa con mucha sutileza en la noche en que Anita imparte una clase a sus alumnos de bridge (para ganarse un dinero suplementario), y temen la presencia de la madre como un posible trastorno, más que de la buena imagen de la dinámica escénica (con etiqueta o compostura), como interferencia. En plano general vemos cómo la sirvienta coloca la mecedora de la madre, esa que ha sacado antes de su habitación la hija, con la que comparte habitación Lucy, para intentar sentir lo menos posible que su espacio también es del su abuela: lo mismo hace con un retrato del abuelo: interferencia o perturbación por partida doble, en el piso y en la habitación de la hija. Todos empiezan a jugar, en sus respectivas mesitas, las partidas de bridge, y comienza a rechinar el molesto chirrido de la mecedora de la madre, en principio, dentro del plano general (con Lucy al fondo), que relaciona a una y otros: es la interferencia en un espacio o escenario; la planificación cambia a los correspondientes planos medios de miradas de unos y de la madre, que se percata de cómo les molesta (la separación entre una y los otros; no comparten sustancialmente el mismo espacio, como vuelve a quedar manifiesto con otro chirrido, este figurado, el intento de generar conversación de Lucy con algunos de los jugadores. Por eso, para evitar incomodidad a sus alumnos, Anita pide a su hija que Lucy la acompañe al cine (de nuevo, disonancias entre términos del encuadre; la hija deja a Lucy en una butaca, viendo la proyección, y al fondo se advierte cómo la hija se marcha para acudir a una cita de la que no ha informado a sus padres). Al retornar del cine, Lucy recibe la llamada telefónica de Barkley. Al principio los asistentes se muestran molestos porque ella, emocionadamente, habla en voz remarcadamente alta. McCarey sitúa, en esta ocasión, en primer término del encuadre a Lucy, y al fondo del encuadre se aprecia, progresivamente, cómo los asistentes se van sensibilizando por las sentidas y tiernas expresiones de amor de Lucy, y su incomodidad se torna en verguenza (consigo mismos) por la admiración ante esas manifiestas declaraciones de amor. Esa que reconocerá el mismo George cuando se vea impelido (por los trastornos que crea en su hogar; en particular en el comportamiento de la hija, más errático) a pedirle que sea ingresada en una residencia (es una secuencia dotada de una delicada emoción; la madre sabe qué es lo que su hijo quiere plantearle, y a la vez, es consciente de cómo le afecta el hacerlo, por lo que se adelanta a él sugiriendo ella misma esa posibilidad).
Las escasas horas que ambos comparten, sin que él sepa que ella ha aceptado que la ingresen en un geriátrico, están trazadas con una exquisita delicada emoción. Visitan los lugares en los que estuvieron en su luna de miel, cinco décadas atrás, como el parque o el hotel, en el que bailan de nuevo un vals, con el atento detalle del director de la orquesta, quien cambia el ritmo de la música al ver que ambos están bailando. La hermosa despedida en la estación de tren, está realizada con la misma contención con la que Lucy ha ocultado su destino, manteniendo la promesa que no tardarán en volver a verse. Lo efímero alcanza el grado de eternidad, de plenitud (nutrida con la complicidad de firmes raíces en el tiempo, estén o no estén juntos de viva presencia) a la vez que gravita la sensación de lo que quizá no podrá ser, expresado con la serenidad de quien es consciente de que aunque las circunstancias sean adversas (aunque el tiempo externo les separe) la armonía reside en ese amor pleno que une a ambos.
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