sábado, 6 de octubre de 2018
Venom
Los colmillos del perdedor. La vida duele, y puedes sentirte un perdedor, cuando tu vida se desmorona, y pierdes tu trabajo y tu relación sentimental de una sola tacada. Aunque te digas, como es el caso de Brock (Tom Hardy), en Venom (2018), de Ruben Fleischer, que en el guión de tu vida no existe el no se puede ( y además se lo dice a quien sobrevive con tres trabajos para mantener a su familia), tendrás que asumir que no puedes porque simplemente colisionas con alguien que dispone del poder suficiente para despedirte de la realidad que habías configurado, o proyectabas afianzar. Colisionas con quien rige y determina el código de circulación de la realidad, con aquel que dictamina que no puedes. En el caso de Brock, es Carlton Drake (Riz Ahmed), el director de una corporación, La Fundación Vida, a quien no le gusta su propósito de desvelar, con su reportaje, la corrupción de su empresa y, en concreto, el hecho de que sacrifique vidas humanas para sus experimentos simbióticos con criaturas alienígenas (que recuerdan en aspecto y virulencia al Calvin de la notable Life, de Daniel Espinosa). Los pasajes más sugerentes se encuentran en su planteamiento, más que en la caracterización, en la definición de actitudes en colisión: el periodista que aún dispone de conciencia y preocupación por el prójimo, y su antimateria, el empresario que sólo se preocupa del apuntalamiento de sus privilegios, y para quien los demás son meros instrumentos prescindibles.
La cuestión que subyace en la fricción entra ambas actitudes es cómo reaccionas cuando el anhelo de verdad o justicia (de lograr intervenir en la realidad para enmendarla del modo más justo y armónico) se ve truncado o impedido por la voluntad, dominante en el escenario de la realidad, que carece de escrúpulo alguno. Puedes sumirte en la impotencia (anticipado previamente, cuando, un establecimiento que frecuenta, Brock no interviene durante un atraco del que es testigo: la dueña le dice: la vida duele), y envenenarte en la amargura, la resignación y el cinismo del no vale la pena preocuparse por nadie, porque nada es posible, o ya es suficiente con encajar la propia frustración. O puedes desenfundar los colmillos de la rabia y la acritud, para que proyecten su veneno en forma de furia que no acepta imposición ajena, y menos de una voluntad indiferente al daño que inflige. Se responde con el mismo filo de colmillo de aquel que ha desfigurado tu vida e ilusión, seccionándolas con un tajo. Tu pareja, Anne (Michelle Williams), está con otro, y resulta difícil rehacer tu vida laboral, y menos en el ámbito en el que te desenvolvías, el del periodismo, como si ya fueras un estigmatizado en los diferentes frentes de tu vida. Porque tu vida parece haberse convertido en un frente. Por eso, no es de extrañar que, tarde o temprano, el veneno brote de tu interior.
Venom/Veneno, esa criatura alienígena que parasita su organismo, representa la sombra siniestra de Brock. Es un parásito que devora el interior del huésped, y se transmite de un cuerpo a otro como una funda que se torna capa interior. Hay organismos que no resisten su estancia, pero los hay en los que parecen encontrar acomodo armónico, una alianza híbrida, como es el caso de Venom con el cuerpo de Brock. En cierto momento, Venom le dice que ambos son perdedores en sus diferentes planetas, de ahí su buena sintonía: Juntos se sienten algo, parece que dominan y reajustan la realidad alrededor, como si reconfiguraran su guión. Logran esa simbiosis armónica que buscaba el empresario Carlton, como proyecto de evolución humana, o más bien de supervivencia privilegiada para alguien como él, en el espacio exterior, ya que en la Tierra la esperanza de vida se estima que no supere la próxima generación. Consideración en la que coincide con la reciente Predator, de Shane Black, además de recurrir también al mordaz y excéntrico humor, aunque no de modo tan equilibrado.
No sé si se han suprimido cuarenta minutos, como ha declarado Tom Hardy, en los que abundaban las secuencias de extrañeza, o modificación de la relación con la realidad, por el recurso del humor negro (como cuando se introduce en la pecera de langostas en el restaurante) pero la segunda hora se resiente de priorizar la opción formularia, las secuencias de acción, que tampoco destacan por su inventiva, pese a que, de modo puntual, se reanime con la singularidad de secuencias que insinúan la dirección en la que podría haberse internado, esa que hubiera posibilitado una simbiosis orgánica entre peripecia externa y emocional: el patetismo del personaje (cómo se siente atemorizado por lo que le pasa, como expone a Anne cuando esta le ve por primera vez transformado en escaramuza violenta: de modo figurado, la furia que no había mostrado cuando le veía con su nueva pareja) o la turbiedad de emociones en conflicto, retenidas (el beso de Anne a Brock, cuando le transmite a él la criatura alienígena). La narración repliega sus aristas y se desliza en la superficie de la pirotecnia, aunque deje suelta, como un filo, la interrogante de cómo diferenciar a quiénes son dañinos de quienes no lo son.
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