miércoles, 1 de mayo de 2019
An elephant sitting still
La vida como agonía en una bolsa de basura. Se dice que, en una población norteña de China, Manzhouli. un elefante permanece sentado, e ignora al mundo. A esa ciudad querrán dirigirse los protagonistas de An elephant sitting still (2018), de Hu Bo, como si se dirigieran sin saberlo a Samarkanda, como si se dirigieran a la constancia de su muerte en vida, porque nada cambia, aunque cambies de lugar. No hay huida de una inexorabilidad. La vida te ignora como ese elefante. Puedes caer en cualquier momento, o la vida puede morderte cuando menos lo esperas. La vida es una sucesión de trampas ocultas, imprevistas, y tarde o temprano caerás en alguna. Y la noche será cerrada, como esa en la que se escucha el bramido del elefante, el bramido de la vida que te ignora.
Ese relato sobre el elefante se escucha en las primeras imágenes que nos presentan, en montaje alterno, a los cuatro protagonistas. Vidas interconectadas, añicos de una explosión con efecto retardado. A varios de ellos alguien les dice, por una razón un otra, que se vayan. Wei Bu (Peng Yuchang) es un adolescente que no se lleva nada bien con su padre, lo mismo que Huang Ling (Wang Yugen), compañera en la misma escuela (que pronto van a cerrar, como parece que la misma realidad), con su madre. Al anciano Wang Jin (Liu Congxi) su hijo y nuera le sugieren que ingrese en una residencia para reducir gastos en el hogar, y Yu Cheng (Zhang Yu) despierta en la cama de la que fue novia de su amigo como un meteorito que va a ser propulsado a otra órbita, porque realmente no sabe cuál es la suya, aunque parece que domine alguna con sus trapicheos de baja estofa gangsteril. Un par de ellos son testigos de una caída, de la que se sienten responsables, aunque no fuera su intención propiciarlas. Pero uno, amigo de Yu Cheng, se suicida porque ha descubierto que se ha acostado con la mujer con la que acaba de romper relación y el otro, uno de esos adolescentes que pronto comprende que para contrarrestar el tedio hay que abusar de otros, se precipita por las escaleras cuando Wei Bu le empuja tras una discusión, conflicto, que luego reconoce que no debería haber provocado. Hay quien se pregunta si pensamos lo que hacemos. La respuesta que le dan se condensa en la consideración de que la vida es una agonía desde que nacemos, y que por alguna razón, o precisamente ninguna, se llega a sentir placer infligiendo daño, o contemplando cómo se inflige daño. Como anexo a tal aseveración se podría añadir, como bien comprueba Wang Jin, de modo literal y figurado, que la vida te muerde cuando menos lo espera, como otro perro, perdido, puede morder fatalmente al perro que paseas. No es de extrañar que otro personaje diga que se siente como una bolsa de basura.
La vida tiene sus retorcidos giros. Te amargas porque has visto cómo tu amigo se suicidaba, y contemplas con desolación junto a su madre la ventana desde la que se tiró, mientras tú lo observabas a su lado, adherido a la pared como un percha vacía, pero persigues al que dicen que es responsable de otra caída, la de tu hermano menor, aunque ignoras cuál fue la circunstancia, y las motivaciones, pero lo debes hacer porque es tu hermano, porque así lo indica tu papel en la función. La alteración de ángulos sólo evidencia el absurdo. Wang Jin notifica a los dueños del perro que mordió al suyo que lo mató, y lo único que les preocupa es si le ha encontrado o si le hizo daño, o si quiere aprovecharse de ellos sacándoles dinero. Súbitamente, cambia el ángulo y son ellos las víctimas.
La narración de An elephant sitting still, que no logra eludir los desequilibrios (en ciertos pasajes, más que progresar, redunda), se define por los planos de larga duración. Pero esa dilatación más bien transmite inmovilidad, la inmovilidad de esa vida en la que se sienten prisioneros, confinados, como bolsas de basura que nadie recoge. Los escenarios rezuman abandono, suburbios definidos por masas de cemento entre solares dominados por los desechos, de los que no parecen diferenciarse demasiado, o jaulas abandonadas donde tiempo atrás hubo monos. No hay evolución, otros monos llamados humanos se sienten recluidos en otro tipo de jaulas. Todo transpira sensación de jaula invisible. Es un paisaje de residuos, los que ha dejado desparramados una sociedad que aceleró su proceso de asimilación de los modos más depredadores del capitalismo salvaje occidental. La cámara se adhiere a las espaldas, a las que sigue en sus recorridos, aunque son falsos desplazamientos, ya que sustancialmente no se dirigen a ninguna parte, o se adhiere a sus rostros, estableciendo diálogos entre los términos del encuadre (en ocasión, desenfocados los segundos términos de modo elocuente), para remarcar ese cautiverio, esa sensación de habitar la realidad en el restringido espacio del propio pesar y desconcierto. Porque la vida te ignora, y daña cuando menos lo esperas. An elephant sitting still es un recorrido hacia el vacío. Hacia la concepción de la vida como una negrura que no responde, a no ser con un bramido que señala que estás solo en la intemperie.
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