jueves, 31 de octubre de 2019
La trinchera infinita
No hay prisión más eficiente que el miedo. Se puede ejercer de modo virulento una opresión, una persecución del que discrepa, pero encuentra un buen cómplice en el miedo que incita a agachar la cabeza, a esconderse, a evitar la contusión que implica toda confrontación directa. Una contusión que no tiene por qué implicar la neutralización. Por eso, hay un amplio margen entre la desnudez vulnerable del gesto audaz y la comodidad del mullido refugio que proporciona ilusión de inmunidad. Es la diferencia entre quien se esfuerza en cambiar el estado de las cosas aunque las circunstancias sean adversas y quien se esconde y abriga en su propia condición de víctima. La heroicidad colinda con la soledad de la intemperie, como cuando corres expuesto en un campo al descubierto porque te persiguen unos disparos. El acoso y derribo puede hacerte sentir que no hay más opciones que buscar esa trinchera que sea más bien una vida emparedada. En La trinchera infinita (2019), de Jon Garaño, Jose María Goénaga y Aitor Arregi, Rosa (Belén Cuesta) comenta a su marido Higinio (Antonio De la Torre), al ver por primera vez, en un Nodo, a Francisco Franco, que no tiene una voz y una apariencia que pueda asociar con quien es un dictador, con quien impone un modo de vida, un escenario de realidad, que implica purga del que discrepa. No es una voz imponente y parece una mujer disfrazada, apostilla. Pero el miedo engrandece la figura del opresor desde la trinchera en la que se empareda.
Higinio es uno de los numerosos españoles que permanecieron emparedados, sin salir del escondite o refugio de su hogar, durante treinta años, por temor a represalias, hasta que se implantó la amnistia en 1969. Construyeron su trinchera infinita porque prefirieron no exponerse, prefirieron ser víctimas que héroes. Por eso, en la narración, Higinio engrandece una figura perseguidora, Gonzalo (Vicente Vergara), el vecino que le denunció y que, aunque pasen tres décadas, no deja de olvidar, porque funciona por unos elementales resortes mentales, los que reducen su mundo a una mínima parcela, como si así dictara la realidad. Ni uno ni otro olvidan, anclados, en su restringida parcela de realidad (emparedada de modo manifiesto o no), en una realidad que no ha avanzado en treinta años para ambos. El resentimiento impele a uno, y al otro condiciona el miedo. Y ambos quedan recluidos entre los barrotes de su particular contienda.
La narración comienza con un brusco despertar, y una persecución que implica una sucesión de escondrijos hasta establecerse, como una raíz seca, en uno de esos escondrijos durante décadas. La vida se filtra a través de los agujeros de su reducto o zulo, o a través de las ventanas. Aprende a coser y tejer como su esposa, pero no es ninguno Penelope esperando el regreso de Ulises. Higinio se enreda en el tejido de su pusilanimidad, que se emponzoña con miedos, como temer que su hijo sea el fruto de una violación (por alguien que representaba a la opresión), pero no es sino una justificación, un desvío de su mente, para no confrontarse con su incapacidad de intervenir en la realidad, de enfrentarse a quienes dictan su modelo de realidad, ese en el que aquellos que no tienen cabida deben buscar las sombras para expresarse como sienten, como la pareja de homosexuales que realiza una incursión furtiva en su casa para poder disfrutar del sexo.
La narración se puntúa con intertulos que definen términos como esconderse, franco, detención, cambio, amnistia y otros muchos, un recurso irónico con respecto a quien permite que otras voluntades definan la realidad. La acción transcurre durante tres décadas, pero como reflejo también nos enfoca a nosotros, a nuestro tiempo, a nuestra tendencia al lamento en las trincheras que establecemos sin exponernos a la confrontación por miedo a perder nuestra casilla en el organigrama social, sea porque tenemos familia, porque resulta tan difícil conseguir un empleo estable o por la justificación que sea, que nunca sobran. La trinchera es un efectivo y brillante recordatorio para quien quiera ver la realidad como es a no ser que siga prefiriendo verla como resulte más cómodo para su trinchera.
miércoles, 30 de octubre de 2019
Terminator: Destino oscuro
¿Cómo insuflar vitalidad a una franquicia cuya última producción, Terminator: Genesys (2015), de Alan Taylor, había sido fracaso tanto económica como creativamente, dado que era un mero, e insulso, refrito de las dos primeras películas, rodadas en 1984 y 1991, por James Cameron? A ese cómo se podía unir la pregunta por qué dado que parecían encontrarse con un callejón sin salida, o encasquillamiento de inspiración.Terminator 3: Rise of the machines (2003), de Jonathan Mostow, habia sido estimable, pero más bien un engranaje, una reformulación de una ecuación desprovista de emoción, y Terminator: Salvation (2009), de McG, había buscado otra dirección (también de línea temporal) pero no fue precisamente la del ingenio. Una circunstancia, la subida al poder de Donald Trump dotó de contornos a la inspiración, cuando comenzó a perfilarse Terminator: destino oscuro (2019), de Tim Miller. La mujer a salvar y proteger sería una mejicana, Dani (Natalia Reyes), lo que, entre otros detalles, propiciaría la correspondiente secuencia de cruce clandestino de la frontera estadounidense. Por pasiva, se señalaba la causa de una degradación que dirige al desastre.
Para dotar de la emoción se decidió que fuera la continuación de Terminator: el día del juicio final (1991), lo que implicaba recuperar al personaje de Sarah Connor (Linda Hamilton), quien aportaría el desgarro, la furia y la desesperación, que imprimió a aquella notable obra (las imágenes introductorias son, precisamente, las de una sesión, o un interrogatorio, que, en aquella película, sufre en la institución psiquiátrica en la que había sido recluida). No se incurre en la mera fotocopia de situaciones, como en Terminator: Genesys, película clónica desvitalizada, sino que esa recuperación amplifica esa desesperación, por cuanto evidencia que, como es recurrente en el ser humano, no se aprende de los errores. Si en aquella película se conseguía neutralizar el apocalipsis provocado por la inteligencia artificial de Skynet, el futuro sigue siendo igual de oscuro y siniestro porque el ser humano no aprendió y propició la combinación de factores que derivaran en parecido desastre y el dominio purgador de otra inteligencia artificial. Si se combina con el hecho de que la mujer perseguida por el terminator enviado para eliminarla sea mejicana, y que la segunda parte transcurra en Texas, un estado en el que, como se señala, gusta disponer de muchas armas, se reconfigura, metafóricamente la película socio política que domina la sociedad que se pretende denunciar, o contra la que se posiciona: Esa película despreocupada con respecto el maltrato al medio ambiente porque se priman los beneficios de las grandes corporaciones que nos venden ilusión de control, confort e inmunidad, servidos por múltiples dispositivos y máquinas.
Terminator: destino oscuro aplica parecida plantilla, con recurrencias estructurales de repertorio, como la aparición de los dos enviados del futuro, una para proteger, Grace (McKenzie Davies), otro para eliminar, Rev-9 (Gabriel Luna), y una violenta y larga secuencia de persecución. Pero, a diferencia de los dos últimos intentos de repetir la formula, los personajes están dotados de más sustancia, o la narración se ve impregnada de sombras que propician un cierto relieve dramático. Esas sombras se extienden al diseño visual, en el que priman las penumbras, como es el caso de la primera secuencia, en el motel, en el que concurren, y discuten, las tres mujeres protagonistas. Cada una dispone de su propio conflicto, que arrastra, en particular Grace y Sarah, y a su vez la relación dispone de sus vaivenes y tensiones. Y, por añadidura, se plantean singulares paradojas, como la que representará el personaje de Arnold Schwazenegger, el cual complejiza esa línea de sombras que se revela como la más sugerente de la narración, ya que logra dotar de centro de gravedad y cuerpo a los numerosos despliegues pirotécnicos de destrucción, tiroteos, peleas y persecuciones. La primera aparición de Sarah, cargada de poderosa emoción, resulta emblemática. Esta película no es sólo un eficaz engranaje, sino un acto de protesta y resistencia. Aunque, probablemente, como tan poco aprendemos, no será el último.
martes, 29 de octubre de 2019
Sin filtro
En esta era de la susceptibilidad en la que parece regularse, de modo manifiesto o soterrado, lo que se puede o debe decir, ¿en qué medida los filtros son los de la consideración o más bien los de la conveniencia o restricción normativa?. En estos tiempos en los que el yo, mediante la caja de resonancia de las aplicaciones y múltiples pantallas, se ha convertido en protagonista como proyección de una imagen diseñada, ¿en qué medida hay un código de circulación que regula que el yo es más bien cómo uno se quiere presentar a los demás pero no la exposición de lo que es, lo que, por extensión, señaliza el intercambio social, los vínculos, como relación de pantallas?. Como señaló Max Frisch en Digamos que me llamo Gantenbein, un intercambio de egoismos simulados. Se ha agudizado esa noción, por la amplificación de dispositivos, pero siempre ha sido pieza nuclear del ser humano como ser social. El cultivo de las apariencias siempre ha ido acompañado de la susceptibilidad. En Sin Filtro, de Eric Lavaine, Frederic (Jose Garcia) sufrió un atropello que determinó que quedara en coma, aunque se recuperara meses después. Las secuelas, la ceguera y la carencia de filtros sociales. Expresa lo que piensa, recuerda o siente, sin tener en consideración lo que puede afectar a los demás, es decir, no calibra en qué medida puede ser conveniente lo que revele. Un seismo social en potencia. Por otra parte, siente una voracidad inagotable, en especial con todo lo que se califica como comida basura, chuches o comida grasienta nada saludable (le encanta una hamburguesa y con todos sus ingredientes). La carencia de filtros, en cuanto inconsciencia o inconsecuencia, es como la comida basura (por el maltrato a nuestro organismo y la indiferencia a los miles de animales que se matan diariamente para nuestro capricho).
Pero hay otra sinceridad con respecto a la cual se exigen filtros. Una exigencia más bien relacionada con la susceptibilidad, es decir, con lo que no queremos escuchar sobre nosotros. Es la agudización del sentimiento de agravio por la falta de complacencia. Beatrice (Alexandra Lamy) ha escrito un libro sobre sus vivencias desde que su marido sufriera el accidente. Este libro lo comparte con sus mejores amigos, con los que se reune en una villa veraniega para celebrar un nuevo aniversario de su matrimonio. Las reacciones de los amigos son de lo más diversas. Como en el libro no ha puesto su nombre al personaje que les corresponde, hay quienes se esforzaran, denodadamente, en intentar identificar a quien cree que son. Hay quienes daran por sentado quiénes son, para descubrir, con sorpresa, que no son quienes creían en el libro, ya que imaginaban que era otro de acuerdo a la imagen que tienen de ellos mismos. Hay quienes se sienten molestas con el retrato que hace de ellas. Se dejan dominar por la susceptibilidad y priorizan lo que afecta a su vanidad o ego, en vez de apreciar la sustancia vertebral del libro, es decir, el periodo difícil que supuso para Beatrice y que importante fue para ella el apoyo de sus amigos. No les preocupa lo que ella comparte, su intimidad expuesta, sino la imagen que tiene, y proyecta, de ellas a otros (los lectores). Enfocan en primer término su figura en el encuadre, su yo, difuminando cualquier ángulo que no tenga que ver con ellas.
Del mismo modo, hay a quien preocupa la circunstancia de Frederic por lo que puede revelar (las infidelidades de su mejor amigo, por ejemplo) más que por lo que pueda afectar tanto a él como a su familia (su desvalimiento, como cuando se enfrenta a sus dificultades para acordarse de la letra de una canción que ensaya con su hija; el hecho de que para Beatrice sea más bien otro hijo al que cuidar: ¿quién es o qué relación tiene con el que amaba?¿Retornará aquel más allá de si recupera la vista o no?). Es un hermoso detalle que, mientras dos amigas reprochan a Batrice, durante la cena de la celebración, el retrato que ha hecho de ambas, Frederick se ausente, sin que nadie se percate, para dirigirse al acantilado donde, frente al mar, le gusta recibir el viento en su piel (es el detalle con el que se inicia la película). Nos perdemos demasiado con las pantallas de las vanidades, la doblez y la conveniencia (una de las amigas que le reprocha su retrato ignora que su marido le ha sido recurrentemente infiel) pero no se parece disfrutar el sentido pacífico de las cosas. Degustar los sencillos placeres, la frontalidad distendida, desdramatizada, en vez de inflamarnos y degradarnos con tanto filtro mientras vivimos enredados en una maraña en la que ignoramos realmente cómo es aquel con quien convivimos porque quizá sea más bien como prefiere presentarse ante los demás. Por eso, la sinceridad duele, porque revienta esas burbujas que se sienten como ampollas infectadas.
lunes, 28 de octubre de 2019
Las furias
Un título como Las furias (1950), de Anthony Mann, con guión de Charles Schnee, deja bien claras sus resonancias de tragedia griega. Martin Scorsese la asoció con la obra de Dostoyevski o de Shakespeare (Mann siempre anheló realizar una adaptación de El rey Lear). El primer siglo de Estados Unidos como nación, un país aún en formación, era el equivalente de la Edad Media, o medievo feudal, en Europa. Las estructuras institucionales aún no se habían consolidado. Aún en 1870 era un país en el que primaban los terratenientes o caciques, cual señores feudales, que poseían grandes extensiones de tierra, de tal magnitud que el horizonte siquiera perfilaba sus límites. En Las furias, TC (Walter Huston) es un auténtico señor feudal, poseedor de miles de hectáreas y cabezas de ganado, como lo era Jackson McCanless (Lionel Barrymore) en otra adaptación cinematográfica de una novela de Niven Busch, otro western de intensidades extremas y fronterizas, Duelo al sol, publicada en 1944, y convertida en película en 1946 (la novela Las furias fue publicada también dos años antes que la adaptación al cine, en 1948). Uno y otro no quiere dejan resquicio para nadie. Es su territorio. Son sus dominios. En Duelo al sol, McCanless no quería permitir el paso del ferrocaril. TC incluso emite sus propios billetes, los tecés, como moneda de cambio, controla la circulación de dinero como controla la circulación y definición de su realidad, de su entorno. Sólo deja un pequeño resquicio a los Herrera, por petición de su hija, Vance (Barbara Stanwyck), porque uno de los hijos, Juan (Gilbert Roland) es su mejor amigo y confidente desde la infancia.
En la relación entre padre e hija, vertebradora de la narración, se confunde y entrevera la vertiente sentimental y la vertiente económica (o territorial). Se define por una tensión, que fácilmente pasa de la reverencia a la hostilidad, en la que late cierta vena incestuosa ( hay un momento en que ambos conversan rostro con rostro, como dos amantes que demoraran el beso inminente). De hecho, Vance es presentada en la habitación de la madre fallecida años atrás, y recibe a TC con uno de sus vestidos. Por otro lado, las relaciones afectivas, de amistad y pasión sexual, que Vance establece es con dos hombres que reclaman unas posesiones territoriales que TC se niega a conceder o restituir, Juan y Rip (Wendell Corey). Del mismo modo que la irrupción de una mujer en la vida de TC, Floe (Judith Anderson), implicará la amenaza del desalojo de Juan (la amenaza de dictar y modelar el territorio).
El carácter de TC queda bien definido con el hecho de que cuando su esposa agonizaba él no acudió a ella, porque no acepta perder nada, pero ahora conserva su habitación como un mausoleo, y la visita durante una hora cuando se marcha o cuando vuelve al hogar. Define bien su complejidad y contradicciones, alguien con la arrogancia de imprimir unos billetes, como quien remarca un control de aduana de la realidad, pero acepta los caprichos o peticiones de Vance, también porque sabe que es su forma de afirmarse, una actitud con la que se identifica, una determinación indómita que oculta las vulnerabilidades. Tan parecidos que tarde o temprano uno de los dos deberá desaparecer como si un mismo cuerpo coincidiera consigo mismo en un viaje temporal. El primer conflicto surge cuando retorna al pueblo Rip (Wendell Corey), nombre, como dice Vance, que asemeja al de un filo de una navaja, y algo de ello tiene el personaje. Es hijo de un ganadero de cuyas tierras se apoderó TC, y éste teme que venga en busca de venganza y restitución. Su instinto se lo dice, como quien capta el olor de quien se mueve por semejantes impulsos. Quien se apropia de territorios sabe quién desea recuperar lo que le fue usurpado. Por eso desconfía de sus intenciones, y es lo que expresa a Vance cuando esta no sólo se encapricha sino que se enamora de él ( por lo que se siente incómoda porque la convierte en vulnerable por primera vez). TC está convencido de que Rip, tahur dueño de una casa de juegos, está más interesado en el dinero, y en las retribuciones, que en ella. No es tan simple, porque sí le corresponde, pero Rip si prioriza un propósito, la recuperación de un territorio. Hay enquistado en él un odio de modo tan virulento que subordina la pasión que siente por Vance.
El segundo conflicto surge cuando TC trae con él, de uno de sus viajes, a Floe (Judith Anderson), por la que Vance siente una pronta aversión; tanta que cuando, al de un tiempo, Floe le diga que se van a casar, Vance le lanza unas tijeras, que le dejarán medio rostro no sólo marcado sino también paralizado. En un territorio donde dominan las furias ( nombre del rancho) TC no dejará de devolver la agresión, el ataque, con la misma moneda. Decidirá sitiar a los Herrera para que abandonen las tierras, y, aún más, para contrariar, y herir, a su hija, ordenará ahorcar a Juan por robar un caballo; una excelente secuencia en la que juega con los términos del encuadre: al fondo del encuadre, Vance sale al galope tras no conseguir convencer a su padre de que desista de ese propósito, cruza el encuadre, y en primer término se ve a Juan con la soga al cuello; en el siguiente plano la vemos galopando hacia la distancia, como se aleja en sentido amplio de su padre, mientras se escucha el grito desesperado de la madre de Juan.
Pocos cineastas han sabido crear tanta tensión con sus composiciones, una sensación de opresión, jugando con la fricción entre las figuras dentro del encuadre. O con las sombras. Pocos westerns más oscuros, tenebrosos que éste, comparable a algunos de Wellman, Incidente en Oxbow (1943), Cielo amarillo, (1948), o sobre todo, otra estupenda obra con Barbara Stanwyck, Una gran señora (1941). Con admirable dirección de fotografía deVictor Milner, predomina una siniestra atmósfera, sobre todo en exteriores (las visitas en la noche de Vance a Juan, a los riscos, o las citas de Vance con Rip en el terreno que poseyó el padre de éste). Un uso de las sombras que Mann aplicó, como nadie, en sus obras del cine negro, creando las composiciones más asombrosas que ha dado este género. No hace falta decir que en el último acto Vance desatará sus furias para enfrentarse a un padre que ama, pero cuyo lugar, y dominio, está destinada a hacer suyo. La sangre de las furias alientan los pulsos de poder en la tierra, incluso entre padres e hijas.
domingo, 27 de octubre de 2019
Grito de terror
La mitificación de unos títulos que parecen quedar inscritos en la biblia de la versión oficial de la historia del cine, cual salmos incuestionables (el cinéfilo es muy dado a instituir altares), determina la creación de unas sombras, en las que permanecen ignorados muchos títulos, que ni los más expertos o conocedores tienen en consideración. En el caso del film noir, por ejemplo, hay obras encumbradas, o que han adquirido una condición icónica, que me parecen bastante cuestionables o sobredimensionadas, caso de El halcón maltés (1942), de John Huston, Perdición (1944), de Billy Wilder La dama de Shangai (1948), de Orson Welles o Atraco perfecto (1955), de Stanley Kubrick. Y en cambio hay una serie de títulos, o de cineastas, de igual valía, cuando no mayor que permanecen en el limbo del olvido. Por ejemplo, se instituyó como telón y clausura del film noir Sed de mal (1958), porque la dirigió el beatificado Orson Welles, pero al año siguien se estrenó una obra de equiparable envergadura creativa, Apuestas contra el mañana (1959), del no beatificado Robert Wise (por haber sido relegado a la condición de artesano). El esnobismo prefiere las etiquetas de Crianza (o la distinción de autoría; como si advertir autoría otorgara ya distinción; cuestión añadida sería pensar en qué medida se es capaz de discernir si es un cineasta con una mirada propia o es más un funcionario ejecutor; y otra sería si muchos autores no son meramente ombligos ambulantes que hacen ostentación del mismo). Uno de esos casos de notables obras que permanecen en las sombras del limbo del olvido es Grito de terror (Cry danger, 1951), de Robert Parrish. Pero ¿quién era Robert Parrish?. De entrada otro cineasta al que no se advirtió huellas de autoría por lo que no se le tuvo muy en cuenta. Empezó como actor en su juventud, colaborando en pequeños papeles, por ejemplo, en obras de John Ford (El delator o Pasaporte a la fama), y se convirtió en montador, varias para el mismo John Ford, como Corazones indomables (1939) o El joven Lincoln (1939). También colaboró con Max Ophuls, en Atrapados (1949), o Rossen, en El politico (1949) y Cuerpo y alma (1947), por la cual fue premiado con un Oscar, junto a Francis D Lyons.
Gracias al actor Dick Powell dio sus primeros pasos en la dirección con Un grito de terror (Cry danger, 1951, producción de la RKO, desarrollando una filmografía que abarca hasta 1974, con el irregular pero interesante thriller Contrato en Marsella, y que en los 50 tiene su cenit, tanto en frecuencia de producción como en resultados cualitativos, caso de El poder invisible (1951), Historia de San Francisco (1952), Llanura roja (1954), Más rapido que el viento (1957) o Más allá de rio Grande (1959), aunque en los sesenta realizó una de sus mejores obras, Al estilo francés (1964). El guión de Un grito de terror es obra de William Bowers, con quien también colaboró en El poder invisible e Historia de San Francisco, caracterizadas las tres por el humor y el agudo ingenio de los diálogos. Bowers es autor de los guiones de dos magnificos westerns, El pistolero (1950), de Henry King y Desafio en la ciudad muerta (1958), de John Sturges, e incluso su mordaz y desapegado humor brilla en dos obras del discreto George Marshall, Imitación de general y Furia en el valle, ambas de 1958). Por su parte, Dick Powell, un buen actor, no alcanzó la consideración icónica de Humphrey Bogart, revalorizado, o mitificado, desde los 70, e incluso no es uno de los actores que más se asocie, de modo distinguido con el noir. Interpretó también al Marlowe de Chandler, pero se recuerda más El sueño eterno (1946), de Hawks que la muy interesante Historia de un detective (1944), de Edward Dmytryk, para quien protagonizó también la estimulante Venganza (1945). Dentro de las coordenadas del noir, Powell también protagonizó dos notables obras, la opera prima de Robert Rossen, Johnny O'Clock (1947), y Pitfall (1948), de Andre De Toth
El comienzo de de Grito de terror es una ejemplar muestra de cómo saber entrar en materia y definir con breves rasgos a los personajes, y su situación, y cómo ya propulsar la trama en escasas secuencias. El talento de la síntesis. Rocky (Dick Powell) llega en un tren; un vendedor le enseña el periódico donde sale su foto tras ser liberado de la cárcel, queriéndoselo regalar, pero es elocuente el hecho de que Rocky lo rechaze: fue condenado a cadena perpetua, debido a falsos testimonios, acusado de un robo de cien mil dolares. Si sólo ha cumplido cinco años es por la corroboración tardía de su coartada. Precisamente, en ese instante es aludido por el policia que le detuvo, el inspector Cobb (Regis Toomey), que aún intenta recuperar aquel botín, al que acompaña quien ha dado el testimonio que le ha liberado, Delong (Richard Erdman), un marine que ha estado cinco años fuera y no ha podido hasta ahora certificar que aquella noche del atraco le vio en un bar a la misma hora que se realizaba el delito. El Policía no está muy seguro de que sea inocente, y le señala que le tendrá vigilado. En cuanto a Delong, su testimonio también es falso. La primera pregunta que Rocky le hace cuando se quedan a solas es quién eres. Sí es un marine pero no uno de aquellos con los que pasó aquella noche Rocky. Un falso testimonio le complica la vida y otro se la arregla y reajusta. El porqué de su falso testimonio es simplemente económico; como piensa que sí fue responsable de aquel atraco, quisiera beneficiarse de ese botín, y sólo podría hacerlo si Rocky está fuera. Rocky contesta que Me parece que te has equivocado no sólo de caballo sino de hipódromo. Pero sí quiere agraderle que le haya liberado con su falso testimonio, así que le propone que le asista en su propósito. Sabe quién lo hizo, y va a sacarlo a la luz, en buena medida para liberar a su mejor amigo, que aún sigue en la carcel acusado del mismo robo. Asi se conforma una singular pareja, y un relato surcado por un irónico humor.
Rocky se desplaza a través de una trama definida, como se caracteriza el patrón del genuino cine negro, por la doblez y las falsas apariencias, la codicia depredadora y las manipulaciones. Un grito de terror (o más bien de peligro, como indica el original) se define por una narrativa de ritmo ágil e intenso, en las que las sombras son el aliento de la sordidez moral predominante, y de lo imprevisto: Rocky confía en la información que le provee Castro (William Conrad) sobre la apuesta que le puede suministrar beneficio, pero es otra trampa movediza, otra dirección falsa: el dinero que le facilitan es el de otro robo, dinero señalado: cuando, con el inspector Cobb intenta corroborar que el dinero lo consiguió con una apuesta, no existen la mujer que le facilitó el boleto ni el supuesto apostador que le suministro el dinero (ni siquiera existe la entrada del almacén del que salió), fue un escenario amañado para que fuera incriminado por ese dinero robado, pero Castro comete el error de no considerar, cuando indica que no ha visto en ningún momento a Rocky desde que salió de la cárcel, que el inspector Cobb había ordenado que siguieran a Rocky: un error táctico que delata demasiada confianza. Buen detalle espacial es el parque de caravanas donde Rocky alquila una para compartirla con Delong, una caravana más que desastrada. Un parque en el vive Nancy (Rhonda Fleming), la esposa del amigo de Rocky, y de la que éste está enamorado desde años atrás, y que aporta un aspecto dramático complementario afilado: la ilusión y las arenas movedizas de la decepción: la realidad es un escenario de coordenadas capciosas e ilusorias, y definida por la aleatoriedad, como la ruleta rusa, esa que aplica Rocky con Castro (William Conrad), su adversario en la sombra, para que le revele el paradero del dinero robado, parte del cual se esconde en lo que él consideraba su sueño, la ilusión amorosa encarnada en Nancy.
viernes, 25 de octubre de 2019
La guerra ha terminado
La guerra ha terminado (La guerre est finie, 1966), de Alain Resnais, es una obra fronteriza, porque en ese estado se siente el protagonista, Diego (Yves Montand). Precisamente, la película se inicia con uno de sus cruces de frontera de España a Francia, y la tensión consiguiente de que sea descubierto. Resnais reincide en sus exploraciones del tiempo mental, aunque no tan radicalizado como la pura abstracción de El año pasado en Marienbad (1961), o en Hiroshima mon amour (1959), otra obra que conjuga memoria colectiva y singular, conflicto exterior e íntimo. O en Muriel (1963), en este caso con la huella del conflicto argelino. El guión es de Jorge Semprún, inspirado en sus propias vivencias y desencuentros, como militante, con las cúpulas del partido comunista entre 1954 y 1965. Se centra en las actividades clandestinas de células comunistas en el exilio, a mediados de los 60, resistentes a la dictadura franquista. Diego, uno de los ese grupo que vive exiliado en París, realiza incursiones en España, para organizar y llevar a cabo esas actividades de resistencia. En la actualidad, en unos tiempos donde el término, y concepto, memoria histórica ha adquirido tal necesaria resonancia como denuncia y como llamada de atención sobre la tendencia del ser humano al olvido, a veces conveniente, otra inercial, una obra como La guerra ha terminado se corporeiza como una obra emblemática de esa necesidad.
En consonancia con las dudas y cansancio vital del protagonista, la obra es una disgresión sobre la memoria y las expectativas, entrecruzadas en una estructura que capta ese estado emocional, plasmado en la combinación de un tiempo real y un tiempo mental, no sólo tejido de evocaciones, sino de especulaciones de la imaginación, de aquello que fue pero queda difuso en el recuerdo o de lo que pueda ser. Por ejemplo, en la secuencia inicial, cuando es interrogado en la aduana por la policía francesa facilita el teléfono de la persona cuya identidad usa como ficción de cobertura, pero afortunadamente para él no es esa persona quien contesta al teléfono sino su hija, Nadine (Genevieve Bujold), quien ratifica su relato. A partir de ese momento, Diego no deja de imaginar cómo será esa chica que no conoce, de la que sólo ha escuchado en esa ocasión su voz. En diferentes pasajes se suceden imágenes de diversas chicas, de espaldas, que caminan por la calle y se introducen en el portal (un sucesión de bustos posibles sin rostro definido). Cuando se conozcan surgirá una atracción en la que quizá influya esa sugestión escénica, lo que ella representa para él como figura de una circunstancia excepcional, y lo mismo en el caso de ella. De hecho, ella participa en grupos franceses que abogan por la acción violenta como apoyo a la lucha contra la dictadura española. Para uno y otro son parte de esa ficción paralela, de esa actividad que tanto rompe con la rutina ordinaria como está provista de tensión y amenaza (los planos de su encuentro sexual, de fragmentos de su cuerpo, parecieran desligados de la realidad alrededor, de contexto).
Pero a Diego ya más bien suscita cansancio, o refleja su desorientación. Se debate entre su compromiso político de anhelar un cambio, la fatiga de ver cómo en 30 años no se ha producto ese cambio en el país, y las diferencias con las concepciones que dominan en la dirección del partido comunista en la clandestinidad, con las interrogantes que le suscitan sobre si alientan las acciones pertinentes o alimentan otro tipo de inmovilismo. Diego transita la narración sumido en sus escisiones e interrogantes, como quien pierde pie y no sabe cuál es la dirección adecuada, si es que existe, del mismo modo que su foco de relaciones con las mujeres se bifurca o emborrona entre dos. Siente un singular vínculo con Marianne (Ingrid Thulin), que también refleja escisión entre dos geografías, como fluctua entre identidades, la ficticia y la real (aunque ¿cuál es ya es esta o de qué modo se separa de las ficciones?). Cuando ella se esfuerza en buscar esa solución que pueda converger sus direcciones, la que ella tiene claro, y la que para él en cambio es más bien difusa o incierta, esto es, asentarse en Madrid, parece que comienza a perfilarse una posibilidad de futuro que pueda conjurar los lastres de un pasado que no logro adquirir la condición de presente. Quizá también sea una oportunidad de desprenderse de los lastres de máscara, aunque, a la vez, le exponga en una situación más vulnerable, como bien expone la conclusión, el rostro de quien ama en desesperado desplazamiento para avisarle de que han descubierto su identidad ficticia. Los grises de la dirección de fotografía, de Sacha Vierny, inciden en ampliar la sensación de tránsito fantasmal de alguien cuyas ilusiones y ánimos se han emborronado por unas circunstancias que ve demasiado difusas, una frontera vital y colectiva que parece dominada por la niebla. La guerra,sí, ha terminado, pero ¿cuál es el paisaje en ese ahora, treinta años después, y cuál es la dirección sobre la que se pueda construir un futuro consecuente?.
jueves, 17 de octubre de 2019
Zombieland mata y remata
Los zombies, la nulidad neuronal y la actitud pacifista. En las películas con y sobre zombies, estos muertos vivientes se propagan con suma facilidad. Y lo mismo las películas sobre zombies. La voz en off de Columbus (Jesse Eisenberg) ya lo señala en las imágenes iniciales de Zombieland: mata y remata, de Ruben Fleischer, por lo que agradece que les hayamos elegido. Durante este siglo, las producciones se han multiplicado, en cine y televisión, de tal modo que, junto a los superhéroes, son las figuras con las que probablemente se identifique, en el futuro, el cine de estas dos primeras décadas del siglo XXI. Nada de movimientos rupturistas con respecto al lenguaje cinematográfico o cuestiones sociales. En este siglo en el que nos definimos por el apoltronamiento, el ensimismamiento y la erradicación del pensamiento (en cuanto reflexión), los superhéroes y los zombies nos representan. Lo que nos gustaría ser y lo que somos. Lo que interesa es el escapismo y la reescritura, por eso se han convertidos también en fenómenos Juego de tronos o Quentin Tarantino, formulas equiparables a la que representan los superhéroes: ¿no es la serie un folletín, en versión cruenta, que compensa en la fantasía nuestra impotencia en los juegos competitivos en la pequeña escala de los escenarios laborales? ¿O el personaje de Brad Pitt en Erase una vez en Hollywood no es de la misma estirpe o ejerce la misma funcionalidad que los superhéroes como yo compensatorio? Esta época no se define por la preocupación por la realidad, por su cuestionamiento o transformación, o por reflejar lo real, sino por la satisfacción con una mediatización que suministra comodidad en nuestra pequeña parcela o cuadrícula. Es el soma de nuestro tiempo. ¿Por qué no interesa dar difusión a las obras que ponen en interrogantes nuestra desconexión comunicativa, nuestro aislamiento o enajenamiento porque ya nos hemos hecho adictos a la velocidad con que nos facilitan información o con la que podemos realizar, a través de tantos dispositivos, lo que deseamos, como exponen obras como The wolf hour, de Alistair Banks, The sound of silence, de Michael Tyburski, 1985, de Yen Tan, o The hummingbird project, de Kim Nguyen, que, probablemente, ni siquiera se estrenarán en nuestro país? O planteado de otro modo ¿por qué no generan conversación en una cinefilia cada vez más inerte en inquietud o capacidad reflexiva?. No nos define el anhelo transformador, o al menos interrogante, de la estructuras de la sociedad sino la reescritura escapista en los escenarios virtuales de las diferentes pantallas.
Por eso, Jim Jarmusch, en su magistral Sólo los amantes sobreviven (2015), asociaba la mente inquieta, ávida de conocimiento y experiencias transgresoras de límites, el talante empático (que puede sentir a otro aunque separen cientos de kilómetros como metáfora elocuente, es decir, que conecta o quiere conectar), con los vampiros, y en cambio a los seres predominantes en esta sociedad, carentes de esas cualidades, con los zombies. Seres que funcionan por resortes de emociones y pensamientos, conectados a cargadores o dispositivos, ensimismados y autoindulgentes entre folletines vitales a pequeña escala (o red social virtual). Su siguiente película, toda una declaración de principios, Los muertos no mueren (2019), se centra, precisamente, en una invasión zombie. No es una obra tan elaborada como las seis precedentes (que considero entre lo más excepcional que ha dado el cine en los últimos veinte años), sino más bien un singular juego, liviano e irónico, una tenue digresión, sobre lo que ya ha expuesto de manera más compleja en su obra previa, una lúdica afirmación propia frente a la insustancialidad virica que se ha ido propagando, en la que se pone en evidencia como lenguaje (como película, por los mismos personajes o actores): Somos lenguaje, somos ficción, pero no nos hemos dado cuenta atascados entre tantas pantallas y dispositivos. Pero los zombies, los que predominan en esta sociedad, no mueren porque más bien abundan, por eso, como expresa irónicamente, con el personaje de Tilda Swinton, quizá sólo reste soñar con ser un alienígena que disponga de una nave con la que alejarse de este planeta.
Zombieland mata y remata coincide con Los muertos no mueren en la presencia de Bill Murray y en que su mordaz planteamiento simbólico o crítico es también elemental, en cuanto claro y sencillo. Ya desde antes del estreno de Zombieland, hace diez años, se consideraba la posibilidad de una secuela, pero cualquier reticencia, o subordinación a otras prioridades (como las obras de Deadpool escritas por la pareja de guionistas, Rhett Reese y Paul Wernick) fue superada con la irrupción como presidente del país de alguien con las caracteristicas de Donald Trump. Por eso la narración arranca en la misma Casablanca, donde se aposenta el cuarteto protagonista, Columbus, Wichita (Emma Stone), su hermana pequeña Little Rock (Abigail Breslin) y Tallahassee (Wopddy Harrelson), quien, no podía ser de otra manera, se sienta en la mesa oval, ya que es un representante del votante medio de Trump, un redneck amigo de las armas que no es que odie a los pacifistas sino que los molería a puñetazos. Por ello, no hay nada que pueda irritarle más que el hecho de que Little rock, con la que mantenía una relación paternal protectora (abrumadora), abandone el nido (o su influjo), ya que tiene 21 años y quiere conocer el mundo, y sobre todo algún chico, y precisamente elija a un hippie, fumador de marihuana, pacifista que, aunque circule por una realidad amenazada por zombies, no porta arma alguna. Por añadidura le encrespa que se dirijan a un escenario que Tallahassee idealiza, el Graceland de Elvis Presley. Aunque, más bien, la dirección hacia la que se dirija el relato, y los personajes, sea Babilonia, su antimateria. No podía llamarse de otro modo esa comunidad hippy que se define por no aceptar arma alguna y por un ingenuo talante epicureo. Son niños grandes, como también lo es un nuevo personaje que irrumpe en un impasse en la relación sentimental de Columbus y Wichita, Madison (Zoey Deutsch), una mujer de rosa (en su atavío y maletas) con tan escasas luces neuronales como nula susceptibilidad.
La narración ironiza sobre cualquiera de los tipos presentados, dejando en evidencia sus inconsistencias, sea la niña pija, el hippy, el resabiado y cuadriculado Columbus con sus múltiples reglas y pueril pero inocua soberbia, el bruto y engreido amante de las armas, y coches ostentosos (sobre lo que se ironiza en una de las mejores cadenas de ritornellos de gags), que hace honor al nombre de Tallahassee (pueblo viejo: es la américa profunda abisal), e incluso las dificultades de Wichita, el personaje más ecuánime y lúcido, con la articulación de los sentimientos y el compromismo afectivo. Con respecto a los dos protagonistas masculinos amplifica la mordaz ironía con dos réplicas con las que se encontrarán en el artificioso y momificado corazón simbólico de un tipo de América (la de Elvis y los cincuenta millones de votantes a Trump). Zombieland es una comedia amable pero mordaz, que no hace sangre, pero no resulta complaciente. Su causticidad sobre el poco consistente paisaje humano que habita esta sociedad, incluso el planeta, también era manifiesta en otra obra con guión de la misma pareja, la notable Life (2017), de Daniel Espinosa. Resulta más inspirada e ingeniosa que la mayor parte de las comedias estadounidenses que se realizan (lo cual, ya lo sé, no es decir mucho dado el patético nivel medio). Pero despliega una agudeza que no se regodea en sí misma, y anima a apuntarse a alguna comunidad hippy, pese a que Tarantino, en cambio, la presentara con cualidades más bien siniestras. por lo que por qué no convertir en pulpa a algunos de sus representantes. Su cine no es precisamente pacifista. Tallahassee disfrutaría mucho con sus apalizamientos cruentos. Particularmente, me quedo con esta vivaz comedia traviesa.
martes, 15 de octubre de 2019
Noche de bodas
¿Dispuesto a lo que sea para ser un privilegiado?. ¿Estás dispuesto o no a asumir los riesgos que implican acceder al disfrute de privilegios y lujos, es decir, la confortabilidad de ser rico? Es una apuesta, puedes convertirte en cazador pero también presa. Es un juego, una competición, puedes ganar pero puedes convertirte en la pieza sacrificial necesaria, por ejemplo, ser despedido porque hay que economizar, para que otros mantengan su estatus y sigan enriqueciéndose y gozando de los caprichos y lujos que deseen, porque no se considera que tengan límites cuando ya se detenta esa posición privilegiada. Se disfruta de esos lujos simplemente porque se puede. Por supuesto, la veda abierta para la caceria (competitiva o purgadora) se envuelve en el papel cuché de la justificación de que para sobrevivir hay que hacer lo que sea, cualquier medio es válido, porque la dinámica competitiva es inestable e impredecible. No hay que dejar de afilar el colmillo ya que siempre habrá alguien que quiera arrebatar tu posición. Es parte consustancial de la sociedad que vivimos. Dispuesto/a o no (Ready or not), es el título original de Noche de bodas, de Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillet. En cierto momento, alguien dice que los ricos son distintos. Detentar una posición privilegiada, sea por nacimiento o adquirida (por enriquecimiento o matrimonio conveniente), es lo que tiene, enajena. Y a veces puede ser una enajenación un tanto extrema. En esa posición se es más procilive a considerar a los demás números o piezas. Grace (Samantha Weaving) se casa con Alex (Mark O'Brien) hijo del pudienteTony Le Domas (Henry Czerny), cuya riqueza, con hondas raíces (y siniestros acuerdos) en el tiempo, se evidencia en su magnificente mansión con amplios pasillos y múltiples estancias, e incluso pasadizos secretos (acorde a una doblez intrínseca). Pero, por el prólogo, ya se sabe que se dedican a actividades un tanto abyectas. Rituales de prueba de acceso o drásticos juegos de aceptación para quien aspira a formar parte de su familía.
Noche de bodas sigue la estela del éxito de Déjame salir, de Jordan Peele. En aquel caso, la cuestión fundamental era la apropiación étnica. La falaz apariencia que escondía esa apropiacion era el camuflaje de una persistente xenofobia. Y el desarrollo narrativo se desplegaba a través del extrañamiento, mediante la dosificación de apuntes tan desconcertantes como perturbadores, hasta que se revelaba el colmillo tras la sonrisa. En Noche de bodas, es una cuestión de clases. El escenario de la realidad lo dirigen y traman los ricos: deciden, aceptan o eliminan. Hay quien acepta lo que sea, se desprende de cualquier escrúpulo o remordimiento de conciencia, para disfrutar de la posición de privilegio. Si implica una manifiesta, cara a cara, caza de un ser humano, se acepta, sea con gusto o resignación. El juego más peligroso era la traducción del título original de El malvado Zaroff (1932), de Irving Pichel y Ernest B Schoedsack. Un hombre pudiente se entretenía con la caza humana, y dos náufragos se convertían en sus presas; el decorado, o pista de persecución, eran los pantanos. En este caso, con el nombre de El escondite, el juego comienza en las estancias y recovecos de la mansión. Pero dado su aislamiento (que adquiere dimensión simbólica más amplia: ajena, distanciada y separada de la realidad), se amplia a los espacios anexos de la extensa propiedad, sea un bosque o el establo para las cabras, en el que la protagonista, Grace, podrá degustar, entre múltiples cadáveres putrefactos, lo que implica ser desdeñada por los poderosos o pudientes cuando han decidido que eres prescindible y debes abandonar la empresa, perdón, ser eliminada antes del amanecer.
Noche de bodas muestra sus cartas desde un principio, lo terrible combinado con el absurdo. En este caso, a diferencia, pongamos, de Tarantino, que propicia la risa en situaciones violentas para justificar a los personajes y nuestras emociones más turbias, en este caso más bien amplifica, con la nota macabra en la acción cruenta, el desafuero de quienes justifican la actividad que realizan. Para ellos la circunstancia imprevista sanguinolenta es una contingencia incómoda que resolver. No hay congratulación en ese humor escabroso, menos para justificar las acciones violentas defensivas de quien padece su persecución. Se combina armónicamente la desesperación de quien se enfrenta, desvalida, a la violentación de toda coherencia, como si la realidad hubiera sido astillada, con el absurdo de la mirada ajena. La causticidad se evidencia tanto en el reconocimiento de dos personajes femeninos con respecto a que sus matrimonios, y la aceptación de juegos crueles como este, son factores de una ecuación que hay que asumir para disponer de la posición acomodada y lujosa, como, a la inversa, en la escueta acción expeditiva final de Grace, todo un fulminante gesto declarativo para desprenderse de la infección virulenta que ha intentado acabar con su vida con la indiferencia de quien realiza un tramite aunque lo llame juego.