miércoles, 22 de enero de 2020

Ema

Un semáforo arde en llamas. La cámara abre encuadre y muestra a la autora de tal acción, Ema (Mariana Di Girolamo). Porta un lanzallamas. Ella es así, un incendio en forma humana. Es la secuencia introductoria de Ema (2019), de Pablo Larraín. Es una obra sobre el desorden, en cuanto inestabilidad y caos. Sobre el desorden que genera Ema. Sobre el desorden emocional que es Ema. Por eso, la narración, en afinada correspondencia, se define por el desorden, como si el centro hubiera ardido en llamas. En una de esas primeras secuencias, Ema, junto a otros bailarines, actúa en un escenario en el que destaca un planeta flamígero. Figuras alrededor de unas llamas, figuras que son llamas. No sólo Ema, planeta flamígero, sino quizá su misma generación. Esa que da a luz a niños que encorvan su mirada en la pantalla de un móvil como gesto idiosincrásico y confinatorio. Ema devolvió a Polo, su hijo adoptado, quien había introducido al gato en el congelador y quemado con alcohol la mitad del rostro de la hermana de Ema. Extremos, hielo y fuego. Ema es extrema. ¿Su influjo? ¿Qué puede inspirar alguien como Ema? Un cuerpo que parece en fuga y a la vez movimiento expansivo como un proyectil lanzado en incierta dirección sin que aparente que pueda reducir su velocidad.
Ya no tiene hijo, ni tampoco marido, Gaston (Gael Garcia Bernal), del que se separó, una relación rota, que pareció también quemarse. Se escupen mutuamente responsabilidades. El desastre fue generado por el otro. Versiones que no convergen. Gaston es coreógrafo. En cierto, momento le dice que no entiende por qué bailan el regatón. Es un baile que evidencia cómo son cuerpos que creen que se desplazan en la libertad, pero no es así, es un espejismo conveniente para un sistema que les tiene confinados, aunque sean crea cuerpos que son llamas sin freno ni límite, cuerpos que degustan múltiples cuerpos, sean de hombre o mujer, porque la llama no se agota en la concreción sino que es expansión, y el sexo, como el regatón, es libertad, como una llama que abrasa cualquier código de circulación. No hay semáforos, no hay luz verde ni roja, sino transgresión y desprecio de límites. Una ilusión, una nada camuflada en un lanzallamas.
La narración, con vivaz, aun desigual, flujo impresionista, y puntual deslumbrante inventiva, se hace cuerpo de ese impulso, de ese desorden, de esa fractura y esa abrasión. Un espejismo de libertad que es extravío, enajenación que se cree libertad, sumisión que se cree sublevación. Transgrede coreografías impuestas, como cualquier contorno que apague o juzgue, el desorden es llama que niega y destruye. Su voluntad no se arredra ni encoge. Quienes adoptan a Polo son un bombero y una abogada. Ema desplegará su encanto, su llama tentadora a quienes parecen estancados en una relación que ahoga, como cuerpos varados que son uno, inmovilizados. Ema tienta a los dos, como quien urde dos coreografías paralelas que son una. Es un cuerpo que no sabe de fronteras, y quizá tampoco de escrúpulos. Es impulso caníbal, como cualquier llama. El regatón es un baile vacuo, la banalización de nuestra manifestación elemental, del cuerpo y los sentidos. Por eso, Ema es un fuego vacuo, un impulso elemental que meramente desordena, a la vez que evidencia, por extensión, o por pasiva, las inconsistencias de lo que simula ser orden. No hay coreografía consistente pero tampoco impulso genuino sino desquiciado, el color de la pirotecnia.

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