miércoles, 19 de febrero de 2020
Gloria y hambre
Héroes en venta, que no se compran, la integridad que permanece firme, la voz de la conciencia que no se escucha ni se comprende. Heroes for sale es el título original de Gloria y hambre (1933), de William A Wellman, demoledora y (socialmente) agitadora obra previa a la instauración de los códigos de censura. Su tratamiento de la adicción a la morfina y la sangrante aspereza de su planteamiento socio-político la condenaron al limbo del olvido. La obra se revela como el eco de una agitación social, en concreto, la marcha de los veteranos de guerra, Bonus march, como protesta por las carencias de atención que sufrieron tras la guerra; marcha que fue reducida por el propio ejército, comandado por MacArthur y Patton.
Gloria y hambre narra el trayecto de la derrota de un hombre que, aún así, no se derrumbará ante la suma de adversidades y penurias e injusticias, Tom (Richard Barthelmess). Durante la guerra, el héroe, aquel que ha realizado la acción arriesgada, se encontrará con que las medallas y los honores se los lleva otro, Roger (Gordon Westcott), quien precisamente gritó ante él su miedo, quedándose enroscado en la trinchera. Al reintegrarse en la sociedad se encontrará con que, por la adicción a la morfina que ha adquirido para contrarrestar los dolores por las heridas de guerra, será despedido de su trabajo en el banco (por el padre de aquel que se llevó los honores y medallas por su acción), y tendrá que recluirse medio año en un sanatorio para desintoxicarse. Sobrecogedoras son estas secuencias, superiores a las que reflejan los conflictos de los que vuelven de la guerra en la mucho más célebre, pero sobrevalorada, Los mejores años de nuestra vida (1946), de William Wyler, e incluso a las de una notable obra de Edward Dmytryk, Hasta el fin del tiempo (1946). En tiempo de paz (tras una bellísima elipsis de tiempo; dos hojas que señalizan su entrada y salida, y un plano de la tumba de su madre que ha muerto durante su estancia), se convertirá en un héroe cuando consiga, en la empresa de lavandería donde es contratado, la mejora de beneficios, pero logrando (porque insiste en ello) que la inclusión de la maquinaria no implique el despido de buena parte de los trabajadores ni la reducción de sus sueldos , para reducir costes, aunque no lo podrá evitar cuando sean otros los que ocupen la dirección de la empresa. A Tom, hecho insólito, le preocupan los otros.
En la construcción dramática, obra de Robert Lord y Wilson Wilzner, Tom tiene su figura inversa, quien sufrirá el proceso inverso, su vecino, Max (Robert Barrat), inmigrante de afiliación comunista, en principio, que lanza pestes contra el capitalismo, y que variará radicalmente en su planteamiento en cuanto se enriquezca, porque la visión o perspectiva de la vida depende de la posición que detentas, y del dinero que posees. Y por eso las revoluciones fracasan, y por eso se producen crisis económicas como la del 29, porque a la mayoría del ser humano les importa ante todo el dinero, y en cuanto lo tienen se olvidan de sus planteamientos críticos y sus ansias de transformar el sistema injusto. Max es alguien que, ya rico, será capaz de proferir que si él tuviera el poder eliminaría a todos los pobres y necesitados. Por eso, Tom es una rara avis. Por eso, Tom se complica la vida cuando los trabajadores que han sido despedidos se convierten en una indignada y ciega turbamulta que se lanza a la calle, e intenta impedir que destruyan las maquinas, porque, de entrada, no servirá de nada porque las sustituirán por otras, y en segundo lugar, porque la policía antidisturbios cargará contra ellos. De nuevo la desgracia se ceba sobre Tom; fallece en el tumulto su esposa, Ruth (Loretta Young) y a él le condenarán a cinco años de cárcel acusado de agitador de masas y de inducir a la violencia. El destino puede tener muy mala leche.
Tras finalizar su condena, Tom no dejará de ser, pese a todo, un héroe, una rara avis. Cede todo su dinero, los cincuenta mil dólares ganados durante esos años por la inversión en la patente de Max, para alimentar a las largas colas de gente sin trabajo que no tiene ni para comer. De nuevo, su gesto se pierde en el vacío, no reconocido, y será perseguido por las huestes policiales que persiguen al rojo, a quien sea sospechoso de convertirse en un agitador social o subversivo, y será expulsado de la ciudad, formando parte de esa ingente multitud de hobos, indigentes que erraban por el país tras la crisis económicas, y a los que no dejaban ni encontrar refugio de la lluvia. Pese a todo, Tom aún sonríe cuando advierte que aquel que no empezó desde abajo, como él, sino desde arriba, Roger, el que se quedó con los honores y su medalla en la guerra, y cuyo padre le despidió, ahora está en la misma situación que él, porque su padre ha sido encarcelado por quedarse con el dinero de sus clientes. Hoy harían falta muchos como Tom, quien, aun convertido al final (o en una conclusión que no tiene final) en sombra errante, como el eterno evadido protagonista de la magistral, y tan corrosiva, Soy un fugitivo (1931), de Mervyn LeRoy, sonríe porque al menos no llueve. Claro que nosotros, hoy en día, seguimos prefiriendo, ya adictos, el lamento y el comentario ácido tras las barreras (virtuales), Plasma somos, y plasma seremos. Pese a todo.
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