domingo, 16 de febrero de 2020
Take my life
Take my life (1947), de Ronald Neame, es el trayecto de una restitución, la restitución de una confianza, la purga de un sentimiento de culpabilidad que se esfuerza denodadamente en demostrar la inocencia de quien ha sido acusado, injustamente, de un crimen. Una acusación que no se hubiera producido si hubiera confiado en vez de priorizar en sus reacciones el recelo, los meros celos. Winston Graham, autor de las doce obras sobre Poldark, o Marnie (1961), trasladada al cine por Alfred Hitchcock en 1964, adapta en Take my life, junto a la escritora Margaret Kennedy y la actriz Valerie Taylor, su novela publicada ese mismo año. Fue la opera prima (y entre las que conozco de su obra, la más brillante) de quien hasta entonces había sido director de fotografía, guionista o productor, en ocasiones coincidentes, como en varias obras de David Lean (La vida manda, Un espíritu burlón, Breve encuentro o Cadenas rotas, entre otras). Las coordenadas narrativas de Take my life son las de un cine de intriga que se suele asociar, fundamentalmente, como más conspicuo representante, al mismo Hitchcock. Pero la construcción destaca por su singularidad. Pueden ser varias las opciones de enfoque. Se puede construir esa intriga sobre la incógnita de la autoría del crimen, por lo tanto el trayecto se trama sobre un intento de esclarecimiento. O puede ya saberse desde el inicio del relato quién es el autor, y el relato plantearse desde la perspectiva del criminal. En un caso u otro puede enfocarse sobre la figura del falso culpable, incluso ser este la perspectiva que conduzca el relato, sea buscando el modo de resolver el caso para restituir la percepción precisa o padeciendo las consecuencias del equívoco. El título, Take my life, o sea, toma mi vida, evidencia su significación cuando se reconduce el relato, con otra perspectiva, o intervención de un personaje hasta entonces secundario, para reajustar y reconstituir el escenario establecido que señaliza a alguien como culpable.
Los primeros compases del relato se desarrollan acorde al relato de otro personaje, también secundario, la perspectiva, precisamente, que establece ese incriminatorio escenario de realidad como el más factible, aquel que, como él apunta, los hechos señalan, con su combinación, que Nicholas Talbot (Hugh Williams) es culpable de un crimen. Es la voz del fiscal (Francis L Sullivan), cuyas intervenciones se alternan con lo que relata (¿describe, especula?). Es el relato que establece durante el juicio. El relato, según él, de los hechos incriminatorios. Hechos, relato. Fina y difusa frontera. ¿Son hechos, o percepciones? Se inicia la narración con unas imágenes en la ópera. La voz nos indica que, entre sus asistentes y participantes, se encuentran el asesino y la futura víctima. El espacio, la circunstancia, ya pone en interrogante la noción de hecho, y además anticipa, o evidencia, cómo la ofuscación de las emociones, su desafuero o descontrol, es la dinamo que enmaraña y determina los irreflexivos actos. Entre los asistentes está Talbot, cuya esposa, Philippa (Greta Gynt) es la cantante protagonista. Un movimiento de cámara, acompasado a la voz del fiscal, singulariza a la futura víctima, una de las violinistas, Elizabeth (Rosalie Crutchley), con quien mantuvo Talbot una relación sentimental, que duró tres meses, varios años atrás. Esa revelación suscitará en Philipa una reacción desaforada. Actriz en un escenario operístico, actriz inconsciente en una representación cotidiana, se deja arrebatar por los celos, los cuales determinan una discusión marital que desemboca en las acciones violentas. Ambos se arrojan objetos, pero el de ella, más contundente, abre una brecha en la frente de Talbot, quien furibundo abandona el piso. Durante el tiempo de su ausencia se produce el crimen. El relato de la voz del fiscal se acompasa a un movimiento de cámara que desde el pasillo encuadra la habitación donde Elizabeth discute con un hombre, de espaldas, quien la estrangula. La voz del fiscal señala que ese hombre era Talbot, acompasado a la revelación del rostro del criminal, que no es Talbot sino Sidney Fleming (Marius Goring). El relato colisiona con los hechos. Los hechos contradicen la aseveración del fiscal. La combinación de los presuntos hechos incriminatorios no revelaban una acción, lo real, sino una mera especulación que se evidencia percepción errada.
En el cine de Hitchcock las casualidades pueden retorcerse de tal modo que pueden complicar radicalmente la vida de alguien, como si un abismo se abriera bajo sus pies. Casualidad, al asesino fue herido en la frente por un golpe de Elizabeth. Esa casualidad se combina con el hecho de que Talbot que mantuvo una relación con la víctima, la discusión con su esposa (que ella en primera instancia, por vergüenza, niega, contradiciendo a su esposo sin saberlo) y la ofuscada percepción de quien le vio fugazmente, de espaldas. Hechos, equívocos, erradas percepciones que trazan un escenario que se concibe como el más factible, por lo tanto, real. El relato se reconduce desde la perspectiva que quiere corregir su error. La ofuscada percepción que determinó la equívoca combinación de factores. La percepción que dedujo erróneamente los hechos, o su combinación, por celos, creyéndole culpable de infidelidad, que provocaría una circunstancia en la que aquel del que dudaba se convierte, precisamente, a ojos de los demás, de la sociedad, de la ley, en culpable de un crimen. Philippa se esforzará en demostrar la inocencia de su marido como quien quiere cambiar el rollo de película y reemplazar la película tramada sobre tortuosas transferencias (la muerte de la otra mujer; la culpabilización de su marido).
El relato alternará, por un lado, las pesquisas de Philippa, frustrada porque cualquier contacto que realiza, siempre va por detrás de la policía. No averigua nada que aporte un diferente ángulo. Y, por otro, la perspectiva del asesino, profesor en un pueblo escocés, quien parece una adusta sombra (como esa que se interpone entre esposa y marido, cuando conversan en la cárcel). Una pieza musical será elemento clave como hilo que conduzca al centro del laberinto, la sombra en el interior de ella misma, ya que, al fin y al cabo, las turbulentas emociones que condujeron al crimen no difieren de las que determinaron que ella lanzara aquel objeto contundente a su marido durante su arrebato celoso. Confrontarse con él, con esa sombra de rostro severo (extraordinario Goring), y además en el escenario religioso del colegio en el que él imparte clases (ella interpreta el tema musical al órgano, y a través del reflejo en el espejo advierte el gesto crispado de Fleming), implica enfrentarse con el daño que ella causó. La confrontación final acontece en un tren, como ella puso en marcha la combinación de fatales equívocos. Restituye la confianza, y purga, se libera, de los monstruos que ofuscan las emociones.
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