martes, 19 de febrero de 2019
Pájaros de verano
Cantos de sueños y memoria. Los pájaros de verano son los que evitan el olvido con sus cantos de sueños y memoria. Son los que no dejan de recordar cómo ciertas hierbas salvajes, esas relacionadas con el impulso, a veces desbocado, y por ello que no sabe de límites, mesura o templanza, de las emociones, las cuales pueden propiciar plagas (el narcotráfico), relacionadas con otras hierbas (la marihuana), con el caos como predominante sembrado en la tierra colombiana. Pájaros de verano es una metáfora, como Pájaros de verano (2018), de Ciro Guerra y Cristina Gallego, adopta la condición de canto. Un cantor nos introduce en el relato, que es evocación, y metáfora, y también lo concluye, como el sedimento resistente de un recuerdo que es ensoñación de una fractura. Se estructura la narración en cinco cantos, que abarcan 13 años (Hierba salvaje, 1968, Las tumbas, 1971, La bonanza, 1979, La guerra, 1980 y El limbo, 1981). La hierba salvaje que prende la mecha de la narración, y de los conflictos consiguientes, es el enamoramiento de Rapayet (José Acosta). Se queda prendado de Zaida (Natalia Reyes). Aunque ¿no son hierbas salvajes las que rigen las emociones de la madre de Zaida, Ursula (Carmiña Martinez), que no considera con la suficiente categoría a Rapayet, por lo que le exige una elevada dote?. Por ello, para poder aportar esa dote exigida, Rapayet opta por lo que puede proporcionarle esa elevada cantidad en poco tiempo: el narcotráfico. No le importa los límites que infringe o transgreda, ya que es el deseo lo que gobierna su propósito. Contacta, gracias a la casualidad, con unos estadounidenses y consigue que su tio Anibal, que cultiva la marihuana, se la suministre. Pero como el cantor indica lo difícil no es conseguir ese propósito, ni formar una familia, sino mantener la unidad de la familia. La narración cantará, con cortante precisión, la desintegración de cualquier unidad y vinculo, como si sólo quedará un paisaje arrasado, y los supervivientes fueran figuras a la deriva, o sombras dolidas.
El trayecto estará marcado por elecciones, y contaminado por los impulsos. El primer conflicto estará relacionado con las diferencias entre wayús o guajiros, los aborígenes de la península de la Guajira, y los arijunas (los extraños o extranjeros), los que hablan español y desconocen la lengua tribal, como no respetan ni aplican las normas de esa cultura. Rapayet es un wayús, como la familia de su esposa, pero su socio, Moisés (John Narvaez), es un arijuna. En cierto momento, la familia exigirá que elija entre un vínculo u otro, entre familia y amistad. El segundo conflicto será entre familias, y será generado por las hierbas salvajes del deseo desbocado, el del joven Leonidas (Greider Meza), hijo de Ursula, por la hija del tío Anibal. La ofensa determinará una imposible conciliación. El último conflicto es el que podría generar la completa degradación tribal, la profanación del símbolo que define a una tribu, el palabrero. En la cultura wayú el palabrero es intermediario o conciliador entre dos perspectivas o posiciones, entre dos partes de un trato (de negocios o matrimonio). Es quien expone los deseos de aquel a quien representa de su familia. Si se mata a un palabrero es como si se atentara a la propia voz de la tribu.
Más allá del extrañamiento que aporta la figura del cantor, en cuanto dota al relato de la condición de fábula (en la que los animales tienen su relevancia: sea como anuncio de acontecimientos futuros, como contrapunto de extrañeza, o como mercancía de intercambio, como las relaciones se definen por el intercambio y los (con)tratos en la noción más rudimentaria capitalista), y los sueños premonitorios que sufre Zaida, la narración, la composición visual, se define por una inmediatez a ras de suelo, una precisa contundencia, áspera como la aridez del entorno. Las elipsis abundan, y no sólo en relación a hechos violentos, de determinación capital (la violación). En ocasiones se repiten los recursos de lenguaje, para evidenciar que nada diferencia a unos y otros, sean wayús o arijonas, sean de una familia u otra. No hay contraplano (sobre quien recibe el disparo) cuando alguien mata a quien consideraba su amigo, o a quien era socio y pariente. Importa ante todo el gesto. Por dos veces se encuentran diferentes personajes con un reguero de cadáveres, da igual si en un caso es responsable un arijona y en otro un wayuu. Incluso, en la secuencia climática en la que ametrallan la casa, en mitad de la nada desértica, los planos son distantes, planos generales. Después, se apreciará el resultado, el reguero de cadáveres en su interior, con escasos supervivientes. La violencia está en los gestos, en las actitudes, es ahí donde se genera, más allá del impacto sobre los cuerpos, sea un asesinato o una violación. Sólo queda la sensación de orfandad, figuras a la deriva en un limbo, residuos de los desquiciamientos de unas cegueras: la ceguera de la codicia, de la arrogancia que avasalla con sus deseos e impulsos, del orgullo que no contemporiza porque la realidad se debe ajustar al molde de su voluntad, como una mansión blanquecina, de lujoso interior, en medio de un árido desierto.
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