sábado, 2 de febrero de 2019
Velvet Buzzsaw
La infección de la banalidad. En la anterior obra de Dan Gilroy, Roman J Israel, esq (2017), alentaba la mirada que aún cree en la pasión caballeresca por la justicia, por hacer el bien, por cambiar el mundo. Y como para lograrlo, es cuestión de saber estar a la altura. Una cosa es que seamos frágiles y cometamos errores, y otra que nos enajenemos y optemos por la corrupción de lo conveniente. O, aún más, que simplemente tracemos nuestra vida sobre una enajenación más desquiciada, pero socialmente aceptada, la rapiña, la antimateria de la empatía, como reflejaba el protagonista de su opera prima, Nightcrawler (2014). La enajenación también atraviesa, como la pulcra luz blanca de las paredes de la galería de la primera escena, la mirada de los personajes de Velvet Buzzsaw (2018), galeristas, tratantes, conservadores de museos o críticos de arte. En la primera obra, la corrupción de la mirada se contextualizaba en el escenario de las cadenas televisivas. La consecución de imágenes impactantes de accidentados, heridos o asesinados reportaba dinero, por tanto, por qué no, incluso, propiciar esas circunstancias en vez de prevenirlas. La relación del protagonista con la realidad era virtual, los cuerpos alrededor simplemente eran funciones, mercancias, objetos, que podían proporcionarle beneficio, como antes se la había proporcionado la chatarra que vendía.
En cierta secuencia de Velvet Buzzsaw, unas pinturas se reflejan en la pintura de un personaje, el crítico de arte Moff (Jake Gyllenhaall), mientras a su lado, la mirada de la consultora de arte, Josephine (Zawe Ashton) parece embriagada, más que por el descubrimiento en sí por lo que puede implicar para su posición en el escenario del negocio de las creaciones artísticas. Poco antes de descubrir esas pinturas, en el piso del anciano vecino cuyo cadáver encontró en las escaleras del edificio donde vive, había sido humillada y degradada, dentro del organigrama de posiciones y accesos de ese escenario, por la galerista Rhodora Haze (Rene Russo). Josephine despliega en esa mirada embriagada el orgasmo de la rapiña y de la restitución. Posibilitan no sólo que la liberen de los márgenes de una posición relegada, sino el acceso a posiciones privilegiadas, con las que incluso rozar el cetro del dominio, un cetro que no deja de asemejarse a esa sierra circular (buzzsaw) que tiene tatuada en lo alto de la espalda Rhodora. Este es un escenario de sierras camufladas bajo las apariencias del terciopelo (velvet), las apariencias de la pulcra blancura de las paredes de las galerías. Las obras de artes son mercancías en una circulación de vanidades que aspiran al dominio de un escenario sobre el que pueden dictar. En ese escenario las relaciones son oscilantes, como la inconsistencia de un espejismo, más determinadas por el dominio de la circunstancia, aunque sea ilusoria. Por eso, una mentira puede desestabilizar una relación, porque meramente introduce la interferencia de una posibilidad que no se controla.
Gilroy modula con eficacia la intrusión de una perturbación en ese pulcro escenario de conveniencias y escenificaciones definido por la banalidad. Las pinturas son una tenebrosa purulencia que se propaga como una marabunta que arrasa de modo esquinado, como las ilusiones que desentrañan una relación virtual, esas miradas embriagadas en la banalidad de su codicia e inconsistencia. Su raíz es la oscuridad, esa que domina las habitaciones del pintor, habitaciones hacinadas por objetos, como si el caos de la vida brotara salvaje, desprovisto de las pantallas escénicas que disimulan los colmillos y las zarpas. Parte de la materia de las pinturas se revela que es sangre. Y sangre e ilusión se conjugan como el reflejo siniestro que descompone un escenario de falsedades e inconsistencias. Los límites de la realidad se diluyen. Quien deseaba ser protagonista del cuadro de la realidad se convertirá literalmente en pintura. Los tatuajes pueden ser sierras. Los escenarios, espacios mentales. Las figuras en las pinturas se mueven o miran. ¿Cuál es la diferencia entre un autómata y un crítico de arte?. Una esfera perfecta, con las hendiduras de la posible, metáfora de la realidad, o de la posible relación (virtual) con la realidad pues la superficie de la esfera potencia los reflejos, puede también revelar la hendidura que seccione, metáfora irónica para quien mete la zarpa en cualquier lugar para conseguir su propio beneficio del modo que sea. Las supuraciones tenebrosas de las pinturas, como el cuadro de la figura descompuesta de Dorian Gray, se adueñan de la realidad como la infección que encuentra su acomodo en la realidad despojada de máscaras.
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