jueves, 2 de enero de 2020
Richard Jewell
Un poco de poder puede convertirte un monstruo. En las primeras secuencias de Richard Jewell (2019), de Clint Eastwood, es una advertencia que Bryant (Sam Rockwell), abogado, le da a Richard Jewell (Paul Walter Hauser), asistente de oficina, tras que este comparta con él que ha conseguido un puesto de guarda seguridad, que no es sino un eslabón en su propósito de ser un representante de la ley. Quiere servir y proteger. Para él es un ideal. No aspira a una posición de autoridad, aunque él respete reverencialmente a la autoridad. Diez años después será su abogado cuando se convierta en principal sospechoso, para el FBI, de atentar con una bomba durante los Juegos Olímpicos de Atlanta, en 1996, tras que previamente hubiera sido protagonista del foco mediático por ser considerado el héroe que descubrió la mochila en la que se ocultaba la bomba, y de este modo evitara que la desgracia hubiera sido mayor. Esa frase de Bryant podría servir como emblema de una constante en la obra de Eastwood, la disección y denuncia de los abusos de poder. También la frase que expresa la secretaria, y pareja, de Bryant, Nadya (Nina Arianda), cuando le indica a este que en su país cuando el gobierno afirma que alguien es culpable, seguro que es inocente, y apostilla con la pregunta si eso no pasa también en Estados Unidos. Una pregunta que no ha dejado, también, de realizar en su filmografía Eastwood, de Ruta suicida a J Edgar, pasando por Sin Perdón, Poder absoluto o Medianoche en el jardín del bien y del mal, entre otras, evidenciando el aprovechamiento abusivo de una posición de poder.
Otra cuestión que ha vertebrado su obra es la cuestión de la imagen, sea la que se proyecta, por conveniencia (Banderas de nuestros padres, El intercambio), o la que se percibe, por ofuscación o imprecisión (Mystic river, Sully). Ironías, alguien que es reverencial con la ley como Jewell en un caso extremo, que quiere ser protector y servidor de la ley, atento con cualquiera (sea para anticiparse en suministrar lo que alguien necesita o proveer de agua a una mujer embarazada durante un concierto), incluso con un celo estricto en la aplicación de la misma, es percibido como el epítome del terrorista solitario, el hombre amargado y fracasado que por no lograr materializar su aspiración, ser un representante de la ley, decide realizar el acto extremo de protesta despechada, poniendo una bomba. Es la narrativa que prontamente se establece, por parte del FBI, ya que se necesita disponer de sospechoso con persuasiva apariencia de culpabilidad, cara a la imagen que se desea proyectar de eficiencia, y que reproducen irreflexivamente, cual resorte, los medios de comunicación, los mismos que previamente habían difundido la narrativa del héroe. La película cambia de rollo sin sobresalto. Un giro de guión y el héroe es ahora un monstruo.
No es sino un efecto de la ley de la conveniencia, ejemplificada en los representantes, de la ley y medios de comunicación, que se singularizan, el agente Tom Shaw (Jon Hamm), y la periodista Kathy Scrugger (Olivia Wilde). Irónicamente, se achaca a Jewell, o se cree percibir que encaja en ese perfil, la necesidad de lograr la notoriedad que no había sido validada al no ser aceptado en ninguna fuerza de la ley, cuando, precisamente, ambos, Shaw y Scrugger, lo que aspiran es a la notoriedad. En la presentación de ambos personajes se evidencia, por un lado, la irrelevancia de las tareas que le asignan, como es el caso de Shaw (además, Eastwood, nos lo presenta en un escueto plano general, sombreado, en su despacho, cuando le asignan vigilancia durante los conciertos, durante el cual expresa a Kathy, su aburrimiento de todo), y, por otro, en el caso de ella, la avidez de encontrar una noticia de primera página. Ambos aspiran a ser protagonistas. Y ese ansia de notoriedad implica que transfieran esa necesidad a quien no la necesita. Incluso, en el caso del representante de la ley, se torna en empecinamiento en que su percepción es la correcta pese a que no haya prueba alguna. No deja de evidenciar que quiere que la realidad sea como él quisiera que fuera (que la película de la realidad fuera aquella en la que él si es protagonista, y no el antagonista que incurre en error de percepción). De hecho, durante la investigación ha dado muestras de una completa carencia de escrúpulos para manipular las apariencias de tal modo que puedan incriminar a Jewell. Conecta con la actitud de la figura emblemática del FBI, J Edgar Hoover, con respecto al cual, en J Edgar, Eastwood exponía, con la construcción del relato, cómo había fundamentado su tarea en la manipulación de la realidad a su conveniencia. Había instituido un relato de su vida acorde a lo que prefería pensar que había ocurrido o realizado.
Esa percepción errónea que se siente justificada y el apresuramiento en el juicio es, al fin y al cabo, una cuestión recurrente en la actual sociedad estadounidense. Fácilmente, se anatemiza a alguien, por circunstancia o apariencia, por parcial o insuficiente información o percepción precipitada, condicionada por una agenda o clima social, y se extiende la condena como un reguero a través de los medios de comunicación. La autoridad de las instituciones y de los medios de comunicación, que dictan e imponen, distorsionan la percepción como generan un escenario que se establece como realidad. Es el signo de los tiempos. No deja de ser significativo que se haya destacado, en la recepción de la película, que la periodista use el sexo como herramienta de intercambio de intereses con el agente del FBI para conseguir la información; como señaló la actriz no se hizo ese mismo cuestionamiento con respecto a la figura masculina; pero la narrativa instituida es la de que la mujer es la víctima de abuso o acoso sexual no la que utiliza el sexo de modo conveniente. Como se ha incidido, para neutralizar sus cargas de profundidad, en asociar a Eastwood con Trump, por compartir cuestionamiento del FBI o los medios de comunicación. Lo que la película desentraña, sin complacencia, es lo que, de hecho, se ha intentado realizar con la película. Condicionar o distorsionar la percepción de su planteamiento, de lo que es.
Eastwood calificó este caso como la última tragedia estadounidense. Un hombre que quería servir y proteger, que ya era objeto de irrisión, en los diferentes puestos de trabajo, por su apariencia física, su obesidad, o su estricta, casi cuadriculada, observación de las reglas (quien primero pone sobre su pista es precisamente el decano de la universidad de la que fue despedido por sobrepasarse en el celo de la aplicación de la ley, como hacer controles de alcohol antes de llegar al recinto universitario) era calificado como la más ajustada encarnación del emblema del que desearía atentar contra el orden establecido. La percepción errónea llevada al delirio. No difiere del absurdo que sufrió la protagonista de El intercambio cuando los representantes de la ley, por una cuestión de imagen conveniente, intentaron convencerla de que el niño que habían encontrado era su hijo previamente secuestrado, y no dudaron en ingresarla en un sanatorio psiquiátrico cuando ella no quiso aceptar que fuera realmente su hijo. Esa mujer sufrió esa circunstancia aberrante en la década de los veinte, en 1928. Y Richard Jewell, setenta años después, en 1996. Un año después, Eastwood estrenaba Poder absoluto, en la que cuestionaba a la misma figura del presidente de su país como alguien que hace uso abusivo de su poder, para quedar exento de un crimen, y que no duda en utilizar a los medios de comunicación para proyectar la imagen más conveniente, abrazado al hombre cuya esposa había matado. El recorrido de Jewell, durante tres meses, fue el contrario. De héroe a monstruo. Hasta que la falta de pruebas dejó en evidencia la percepción errónea y los mezquinos intereses de quienes instituyen las narrativas que les resultan convenientes.
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