domingo, 3 de noviembre de 2019
La reina de Nueva York
Esto es New York, campeona mundial de los rascacielos, donde los aduladores y embaucadores se venden ladrillos de oro los unos a los otros, y donde la Verdad, aplastada contra el suelo, se alza de nuevo más falsa que un ojo de cristal. Estas son las palabras con que comienza la irreverente y ácida comedia de William A Wellman, La reina de Nueva York (1937), cuyo título original es más elocuente y contundente, Nothing sacred (Nada sagrado). Sus dardos envenenados no sólo van dirigidos contra un concreto tipo de prensa, o enfoque periodístico, sino contra una sociedad que disfruta y se congratula con las desgracias ajenas, y de la que esta prensa, por tanto, no es más que un reflejo y sintoma. La impostura, la falta de escrúpulos, y el interés instrumental son sus señas de identidad. Se proporciona lo que se necesita. La amplificada desgracia ajena puede proporcionar el consuelo pertinente con respecto a las propias. Es un reflejo equiparable al que planteaba, aunque confrontando inconsciencia del privilegiado con los despojos de la pobreza, otra afinada screwball comedy, Al servicio de las damas (My man Godfrey, 1936), de Gregory La Cava, en este caso contrastando indigentes con ricos o cómo para estos los primeros eran figuras de otro escenario de realidad que como mucho podían servir, de modo provisional, como figurantes o decorado de un juego. Un escenario artificial, por tanto, que no imaginaban real en cuanto posible para quienes se sienten seguros en una vitrina. Un indigente, que contratan como lacayo, al revelar que fue de su misma posición social, les confronta con la posibildiad de que también puedan despojarles de lo que poseen y ser como aquellos que menospreciaban o consideraban pertenecientes a otra realidad paralela. Ambas obras eran mordaces comentarios sobre las contradicciones e inconsecuencias de una sociedad que acababa de sufrir la Gran Depresión económica.
El guión de La reina de Nueva York, de Ben Hecht, que co escribió con Charles McArthur la obra teatral Primera plana (The front page), que fue adaptada por cuatro veces al cine. La conexión es manifiesta en su tratamiento de la prensa con la muerte (en aquel caso la pena de muerte) como extrema circunstancia y figura que pone en evidencia la insensibilidad y la hipocresia de la prensa (y por extensión, sociedad). Hecht adaptaba al cine su obra teatral Hazel Flagg, aunque no culminó el desarrollo del guión por desavenencias con el productor, David O. Selznick, en parte motivadas porque no aceptó su sugerencia de que el protagonista masculino fuera interpretado por John Barrymore (pero Selznick no confiaba en los efectos que el alcohol ejercía en el actor). Budd Schulberg y Dorothy Parker fueron contratados para escribir las secuencias finales, aunque contribuyeron al guión también Moss Hart, George S Kauffman, Sidney Howard, Robert Carson, así como los mismos Selznick y Wellman.
El primer acto es todo un modelo de cómo definir personajes, poner en situación y crear un tono. Primero, una secuencia de un banquete en la que el editor, Oliver Stone (Walter Connolly) presenta un proyecto urbano a gran escala, con la colaboración financiera de un sultán, mientras Wallace (esplendido Frederich March), el periodista que ha conseguido esa aportación, cabecea visiblemente bebido. Sorpresa, una mujer entra con toda un prole señalando que el sultádn no es sino un mero limpiabotas. Wallace es degradado a escribir obituarios, lo que propicia una antológica secuencia de gags visuales, en las que, en el espacio ínfimo que ocupa entre archivadores y bidones de agua, es empujado, sacudido e importunado de mil maneras. Wallace consigue convencer a Stone de que le proporcione una nueva oportunidad, para redimirse, considerando todo lo que ha hecho en el pasado por el periódico, y hace mención a la noticia sobre una chica a la que, por una radiación, se le ha diagnosticado una muerte inminente.
En ese pequeño pueblo de la America profunda, Wallace se topa con unos pueblerinos que contestan de la misma esquiva y escueta manera, con unos expeditivos sí, o no (incluidos a veces salivazos en el ojo), en otro hilarante encadenado de gags, en donde el mismo Wallace, harto, acaba contestándoles de la misma manera (incluido aspersor de saliva). Lo que no sabe Wallace es que el diagnóstico era erróneo, y la chica, Hazel (estupenda Carole Lombard) estás más sana que unas castañuelas. Claro que con unas ganas de salir de ese villorrio e ir a Nueva York que no le caben en el cuerpo. Para satisfacer una ilusión por qué no aprovechar las ventajas que proporciona el azar y hacer uso de la oportuna mentira. Cuando Hazel se topa con Wallace, y escucha su propuesta, es decir, que le pagan todos los gastos (sin decir que es para forrarse con ella, y vender ejemplares a espuertas con su desgracia), ella acepta sin decirle que en absoluto es una muerta anunciada. La cámara les sigue, con un travelling hacia la derecha, en su paseo por la calle del pueblo y, en un momento dado, ambos dirimen la propuesta, ocultados su rostros a la cámara, porque se interpone entre ellos y ésta la rama de un árbol. Una perspicaz forma de recurrir a un elemento espacial para señalar el engaño de ambos, ambos ocultan sus verdaderas intenciones o su estado real. El la ve como un negocio, y ella ve en esa propuesta la oportunidad de realizar su sueño.
Pero, después de que la situación se vaya complicando, y ella se convierta en todo un fenómeno social, casi en un símbolo de la Desgracia, recibiendo mil muestras de aprecio, y hasta las llaves de la ciudad por el alcalde, y toda la ciudad pendiente de su muerte inminente, entran en acción dos elementos perturbadores: La conciencia y el amor. Wallace y Hazel se enamoran. En ella se acrecienta su mala conciencia por el engaño al que ha sometido a todos (aunque el veneno queda bien claro va dirigido a ese regusto, que no ha desaparecido hoy en día, por la desgracia ajena de la gente). Y el mismo Wallace se va desprendiendo de su armadura de cinismo, priorizando el amor por Hazel. Una secuencia, en contraste con aquel encuadre en que sus rostros quedaban ocultos por las ramas, cuando él le propuso el viaje a Nueva York, ejemplifica su transformación con otro ingenioso y significativo uso de los objetos interpuestos y de un movimiento de cámara. Cuando ella decide simular un suicidio en el río, para así desaparecer sin que nadie sepa de ella, Wallace va a rescatarla. Tras sacarla del río, ambos se declaran su amor. La cámara encuadra la enorme caja de madera tras la que están ocultos, hablando, y realiza un travelling, esta vez hacia la izquierda, hasta encuadrarles abrazados entregados el uno al otro, y ya aliados, juntos, para salir del atolladero en el que están, como sombras, entrevistas entre las maderas, que ahora deberán conspirar, o idear otro engaño, para lograr hacer realidad su verdad, su amor, en un mundo de farsantes e interesados. No me resisto, para finalizar, a citar un afilado diálogo. Hazel, cuando van en avión hacia Nueva York, le pregunta a Wallace, si el editor es tan simpático como él, y este responde que sí, aunque es otra forma de simpatía, una mezcla de rueda de metal y hombre lobo. ¿Por qué ya no se hacen comedias con esta depurada alquimia de ácida irreverencia social e ingenio?.
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