sábado, 27 de julio de 2019
El camino del pino solitario
No sé si he visto una secuencia más bella y conmovedora, de lirismo más desgarrado, que evidencie el absurdo o el sinsentido de esa tendencia humana a hacer patriotismo o nacionalismo del odio, de la rivalidad con otra etnia, familia, nación o cualquier entidad grupal o identitaria, como la del funeral, ya en el último tercio de la El camino del pino solitario (Trail of the lonesome pine, 1936),de Henry Hathaway, por una de las figuras protagonistas (aún más doliente por su condición o representación más manifiesta de inocencia e indefensión), al son de una hermosísima canción (titulada como la película), entonada entre lágrimas por Tuter (Fuzzy Knight), quien, durante la narración, se caracteriza por su inclinación cantora, mientras se desplaza por la agreste naturaleza de los bosques del este de Kentucky. Hasta entonces esa música contrastaba con la inclinación a la violencia de los habitantes de esa zona, la rivalidad ritualizada entre dos familias montañesas, los Tolliver y los Falin, que se arrastra desde décadas atrás, generación tras generación, como si fuera inexorable, como si cada nuevo integrante de la familia retomara el relevo en ese enfrentamiento, en ese odio heredado que pocos cuestionan, porque se considera natural, como pasa en tantos escenarios de conflictos étnicos o naciones o de cualquier entidad identitaria. Hay alguna excepción, como Melissa (Beulah Bondi), esposa del patriarca de los Tolliver, Judd (Fred Stone), que sí cuestiona ese infeccioso empecinamiento. Pero será esa muerte, imprevista, la que propiciará, o desencadenará, que el comportamiento cerril de rivalidad violenta por fin sea desterrado.
Esta admirable obra aúna el cautivador hálito del cine primitivo (o primigenio), el que aún exploraba el cine en cada plano como si se enfrentara a un territorio desconocido, y una proverbial modernidad, porque es un cine que descubre a la propia mirada, a su capacidad de descubrir con el encuadre justo, aquel que revela, aquel que es el necesario; el artificio conjugaba impulso de inventiva y destilación de la mirada y de la emoción precisa. Hathaway reconoció cuánto aprendió de Josef Von Sternberg como ayudante de dirección en varias obras de sus películas. No conoció director con más conocimientos técnicos. Admiraba de él cómo se responsabilizaba también de la dirección de fotografía, incluso instruyó a luego admirados directores de fotografía como Lucien Ballard. De ahí también la pericia del dominio técnico de Hathaway, aunque los estilos de ambos cineastas sean tan opuestos. Mientras, por su barroquismo, el estilo de Von Sternberg, era manifiesto, visible, como una seña de identidad singular, el sobrio estilo de Hathaway se consideraba invisible, por lo tanto intercambiable, inexistente, prototipo de la ortodoxia instituida. Quizá exigía una mirada aún más atenta, el aprecio de sus sutilezas. No se es más inventivo o riguroso porque se aprecie más la firma expresiva que singulariza.
Esta cuarta adaptación de la novela de John Fox jr publicada en 1908, guionizada por Grover Jones y Horace McCoy, fue la primera película rodada en color en exteriores, y la segunda rodada con aquel technicolor tricolor de entonces, aunque fue la primera en la que su empleo fue satisfactorio. De hecho, su resultado expresivo, obra de Robert C Bruce, es extraordinario. Ya no sólo por su deslumbrante belleza pictórica, sino por cómo logra dotar de tal vibrante presencia a a ese bosque de sequoias que lo constituye en personaje fundamental. Su luminosidad y fulgor cromático, y su elevación, contrasta con esa violencia siempre latente, reflejo de los ciegos instintos primitivos que subyacen en el ser humano y que lo mantienen a ras de suelo impidiendo que se eleve. En color también rodaría Hathaway, poco después. otro esplendido western heterodoxo, ubicado en las comunidades de las montañas, El pastor de las colinas (1941), alrededor también de los odios viscerales (en concreto, el resentimiento y la venganza).
En aquellos años ya se rodaba frecuentemente en exteriores. Por eso Hathaway años después reconocería su sorpresa: En esta época rodábamos todo en exteriores reales y no he entendido jamás que muchos historiadores se extasiasen ante el estilo documental de El beso de la muerte (1947) como si fuera una innovación. También apuntaría que no fue tan decisiva la influencia del neorralismo; no es que no existiera ese influjo pero fue más determinante el de las producciones de la década de los 30. De hecho, Hathaway fue determinante, con el notable film noir semidocumental o procedural, La casa en la calle 42 (1945), en abrir brecha con un estilo de rodaje y un tratamiento narrativo próximo al documental ( con cámaras ocultas en localizaciones reales y minuciosa atención a los procedimientos, los procesos de investigación).
El camino del pino solitario confronta civilización y progreso con el inmovilismo visceral de la tradición. Como en otras de sus obras posteriores, caso de la magistral El demonio del mar (1949), incide en una cuestión básica, a través de Jack Hale ( Fred MacMurray), ingeniero del ferrocarril: la importancia del aprendizaje y la instrucción, de la educación y la lectura, para adquirir conocimiento, y así conseguir elevarse, ampliar la mirada, y superarse (transcender la tiranía del instinto, del ego). Hale se esfuerza en intentar transmitir una actitud sustentada en la razón, en la actitud templada, flexible y razonable, aunque se tope con el obcecamiento de la rivalidad entre los Tolliver y los Falin. Pero su influencia cala en buena medida en algunos de lo Tolliver; primero en la madre, Melissa ( Beulah Bondi), ya fácilmente receptiva, porque nunca había dejado de cuestionar esa inclinación al enfrentamiento violento, o en el hijo pequeño, Buddie (Spanky George McFarland), siempre acompañado de su perro, fascinado con aquellas sorprendentes criaturas en forma de grúas y otras maquinas (el asombro ante lo diferente). Y después, y sobre todo, en June (Sylvia Sidney), escindida entre su apego a la familia y sus ansias de salir al mundo, a la civilización, de aprender y educarse, de descubrir otros ámbitos, y ser otra, la que ella elija, por voluntad no por la inercia de la tradición. En consonancia con la progresiva atracción que sentirá por quien representa lo otro, Hale, se acrecentarán sus deseos de abandonar ese escenario para conocer lo que ignora.
El más reacio al influjo de Hale, o de lo que es diferente, es Dave (Henry Fonda), incluso más que su padre, aunque cede su renuencia al ver cómo la familia confía en Hale. Qué hermosa secuencia aquella en la que toda la familia, en la que nadie sabe leer, deduce a través de los dibujos en un cheque que han recibido dinero de la compañía ferroviaria. O cuán conmovedor el detalle de cómo se despide Dave de su madre, con unos versos y un beso en cada mejilla, porque se utiliza, como ritornello, en diferentes circunstancias dramática, cuando la primera intenta convencerle de que evite, o no provoque, enfrentamientos, y también cuando se teme que pierda la vida. O ese extraordinario plano del perro mirando hacia el teléfono a través del que se oye el sollozo de June cuando escucha cómo se corrobora la muerte de su hermano. Esa muerte del más inocente propiciará que, entre los Tolliver y los Falin, haya quienes decidan que tanta violencia, que ya resulta indiscriminada, no tiene ningún sentido. Incluso, habrá quien será capaz de matar a aquel con el que comparte vínculo de sangre porque ya no comparte la actitud pacífica y conciliadora sino la obtusa y la beligerante. Esa diferencia de actitudes es la fundamental.
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