viernes, 5 de octubre de 2018
Cold war
De encierros y liberaciones. En Ida (2013), la anterior obra de Pawel Pawlikowski, Ida (Agata Trzebuchowska) es una reclusa, por elección, ya que es una novicia. Sale de su reclusión, de modo provisional, cuando le notifican que es judía, y le informan de que sus padres fueron asesinados durante la guerra, y están enterrados en algún lugar. Conoce a su tía, Wanda (Agata Kulesza), fiscal que sirve a un Estado represor. Mujer recluida, que sirve a un Estado gris que recluye. Mujer que se prostituye en una realidad que la corroe como un tumor que la está haciendo desaparecer en una lenta agonía. Ida contrastaba direcciones, modos de vida, modos de reclusión, la sociedad alrededor y sus encierros y cautiverios, espesuras y trampas, un escenario sofocado, la sociedad comunista de la época, en los sesenta, y los barrotes de sus ficciones. En Cold war (2018), esa circunstancia se explicita en su mismo título, Guerra fría, un escenario o una ficción implantada desde finales de los 40, la hostil rivalidad entre dos sistemas o estructuras de vida en sociedad (capitalismo, comunismo), que determinaba una realidad programada, un encierro, la afirmación en unas señas de identidad, y a la vez la desnaturalización de la raíz, de la identidad, por la propaganda, por la imagen declarativa que se quería proyectar. La realidad era una espesura de trampas que se quería disimular con los cantos de sirena de esa propaganda, de cara al exterior y a la propia ciudadanía: el sistema era su propia imagen, una convención burocratizada, esa que se implantaba pero asfixiaba a sus habitantes, o más bien, reclusos.
Zula (Joanna Kulig) ha salido de otra reclusión, una estancia breve en prisión, o eso se dice, porque se defendió de un padre que la confundió con su madre por lo que le mostró la diferencia con un cuchillo. En las secuencias iniciales, Viktor (Tomasz Kot), pianista y director de orquesta, e Irena (Agata Kulesza), productora de televisión, rastrean en los recodos rurales muestras de la música tradicional, para realizar una selección que refleje lo que es el propio folklore en sus diversas manifestaciones. Pero no importa la música en si, no importa si es reflejo de lo real. Del mismo modo que Zula cautiva aunque no sea originaria de esas zonas, sino de la ciudad, y cante un tema musical que pertenece a una película rusa, al enfoque burocrático, que representa al sistema que quiere implantar una realidad conveniente, le importa la imagen que se proyecta (como se valora la uniformización: Lech, el burócrata, desprecia la música de otros dialectos). Por eso, los representantes institucionales remarcarán, programarán, lo que tiene que cantarse o bailarse (la reforma agraria, los héroes...). Se ficcionaliza la tradición: Importa lo que representa.
Pero no son las únicas reclusiones. La narración se hilvana sobre una interconexión, o enmarañamiento, de encierros exteriores e íntimos. Otras guerras frías, las singulares, a pequeña escala, las colisiones de los sentimientos, entre pasajeras alianzas y pasajeras rivalidades, como ocurrirá, durante años, entre Viktor y Zula. La narración, elíptica, se escancia como si los planos o las secuencias fueran barrotes (de una espesura) en la que se escurre el tiempo (el relato abarca la década de los 50), y los sentimientos y sus desconciertos, o cómo los personajes se zarandean entre torpezas, indecisiones y ofuscaciones. En cierto momento, pasados los años, ella le preguntará: ¿Qué hemos hecho?. Los errores, con el tiempo, evidencian las vidas desperdiciadas, en ocasiones por atolondramientos, y en otros por irresolución. Ambos se distancian (en el espacio, en diferentes países, o en el tiempo, durante años) y se reencuentran, reinician su relación o se implican en otras aunque su finalidad, a veces, sea porque puedan favorecer el reencuentro o beneficiar la circunstancia del otro.
El exilio, la huida de ese espacio de realidad en la que se sentían cautivos, en busca de la música en otra parte (como Ida buscaba la fugaz liberación, o catar otra posible dirección, en una noche de amor con otro músico de jazz), no exime del extravío, de la desorientación, como Viktor, que parece perderse en otra espesura de ficciones, que cree convenientes, cuando hilvana durante su estancia en Paris, una serie de relatos que les convierte a Zula y a él, de cara a los demás, más en personajes que en lo que son, lo que desnaturaliza y lesiona la relación. Su mirada se ofusca, se distrae y pierde foco, lo que propiciará otro distanciamiento. Esa dinámica de relación se condensa de diferentes modos. Un plano general, con ambos en el fondo del encuadre, en su habitación, evidencia cómo se insinúa una fisura en su relación a través de una inmovilidad que refleja la distancia que se abre silenciosa entre sus palabras. O un movimiento de cámara que sigue a Zula alejándose de Viktor en la calle pero volviéndose con ímpetu para besarle, y alejarse de nuevo, aunque en esta ocasión la cámara permanece encuadrando a Viktor. Mientras en el encuadre de la realidad las emociones se agitan de modo convulso, parece que la armonía, o la residencia de la armonía, esté en el afuera. Ese escenario o esa circunstancia, que es estado, de gracia, como esa iglesia derruida en un espacio natural, con el icono desgarrado del que sólo quedan los ojos (¿qué se discierne?), o un techado vacío, como un ojo extraído, que acentúa la intemperie. Esa inmensidad que parece tejida con la música del canto de las cigarras, un espacio aparte de cualquier contexto, circunstancia o ficción. Ese que se busca como si fuera un escurridizo fuera de campo permanente en el que se internan, en el plano final, como figuras a la deriva que no desisten de encontrar esa cálida gracia.
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